Que
lo que haga el profesional de la psicología en psicoterapia puede tener
resultados negativos, en cuanto al tratamiento de una persona determinada, es
algo que ya he comentado en repetidas ocasiones en este blog. Hoy, una vez más,
vamos a incidir en este asunto, siempre con la intención de subrayar nuestra
responsabilidad como clínicos y animar a la reflexión y autocrítica acerca de
cómo las cosas que hacemos y las actitudes que adoptamos en consulta pueden
influir en el desarrollo y resultado de la terapia.
Miller
y Rollnick, los autores de la Entrevista Motivacional (un modelo de
intervención de largo recorrido y de eficacia demostrada en muchas situaciones,
muy bien explicado en la más que recomendable tercera edición de su libro),
hablan de seis tipos de “trampas” que dificultan el vínculo terapéutico. Se
trata de categorías de comportamiento del psicólogo que interfieren en la
alianza terapéutica; como ya sabemos (y se ha repetido a menudo en este
espacio), dicha alianza es uno de los factores fundamentales para que la
psicoterapia sea eficaz: si aquella no funciona, no cabe esperar un buen
resultado del tratamiento.
Veamos
en qué consisten estas seis trampas, esperando que su exposición sirva para que
el profesional las tenga en cuenta, esté atento a su aparición y ponga los
medios necesarios para evitar caer en ellas; o, si ya ha caído, buscar la mejor
manera de salir a tiempo.
Trampa
de la evaluación.
Aquellas
situaciones en las que el clínico dedica una proporción exagerada del tiempo
disponible en consulta a realizar una evaluación formal, mediante la aplicación
de cuestionarios, pruebas o preguntas estructuradas. Por supuesto, hacer una
buena evaluación del caso es importante y necesario; aquí de lo que se advierte
es del peligro de centrar la sesión casi exclusivamente en este aspecto,
dejando de lado otro tipo de temas que también son relevantes.
Trampa
del experto.
Se
cae en ella cuando el clínico asume de una manera rígida una actitud del tipo “aquí
el profesional soy yo y sé lo que es mejor para ti”. No hay duda de que
estamos en el deber de aceptar y trabajar como expertos que somos en nuestro
campo y que la relación terapéutica es asimétrica; los psicólogos clínicos somos los
profesionales y tenemos nuestra responsabilidad. Aquí de lo que se habla es de
esa especie de “terapeutacentrismo” que trata de imponer nuestra visión
de los problemas y necesidades de la persona sin tener en consideración las ideas,
puntos de vista, recursos personales o cuestionamientos que puedan hacer los
consultantes.
Trampa
del foco prematuro.
En
este caso hablamos de pasar de manera muy rápida a centrarnos en un aspecto
específico del problema de la persona, sin haber dedicado un tiempo suficiente
a explorar otros ámbitos y necesidades del caso. Por ejemplo, supongamos que
llega una persona a consulta derivada por un problema de “abuso de alcohol”.
La trampa se daría si nos pusiéramos a trabajar inmediatamente en el problema
del alcohol sin haber indagado o tenido en cuenta otras circunstancias de la
persona, ver qué otros problemas pueden estar presentes en la vida de esta
persona y que deberían ser enfocadas durante la terapia.
Trampa
de la etiqueta.
Bien
conocida y criticada por muchos (entre los que me incluyo), tiene que ver con
tratar trastornos y no personas; es decir, asignar a la persona una etiqueta
(como puede ser un diagnóstico, ya sea “trastorno de personalidad”, “depresión”,
“trastorno de ansiedad generalizada”, “psicótico” o “alcohólico”, por ejemplo)
y quedarse en eso, reduciendo todos los comportamientos del etiquetado al
rótulo que le hemos puesto, en lugar de llegar a una formulación de caso
compartida, contextualizada, que explique qué está sucediendo, más allá del
síntoma y del diagnóstico, independientemente de que después se pueda poner un
diagnóstico de este tipo o no. Lo problemático es tratar a la persona como un
“trastorno con patas” o algo similar y no ver a quien está detrás de la
etiqueta.
Trampa
de la culpa.
Nos podemos imaginar fácilmente a qué hace referencia esta, ¿verdad? Efectivamente,
culpar al consultante de sus problemas o de la falta de progresos en la
terapia. Esto puede hacerse de forma explícita, pero también implícita,
mediante el tipo de preguntas que planteamos o nuestras respuestas a su relato,
verbales y no verbales. Sin dejar de lado la importancia de que cada persona
asuma su parte de responsabilidad en lo que le pasa, es un enfoque muy
reduccionista y poco beneficioso dejar de lado las circunstancias que rodean al
problema (contexto, historia, vivencias, etc.).
Trampa
de la charla.
Sucede
a menudo: las sesiones se centrar en conversaciones que, aun pudiendo ser del
interés de la persona y del profesional, se alejan de lo que sería deseable o
necesario trabajar, los aspectos nucleares relacionados con el contexto de la
terapia, unos objetivos más o menos definidos y un plan de acción consensuado.
Se habla de diversas cosas sin un rumbo claro, sin una intencionalidad,
evitando los temas relevantes.
Estas
son las seis trampas referidas por los autores mencionados anteriormente.
Aunque no me sienta orgulloso de ello, he reconocer que en más de una ocasión he
caído en varias de ellas. Sé que en algún momento será probable que vuelva a pisar
terreno peligroso, así que procuraré estar atento para no repetir mis errores.
¿Y
tú? ¿A ti te ha pasado? ¿Has caído en alguna de estas trampas o en otras que se
te ocurran?
No
recuerdo quién fue, pero sé que hace tiempo vino una persona a consulta y me
contó algo interesante. Antes de tener la sesión conmigo, había ido a otra
psicóloga que, después de tres sesiones, le dijo que no sabía cómo ayudarle
porque ella era experta en trauma y no había encontrado ningún trauma en su
historia después de evaluar su caso cuidadosamente. Así que le recomendó buscar
a otro profesional.
Esta
breve anécdota me lleva a dos tipos de reflexiones. La primera tiene que ver
con la actitud de esta psicóloga, de la que destacaría su honestidad y ética
profesional, algo que, desgraciadamente, no siempre está presente en nuestra
práctica profesional. Reconocer que uno no sabe cómo ayudar a una persona no
es fácil y, sin embargo, es signo de competencia: los clínicos no siempre
encontramos la manera de ofrecer un servicio eficaz, hay situaciones que se nos
escapan y eso no dice nada negativo acerca de nuestra profesionalidad; al
menos, no siempre. A veces, lo mejor que podemos hacer para ayudar a una
persona es derivarla a otro psicólogo. Eso es una buena práctica, como se dice
en el mundo sanitario, “basada en la evidencia”. Otros, al contrario que
la mencionada compañera, podrían haberse quedado anclados en su modelo y “forzar”
la información recogida para hacer que encajase con su forma de trabajar (el
sesgo conocido como “lecho de Procusto”). Siempre es posible terminar
encontrando algún suceso en la vida de cualquiera de nosotros que se pueda
catalogar como “trauma”. Y si no lo reconocemos como tal, ya habrá
alguna forma de convencernos de lo contrario (“ese es tu problema: que no
reconoces que tienes un trauma y por eso estás así” o alguna fórmula
similar). Lo anterior podría suceder, por cierto, sin mala intención por parte
del profesional, si no como parte de un proceso automático de distorsión de la
información (o, como se suele decir, por “deformación profesional”;
cuando a uno se le entrena para ver “traumas”, “duelos” o “trastornos
de personalidad”, es fácil que vea más de la cuenta). En resumen: bravo por
esta compañera, capaz de reconocer los límites de sus competencias (todos los
tenemos) y de anteponer el bienestar de la gente a la que atiende al suyo
propio (no olvidemos que en un contexto privado no tener más sesiones con
alguien implica menos ingresos económicos).
La
segunda reflexión, la principal de este escrito, tiene que ver con la supuesta
necesidad de especializarse en problemas concretos: trauma, duelo o eso que
llamamos “trastornos mentales” o “psicopatología” (trastornos de
la personalidad, adicciones, ansiedad, depresión, trastorno obsesivo
compulsivo…). Sucede con cierta frecuencia que, una vez que se hace un
diagnóstico de este tipo, otros profesionales o los propios afectados terminan
buscando a un psicólogo especialista en la etiqueta que se acaba de poner. En
otros ámbitos de la vida esto tiene bastante sentido, ¿pero es así también en
el campo de la psicología clínica? ¿Si estoy deprimido, el tratamiento será más
eficaz si me atiende un especialista en depresión en comparación con otro
clínico que no se haya especializado en ese tipo de problemas?
En
mi opinión, en el campo de la psicología clínica, hablar de especializarse en
un diagnóstico específico es problemático. Supone una visión limitada y
distorsionada de lo que es la salud mental en la que los problemas psicológicos
se equiparan a las enfermedades físicas, de las que podemos hacer un
diagnóstico objetivo bien definido y aplicar, en consecuencia, un tratamiento
concreto. Pero no, los problemas psicológicos no son enfermedades mentales, por
mucho que algunos traten de vender ese discurso. Curiosamente, hay quien ha
tratado de atacar la especialidad en psicología clínica bajo el pretexto de que
“no son especialistas en nada”, afirmando que habría que seguir el mismo
camino de las especialidades médicas; así, del mismo modo que existen los
especialistas en cardiología o traumatología, debería haber psicólogos especialistas
en adicciones o en trastornos del estado o del ánimo, trastornos de la
personalidad, trastornos relacionados con la ansiedad… Lo cual, como mínimo,
evidencia una falta de conocimiento y formación bastante preocupante acerca de
cómo entender el comportamiento humano, sus dificultades y formas de abordarlo.
Para llevar a cabo una terapia eficaz lo que hace falta es conocer las formas
en las que las personas nos vemos atrapadas por lo que llamamos problemas
psicológicos y los principios que nos permiten producir cambios beneficiosos
para nuestra salud. Así, es necesario saber cómo evaluar un caso y llegar a una
formulación (explicación hipotética de lo que sucede) contextualizada, es
decir, que tenga en cuenta las circunstancias en las que aparecen y se
mantienen las dificultades de la persona. Porque estas, al contrario que las
enfermedades, están asociadas a las circunstancias de su vida y a cómo se
relaciona con ellas. Lo que llamamos “síntomas” tienen un sentido si
comprendemos lo que le está pasando y no son meras señales de la presencia de
un problema en la fisiología de su organismo. Lo que es importante, de nuevo,
es conocer todos esos procesos comunes que llevan a la aparición de esos “síntomas”
y “trastornos”, ya que son estos los factores que, en nuestro trabajo,
debemos encarar como aspectos fundamentales sobre los que intervenir para
conseguir que los problemas se solucionen. Si solo nos quedamos en los síntomas
y los vemos como cosas diferentes entre sí, además de considerarlos “patológicos”
o “disfuncionales” y como la diana terapéutica, corremos el riesgo de
perder la verdadera esencia de la intervención psicológica y, por lo tanto, de
ser de poca ayuda para quienes lo necesitan. Especializarse en un diagnóstico
concreto puede llevar a una atención deficiente. Para el profesional
especialista en algo similar siempre existe el riesgo de acabar viendo el
trastorno en el que es experto con mayor frecuencia de la que cabría esperar
(falsos positivos), del mismo modo que el experto en trauma podrá,
equivocadamente, considerar que ciertas experiencias vividas por una persona
han sido traumáticas y deben tratarse, a pesar de que otros (especialmente, el
individuo evaluado) no lo consideren así; o el especialista en duelo hará lo
propio con las situaciones que impliquen “pérdidas” significativas
(¿quién no ha experimentado alguna en su vida?). Por supuesto, esto son
generalizaciones llevadas un poco al extremo; seguramente, la mayoría de
psicólogos/as especializados/as en problemas concretos como los señalados
desempeñarán su labor con buen juicio y mejor práctica, con la ética siempre de
su lado. El problema es la minoría potencialmente dañina.
Una
de las pocas, si no la única, especialidades a las que le puedo ver sentido es
a formarse en un modelo de intervención específico (y si pueden ser varios,
mejor todavía). Aquí el clínico lo que aprende es a comprender cómo se forman, mantienen
y solucionan los problemas psicológicos, con independencia de la etiqueta que
se les ponga a los mismos. De esto debería ir la psicología clínica, en mi
opinión: se trata de especializarse en las personas y las relaciones entre
ellas y el mundo, no en sus entidades diagnósticas de dudosa validez y
utilidad.
Esta
mañana, de casualidad, me encontré con un artículo titulado “Madres tóxicas: ocho características que las diferencian”. El escrito en cuestión se basa en
las declaraciones de una psicóloga, de la que suponemos que es experta en estas
cuestiones, que no tiene problemas en utilizar términoscentrados en supuestos rasgos de personalidad
de las malvadas madres que describe, con los que alude a su “falta de
autoestima”, tildándolas de “manipuladoras”, “narcisistas” o “celosas”
y que, al parecer, “utilizan a sus hijos para conseguir sus sueños”.
El
uso del término “tóxica” para referirse a una persona se ha generalizado
en los últimos años. No es que tenga nada de especial, palabras despectivas que
se focalizan en el comportamiento de un individuo de manera totalmente descontextualizada
se han venido utilizando desde tiempos remotos. A mí no me preocupa que una
persona cualquiera utilice dicha palabra para explicar su visión del mundo y
sus experiencias. Lo que sí me inquieta bastante es ver a profesionales de la
psicología extender el uso de términos similares, sobre todo si lo hacen en una
situación en la que hablan como expertos (en su consulta o en los medios de
comunicación, por ejemplo).
La
cuestión es preocupante: una búsqueda básica en internet del término “madres
tóxicas” nos lleva a multitud de páginas web que hablan del asunto, siendo
gran parte de ellas páginas profesionales de psicólogos/as. No es un caso
aislado el de la psicóloga del mencionado artículo, por desgracia. Esto es
problemático en varios sentidos. En primer lugar, estigmatiza a las personas a
las que se cataloga como “tóxicas”. Se les cuelga una etiqueta que define
su forma de comportarse de manera desagradable, creando o manteniendo una
visión negativa que no favorece que otras personas tengan interacciones
agradables con ellas. No deja de ser curioso que se hable de “madres” y
no de “padres”. Si, hay en internet entradas sobre “padres tóxicos”,
pero casi siempre para referirse a ambos progenitores y no exclusivamente a los
varones. Aquí vemos que están entrando en juego estereotipos y visiones
despectivas sobre las mujeres como madres, incluyendo ciertas dosis de
machismo. En segundo lugar, dice muy poco de un profesional el hecho de recurrir
a este tipo de términos para describir (y ya no digo explicar) la conducta de
las personas. Lo que hacemos todos y cada uno de nosotros lo llevamos a cabo en
un contexto, en unas circunstancias determinadas, partiendo de una historia
personal en la que hemos aprendido a responder de formas concretas a las
situaciones en las que nos encontramos. Nuestros actos tienen un sentido, cumplen
una función, y no se pueden entender exclusivamente por si mismos. Decir que
alguien es “controlador”, “narcisista” o “tóxico” es no
decir nada, en términos psicológicos. Es etiquetar sin comprender ni explicar.
Es ver solo un detalle del cuadro fuera de su marco. Debemos plantearnos qué
sucede para que esa madre se comporte así, dentro de esa familia, en ese
período específico, dada su historia personal y dadas otras circunstancias más
amplias. Por último, cuando uno habla como profesional de la psicología debe
asumir la responsabilidad de lo que comunica a la población. El discurso debe
estar basado en el conocimiento vigente más relevante y no en las teorías
personales o ideología de cada uno. Hablar de “toxicidad” es patologizar
y supone legitimizar visiones del mundo que no son necesariamente ciertas (“se
lo oí decir a una psicóloga en la radio” como argumento de peso para
mantener situaciones poco saludables). Estoy convencido que muchos de estos
profesionales dicen lo que dicen creyéndolo (otros, una minoría, lo harán con
un claro ánimo de lucro personal y con total falta de ética), pero eso no es
excusa y, cuando menos, evidencia una falta de formación, conocimiento y
supervisión ciertamente preocupantes.
Dejemos
la toxicidad a los/as químicos/as y expliquemos a las madres y familias con
problemas lo que les está sucediendo de una forma rigurosa, sin señalar ni etiquetar,
con el animo de ayudar a modificar aquellas circunstancias de sus relaciones
interpersonales que se han vuelto poco saludables. No hay “personas tóxicas”,
pero parece que si existe “psicología tóxica”.
Hoy
se cumple un año de la publicación de mi libro, “Mejorando los resultados enpsicoterapia”, y quiero dedicar estas líneas a mostrar mi enorme agradecimiento
a todas las personas que han acogido con tanto cariño y respeto esta obra.
Cuando
empecé su escritura, hace tiempo, no me podía imaginar que iba a poder llegar a
tantas personas. Las ventas han sido muy buenas y todavía me sorprende ver que,
a día de hoy, sigue siendo un trabajo muy solicitado en las librerías (esta
misma semana se encontraba entre los 20 libros más vendidos en la categoría de “psicología
clínica” de Amazon).
Ha
sido increíble recibir los comentarios de muchas de las personas que se han
animado a leerlo. Me ha sorprendido mucho el hecho de que me llegasen mensajes
de personas que no conocía, con los que nunca había entablado ninguna
conversación, por medio de redes sociales o correo electrónico, lo cual me ha
resultado muy grato. Mensajes de otros profesionales (psicólogas, PIRes, estudiantes)
que querían compartir conmigo sus impresiones sobre el libro, todas ellas
positivas (supongo que también las habrá negativas, pero esas no me han
llegado). De verdad, los agradezco mucho, me han alegrado en más de una ocasión
días que estaban siendo duros y estresantes.
No
puedo dejar de señalar también lo impactante que ha resultado para mí recibir mensajes inesperados de profesionales a los que sigo y admiro, referentes
en su campo. Que gente con años de experiencia y una trayectoria
envidiable haya decidido, espontáneamente, escribirme para felicitarme por el
libro ha sido una experiencia maravillosa para mí. Incluso algunos de ellos, formadores
y profesores, me han comunicado que lo incluirán dentro de las lecturas recomendadas
para sus alumnos. Esto me hace sentir muy orgulloso de mi trabajo (y da un poco
de vértigo, para qué negarlo).
Como
parte de mi tendencia a la autocrítica (a veces, constructiva y compasiva;
otras, no tanto) y mi motivación a aprender y mejorar, si tuviera que volver a
escribir este libro desde el principio, cambiaría unas cuantas cosas y añadiría
más contenido. ¿Quién sabe? Si dentro de un tiempo la editorial me pide una
segunda edición, actualizada y mejorada, quizás tenga la oportunidad de pulirlo
y ofrecer un producto con el que esté más satisfecho todavía.
Por
si fuera poco, esta publicación me ha abierto algunas puertas profesionales, aumentando
las peticiones que me llegan para impartir formación sobre algunos de los
aspectos que trato. La última de ellas me va a llevar a dar un webinar para
Chile (y sí, también me sorprende que me lean desde el otro lado del
Atlántico).
Recordad
que el libro es fácil de encontrar, gracias a la formidable distribución de
Ediciones Pirámide. Lo tenéis en cualquiera de las grandes librerías de este país,
pero también en muchas de las pequeñas. Y es aquí cuando quiero aprovechar para
animaros a comprar en estas últimas, en las librerías de vuestro barrio, apoyando
así al pequeño comercio. Si estás interesado en adquirir el libro, pregunta en
tu tienda de confianza; es probable que lo puedan conseguir. O consulta, por
ejemplo, páginas como TodosTusLibros.com (allí podrás comprobar que está disponible en más de 200 librerías de España). Aprovecho para insistir en que todo el
dinero que ingreso como autor por la venta de ejemplares lo estoy donando a organizaciones
sin ánimo de lucro que contribuyen a luchar por un mundo más justo.
De
nuevo, gracias de corazón a todas las personas que os habéis decidido a darle
una oportunidad, y más a quienes habéis empleado parte de vuestro valioso
tiempo en hacerme llegar comentarios tan agradables.
Hace
unos días, hice una encuesta en mi cuenta de Twitter en la que preguntaba cuántas
sesiones (por término medio) son necesarias para lograr cambios clínicamente
significativos en psicoterapia.
La
pregunta, por supuesto, es un poco tramposa y hubo una respuesta que, de hecho,
dio con la clave:
Ciertamente,
el número de sesiones que hacen falta para conseguir cambios en una terapia es
algo que depende de múltiples factores, como los señalados en la imagen, entre
otros. Más aún, quizás tendríamos que discutir previamente acerca de la
definición de ciertas cuestiones nucleares, empezando por qué significa cambio
en psicoterapia y siguiendo por la compleja cuestión de qué es lo
que lo produce. A quienes estén interesados en estos asuntos les invito
a ver el siguiente vídeo, un debate del podcast de Engrama en el que tuve el
placer de participar junto con el psicólogo Ricardo de Pascual.
Vamos
a ver qué significa esto de “cambio clínicamente significativo” (CCS, en
adelante), hasta qué punto es importante, si lo dice todo respecto al
resultado de una terapia y analizaremos los datos de 71 casos extraídos de la
base de datos de mi propia consulta.
¿Qué
es un CCS?
El
concepto de CCS proviene del trabajo de unos autores
que describieron una fórmula estadística que servía para valorar en qué medida
los cambios observados en una persona se debían a las intervenciones
profesionales realizadas y no tanto al azar u a otros factores extra-terapéuticos.
Es decir, proporciona una manera de estar más seguros de que lo que hemos hecho
ha tenido un efecto (progresos en la terapia), cuando esto lo evaluamos usando
alguna escala de resultados fiable y válida. Aumenta la confianza en lo
anterior, pero no es una garantía absoluta de que, efectivamente, esto ha sido
así: aún cabe la posibilidad de que los cambios se daban a otras cuestiones
fuera del control del clínico. De hecho, en la práctica es verdaderamente
complicado diferenciar cuándo los avances se deben a unos factores u a otros;
estos no son independientes, sino que interactúan entre sí (por ejemplo: no
se puede separar la influencia de una técnica, por un lado, y de las
circunstancias vitales de la persona, por el otro; o el efecto de la alianza
terapéutica de las expectativas de resultado del consultante).
Jacobson
y Truax se propusieron enfocar el asunto del cambio desde la óptica de la
estadística. Para ello desarrollar las fórmulas y conceptos de índice de
cambio fiable (una forma de cuantificar la cantidad de cambio producido por
la terapia) y de CCS. Para que se produzca un CCS tienen que darse dos
condiciones: que se observe un cambio fiable (es decir, estadísticamente
superior al esperado por el azar; o dicho de otra manera y una vez más: muy
probablemente consecuencia de la psicoterapia) y que ese cambio implique que
las puntuaciones de la persona en la escala utilizada para valorar el progreso
han pasado de estar dentro del rango clínico (donde puntúan las personas que,
teóricamente, muestran dificultades suficientemente graves como para requerir
atención, por decirlo de alguna manera) al rango de la “normalidad” (perdonad
que use aquí la palabra “normal”: no me gusta nada en este contexto, pero es el
término que se emplea en este tipo de estudios). A esto, en investigación de
resultados, a veces se le llama “recuperación”, siguiendo una desafortunada
analogía con el modelo médico (se supondría que el consultante pasa de padecer
un “trastorno” a estar “sano” o “curado”). Yo esto prefiero explicarlo de otra
manera: un CCS significa que la persona ha empezado la terapia con un determinado
problema sin resolver y, gracias la intervención psicológica, ha logrado
solucionarlo. O, por lo menos, a pesar de la vaguedad de la definición,
esto es lo que sería deseable que sucediera y el criterio más importante, en mi
opinión, para considerar que la psicoterapia ha sido eficaz.
En
definitiva, estamos hablando de una especie de estándar principalmente
utilizado en las investigaciones que buscan comprobar si un tratamiento
psicológico da buenos resultados. A pesar de ello, al revisar la literatura
(artículos y demás) resulta complicado encontrar datos que indiquen
explícitamente qué porcentaje de los casos tratados han mostrado un CCS y
cuántos una mejoría significativa (sin la mencionada “recuperación”).
Normalmente se recurre a estadísticos como el tamaño del efecto, que nos
da información muy útil sobre la cantidad de cambio observado, pero no de forma
desglosada. Y eso a pesar de que se supone que lo deseable y lo que debería primar
de cara a considerar que el tratamiento ha sido eficaz es que se produzcan CCS
(no solo que la persona mejore, sino que lo haga lo suficiente).
¿Cuántas
sesiones son necesarias para lograr un CCS?
Llegamos
a la pregunta trampa. En realidad, no hay una respuesta clara porque no hay
datos al respecto (o yo los desconozco, que también puede ser; si alguien tiene
información más precisa, por favor, me gustaría mucho que me lo hiciera saber)
y por lo señalado al inicio de este artículo: depende de muchas variables.
Lo
que voy a hacer a continuación es mostrar cuántas sesiones, de media,
necesitaron un grupo de personas que lograron un CCS. La cuestión es que, ya lo
adelanto, estos resultados no son generalizables: simplemente son los datos de
una población específica, tratadas por el mismo psicólogo clínico (con su método,
sus habilidades y características propias) en un contexto determinado (una
consulta privada en Gijón). Como mucho, puede hipotetizarse si cabe esperar un
número de sesiones similares en otras consultas privadas españolas que ofrezcan
psicoterapia.
La
muestra se obtuvo de una base de datos de casos de terapia cerrados que hubiera
acudido, al menos, a dos sesiones en las que se hubiesen registrado medidas de
resultado, de los cuáles busqué aquellos que habían mostrado CCS, encontrando
71 episodios distintos, pertenecientes a 68 personas (alguna de estas personas
había registrado más de un episodio). 38 de ellas eran mujeres y 30 eran
hombres, con una media de edad de 33 años, en su mayoría (56%) solteras y con
trabajo (60%).
El
rango de sesiones abarca de 2 a 28 y la respuesta a la pregunta de cuántas
sesiones son necesarias para lograr el CCS es 6,5 sesiones, que fue la
media de sesiones de terapia de estos 71 casos.
¿Qué
significa esto? En verdad, no mucho más allá de lo concreto. Como decía, son datos
que no se pueden generalizar y que, como mucho, van en la dirección que indica
que la psicoterapia puede ser eficaz siendo breve. Ahora bien, cada persona
tiene su ritmo, el cual depende básicamente de las circunstancias que rodean su
historia y su vida. En casos excepcionales, serán suficientes dos encuentros y,
en otros, una terapia mucho más larga. Dure lo que dure, la clave está en
revisar conjuntamente, profesional y consultante, si el hecho de alargar la
intervención es la mejor opción y si está, por tanto, justificado un
tratamiento a largo plazo.
¿Es
el CCS una buena forma de reflejar el éxito en psicoterapia?
La
respuesta no es sencilla, pero si me tengo que mojar diría claramente que obtener
un CCS no es suficiente para considerar que una terapia ha logrado sus
objetivos. Para que un tratamiento psicológico sea realmente eficaz no
basta con el dato estadístico obtenido usando una escala en la que se ha
registrado un CCS. Lo importante es que el cambio observado tenga sentido
para la persona: que sea valioso para ella y note que se han conseguido los
objetivos acordados; y, además, que estos se hayan logrado de forma “autónoma”,
en el sentido de que es el consultante quien desarrolla la capacidad o pone en
marcha las soluciones que resuelven su problema, con la ayuda del clínico.
Algunos
ejemplos nos mostrarán que la idea de equiparar CCS con éxito terapéutico no
es, ni de lejos, perfecta.
En
ocasiones se registra un CCS y, sin embargo, la persona y/o el psicólogo
consideran que los problemas tratados no se han solucionado. Recuerdo el caso
de una pareja en la que en ambos se produjo un CCS (medido usando la ORS). Sin
embargo, los problemas de relación entre ambos continuaban siendo los mismos
(solo que al final de la intervención se encontraban en una época de más
tranquilidad, algo que ya había sucedido otras veces; y esta tranquilidad no
parecía deberse a nada de lo trabajado en terapia).
Hay
casos en los que lo obtenido de la terapia resulta satisfactorio para la
persona, pero esto no se ve reflejado por la estadística en forma de CCS. ¿Aquí
quién tiene la última palabra: quien consulta o los datos numéricos? En mi
opinión, por supuesto, debe tener más peso la percepción de la persona, que al
fin y al cabo es quien más interesada está en que la terapia le resulte útil.
También conviene tener en cuenta que, muchas veces (si no en todos los casos)
el cambio es algo que continúa más allá del final del tratamiento: puede
suceder que uno adquiera la confianza para seguir afrontando los problemas por
su cuenta (algo así como haber tenido suficiente terapia) y que, en el caso de
tener la posibilidad de volver a medir sus progresos más adelante entonces sí
se observara un CCS. Fijémonos en la siguiente gráfica donde se muestran los
resultados, sesión a sesión, de un proceso de psicoterapia (línea roja). La
zona malva representa el rango clínico y la zona verde la supuesta
“normalidad”. Un CCS quedaría reflejado en una línea roja que comienza dentro
de la zona malva y termina en la zona verde (siempre que hubiera una
diferencia, además, de 6 o más puntos entre la primera y la última sesión).
Tras
cuatro sesiones, este hombre consideraba que la atención recibida había sido
suficiente, logrando llegar al punto que se proponía. Curiosamente, regresó unos pocos meses después a consultar por el mismo problema
(¿señal de que la terapia no había sido suficiente?); de nuevo, los resultados
obtenidos fueron positivos. En esta segunda ocasión, sí que se logró un CCS.
No
es habitual, pero tampoco demasiado infrecuente, que una persona que comienza
una terapia tenga puntuaciones por encima del punto de corte clínico (es decir,
en la “normalidad”). En el siguiente caso, por ejemplo, las puntuaciones en la
ORS fueron muy altas desde el comienzo de la intervención y así se mantuvieron
hasta el final. De hecho, mejoraron de forma significativa. Los objetivos se
consiguieron, en todo caso.
En
casos como el anterior, nunca se podrá conseguir un CCS (sería estadísticamente
imposible) porque los baremos de la escala consideran que la persona no está
tan mal. Más bien, lo que sucede es que cualquier instrumento de medida, a
pesar de su incuestionable utilidad, no sirve de mucho si no refleja
adecuadamente las necesidades de la persona y de su terapia. Ni qué decir tiene
que la psicoterapia no es algo que vaya dirigido únicamente a aquellos que
muestran eso que llamamos “psicopatología”.
Conclusiones.
Quedaría bien decir que mis datos indican que serán suficientes entre 6 y 7 sesiones de
terapia para conseguir un cambio significativo en la vida de la persona. Es un
hecho constatado por los datos, además de un buen reclamo publicitario. Pero
desde luego no quiero caer en ese juego y promocionar las bondades de los
servicios que ofrezco usando anuncios como el siguiente: “¡Acuda usted a mi consulta y conseguirá profundos
cambios en su vida en menos de 7 sesiones!”. Porque si, aunque para muchas
personas esto ha sido relativamente cierto, para otras no, y se pueden terminar generando expectativas poco realistas.
Como
hemos visto, los métodos estadísticos no son perfectos, menos aún cuando
hablamos de cuestiones subjetivas, como son el malestar y el sufrimiento
humano. La mayoría de las escalas usadas para valorar la eficacia de la terapia
se basan en inventarios de síntomas, algo poco apropiado para los problemas
psicológicos (que no son enfermedades), y dejan de lado otros factores que
podrían reflejar mejor la presencia de cambios deseables en la persona. ¡Ojo,
nos las desechemos por esto! Como expliqué en mi libro, este tipo de medidas
tienen un valor incuestionable a la hora de apoyar el proceso terapéutico,
detectando situaciones que advierten de la posibilidad de que la intervención
no termine bien.
La
propia valoración subjetiva de la persona, así como la valoración experta del
profesional, acerca de si lo que se ha llevado a cabo ha funcionado o no,
realizada de forma transparente y compartida, quizás sea el mejor criterio para
valorar el éxito de la terapia.