Desde
hace unas semanas estoy trabajando por las mañanas, temporalmente,
en el Centro de Salud Mental Infanto-Juvenil de Gijón, donde acuden
niños y niñas menores de 15 años, a la vez que mantengo las
consultas en mi despacho por las tardes. El trabajo con menores es
exigente y duro, ya que implica no solo intervenir con quien presenta
el problema, si no también con su familia, además de ir ligado a la
inevitable coordinación, muchas veces, con colegios, institutos y
otros servicios o dispositivos en los que el niño participa. Además,
si ya es complicada la psicología clínica en el caso de los
adultos, donde estás en contacto constante con el sufrimiento humano
más profundo, ver los problemas por los que pasan los más pequeños
se convierte en una experiencia que requiere una preparación y
habilidad considerables; no es plato de gusto de nadie ver las
circunstancias tan dolorosas por las que tantas veces pasan. Por
desgracia, la demanda de atención psicológica especializada a la
infancia y adolescencia sigue creciendo año tras años,
encontrándonos porcentajes de problemas psicológicos preocupantes.
Sin
embargo, es un trabajo que también tiene su lado gratificante.
Cuando se dan las condiciones necesarias y se lleva a cabo una buena
intervención, chicos y chicas mejoran rápidamente, ¡mucho más que
los adultos! A lo largo de las últimas décadas se han desarrollado
toda una serie de tratamientos psicológicos dirigidos a solucionar
una amplia gama de problemas y trastornos psicológicos: ansiedad,
miedos, depresión, trastornos de la conducta alimentaria, problemas
de sueño, adaptación a situaciones estresantes (divorcio de los
padres, accidentes, desastres, etc.), problemas de conducta… la
lista es larga. La Sociedad de Psicología Clínica de la Infancia y la Adolescencia de la Asociación Americana de Psicología (APA) tiene una página web en la que se describen estos problemas,
los tratamientos disponibles y las pruebas de su eficacia, junto con
otros recursos útiles (eso si, en inglés): Effective Child Therapy.
Allí podemos ver que son varias las terapias que, a día de hoy, se
consideran basadas en la evidencia (lo que no significa que otros
tratamientos puedan ser igualmente efectivos, si no que todavía no
han demostrado serlo):
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Análisis aplicado de la conducta
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Terapia de conducta
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Terapia cognitivo-conductual
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Terapia cognitiva
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Terapia familiar (tanto conductual como sistémica)
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Psicoterapia interpersonal
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Entrenamiento en organización
Por
cierto, la APA recomienda específicamente en dicha página el uso de
medidas de monitorización de resultados para comprobar si la terapia
está funcionando.
Más
allá de terapias y pruebas varias, me gustaría compartir algunas
impresiones personales sobre este enriquecedor trabajo, una lista de
cosas que los niños, adolescentes y sus familias me van enseñando,
esperando que pueda resultar útil y de interés tanto para otros
psicólogos clínicos que trabajan en este ámbito como para padres
preocupados por la salud mental de sus hijos.
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En los niños, el cambio es inevitable. Desde que nacemos, estamos preparados para desarrollarnos, nuestro organismo se encarga de ello automáticamente. La tendencia humana es hacia la adaptación, hacia la superación de las dificultades de la vida. Muchas veces nuestro trabajo (el de los adultos, profesionales o no) consiste en quitar de en medio los obstáculos que están impidiendo que el infante supere sus problemas. Si se dan las circunstancias adecuadas, los pequeños son capaces de salir adelante rápidamente.
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La gran mayoría de niños y niñas (por no decir todos) sufren por sus problemas y están deseando cambiarlos. Sobre todo en el caso de problemas de conducta, en ocasiones los mayores pensamos que “lo hacen a propósito” y que “no les da la gana” hacerlo de otra manera. Pero la realidad es otra: los chicos quieren encontrar una solución, solo que todavía no han tenido éxito. Y esto les frustra, creando un círculo vicioso del que es difícil salir. Por eso los adultos tenemos que asumir una mayor responsabilidad a la hora de ayudarles.
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Los niños (casi) siempre tienen ideas sobre cómo solucionar sus problemas. Algunas de ellas no servirán, pero es sorprende cómo la creatividad y la imaginación infantil puede dar lugar a propuestas muy buenas. Merece la pena y es recomendable dedicar un tiempo a hablar con ellos y escuchar lo que se les ocurre; siempre que sea posible (técnica y éticamente), conviene incluir en el plan de intervención sus propias ideas.
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A los niños les gusta que reconozcamos y respetemos sus habilidades, puntos fuertes e intereses. Un chico al que, a pesar de todos los problemas, le hacemos ver que lo aceptamos y que también sabemos separar y apreciar las cosas que hace bien (que, aunque no lo parezca, suelen ser la mayoría, no importa lo desesperante que sea la situación) es un chico que se siente seguro y confiado, lo que aumenta su motivación para aprender algo que le permita cambiar.
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A los niños les gusta aprender. De hecho, ¡es algo que no pueden dejar de hacer! Tenemos que aprovechar esa capacidad. Decirle a alguien que no haga algo no es tan eficaz como enseñarle una conducta alternativa. A este respecto, un buen método es el utilizado por Ben Furman, quien propone que para cada problema que tiene un niño existe una habilidad que puede, con nuestra ayuda, aprender.
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Utilizar los temas que les gustan (personajes de ficción o imaginarios, videojuegos, deportes, aficciones) y ligarlos con el proceso terapéutico y los objetivos, si se hace bien, es más eficaz que la técnica psicológica más sofisticada y moderna. A los niños les gusta jugar y es más fácil implicarlos en el tratamiento si podemos hacerlo de forma lúdica. Que la terapia psicológica sea rigurosa no es incompatible con que también pueda ser divertida.
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Se preocupan mucho por sus padres y otros familiares y están muy pendientes de ellos. Aún cuando se estén “portando mal”, se muestren irritables o en conflicto con otras personas, eso no significa que no estén al mismo tiempo asustados y dolidos por lo que pasa en casa. Aunque parezca extraño, hay un porcentaje importante de problemas psicológicos en la infancia que en realidad son reflejo de la preocupación de los hijos por el estado de sus padres. Por eso es tan importante que cuando los mayores dicen aquello de “para que yo esté bien, el niño tiene que estar bien” les ayudemos a darse cuenta que la cosa más bien funciona a la inversa: “para que tu hijo esté bien, tú tienes que estar bien”.