miércoles, 17 de abril de 2019

Desarrollo profesional (II)

Hace unas semanas escribí unas líneas sobre el desarrollo profesional en psicología clínica y psicoterapia, señalando lo que los expertos habían descubierto sobre este tema. Hoy reflexionaré sobre mi caso particular, mi propia historia profesional y los cambios que he notado ha medida que he ido adquiriendo más experiencia. Y, para finalizar, algo que llevo tiempo queriendo compartir públicamente: mis resultados actuales, es decir, la respuesta a la pregunta “¿cómo la va, por término medio, a la gente que acude a mi consulta y participa en psicoterapia?”.

Mi desarrollo profesional comienza antes de tener ningún tipo de experiencia clínica (más allá del prácticum, en una unidad de hospitalización psiquiátrica). Lo hace en el momento en el que, tras unos años dedicándome a otras cosas, decido que quiero volver a apostar por la carrera que estudié y llegar a ser psicólogo clínico. Haber pasado años en un par de trabajos que no me satisfacían me ayudó a darme cuenta de lo importante que es poder dedicarte a algo con lo que te sientas a gusto (o incluso te apasione). Tomar la elección de dejar de trabajar y gastarme todos mis ahorros (literalmente) en pagarme una academia para preparar el examen de acceso al PIR fue toda una declaración de intenciones y una forma de compromiso implícito con el trabajo duro, el esfuerzo (que podría no haber sido recompensado) y la aceptación de la incertidumbre, la frustración, etc.

Creo que estudié y aprendí más de psicología clínica estudiandoel PIR que en los cinco años que estuve en la Universidad. Me vino bien preparar el examen para afianzar conocimientos y, sobre todo, para empezar a reflexionar sobre lo que es la salud mental, el rol del psicólogo y mi propio papel en todo esto. ¿Sería capaz de trabajar como especialista? ¿Podría sentirme competente y desarrollar habilidades básicas para ser un buen profesional? ¿Cómo entendía esto a lo que llamamos “psicopatología”? ¿Y lo que llamamos “terapia” o “tratamiento”? Hasta hace poco no sabía que lo estaba haciendo, pero se podría decir que el germen de la práctica reflexiva había empezado a crecer. Las charlas y debates con otros aspirantes al PIR en los descansos de las maratonianas jornadas de estudio afianzaron también este aspecto.

Cuando obtuve plaza, me esforcé por conocer un poco de cada uno de los enfoques de terapia. Cuando estudiaba, me consideraba un firme “creyente” de los principios del aprendizaje, fan de la terapia de conducta. Pero quería conocer, tenía curiosidad y estaba motivado por saber más y ampliar horizontes. Así que en las semanas previas al comienzo de la residencia me puse a leer cosas muy variadas: Skinner, Beck, Adler, Selvini-Palazzoli, Watzlawick… A algunos los dejé a medias porque no lograba entender nada (el caso de Adler), mientras que la terapia sistémica empezó a seducirme irremediablemente. En fin, que en lugar de criticar sin conocer, fui directamente a las fuentes y las abordé con sentido crítico y respeto (psicólogos del mundo, probadlo alguna vez: no es tan díficil).

De esta manera comencé el PIR, pensando en esto de que uno debe tener un modelo de referencia, lo cual parecía mostrar el hecho de que en diferentes rotaciones una de las preguntas iniciales de algunos profesionales fuera: “Y tú, ¿de qué orientación eres?”. Como era un novato, caía en la trampa y respondía. Hoy en día he desarrollado un poco más de desparpajo y repito la misma respuesta: “Orientación Noroeste” (de ahí vengo yo). Bromas a parte, la residencia de psicología clínica te da la maravillosa oportunidad de estar en contacto con clínicos que trabajan desde diferentes enfoques. Yo he estado en contacto con sistémicos, cognitivo-conductuales, psicodinámicos, integradores… y diría que de todos aprendí un poco. Hace escasos días leía con pena un comentario en Twitter de una joven psicóloga (que no había hecho el PIR) diciendo que eso de encontrarte con diferentes modelos teóricos en cada rotación era algo negativo e indeseable (más bien, creo que usaba la palabra “gymkana”). Como ya señalé, precisamente hay pruebas de lo contrario: tener un bagaje más amplio y conocimientos de diferentes modelos teóricos es algo que caracteriza a los mejores profesionales. Conocer ideas y planteamientos que van un poco más allá de nuestra zona de confort me parece algo imprescindible para ser un buen psicólogo clínico. Por supuesto, siempre de una forma crítica, pero humilde.

En mis primeros meses, me preocupé en exceso por la técnica: tenía la idea de que toda sesión debía terminar con alguna prescripción o indicación por mi parte, creyéndome en la posición del que soluciona los problemas humanos con ideas brillantes capaces de hacer cambiar al más “resistente”. Creo que es habitual y, en parte, normal para los que se encuentran comenzando su formación en psicoterapia. Abrir el manual y utilizar todo tipo de técnicas da sensación de seguridad. Por otro lado, las enseñanzas habituales en facultades, escuelas de formación y parte de la divulgación científica se centran en los procedimientos técnicos como clave para ayudar a las personas. Esto no es del todo problemático, las técnicas están ahí y son útiles, por lo que todo profesional que se precie tiene que aprender a utilizarlas en algún momento. Con el tiempo fui descubriendo que no marcan la diferencia con tanta frecuencia como se les atribuye y que, al final, es difícil diferenciar lo que es técnica de lo que no. ¿Construir una alianza terapéutica sólida es técnica o es otra cosa? ¿Y mostrar empatía de una forma determinada y en el momento preciso? Hoy en día lo tengo claro: la diferencia entre técnica, factores comunes o relaciones y habilidades terapéuticas es artificial y no hay una manera clara de aislar la influencia de unos y otros elementos. En fin, que recuerdo haberle comentado a mi supervisor del primer año, tiempo después de haberme ido de aquel centro de salud mental, que si hubiese vuelto atrás en el tiempo habría hecho las cosas de manera muy diferente; él me miró con cara de sorpresa y me dijo que lo había hecho muy bien. Pero no se trataba de si lo había hecho bien o mal (creo que, efectivamente, lo hice tan bien como cualquier otro residente de primer año), si no de un cambio en mi forma de ver las cosas.

Lo conté en público cuando expuse mi trabajo de fin de residencia y lo expongo de nuevo aquí. Una situación que marcó mi desarrollo profesional sucedió precisamente durante mi primer año como especialista en formación. Atendí a un hombre joven que había acudido a salud mental por problemas con su pareja y en el trabajo. Lo primero se había solucionado antes de la primera sesión y lo segundo de una forma inesperada. Así que en la tercera sesión acordamos el alta. Lo que recuerdo muy bien fueron sus palabras de agradecimiento (y su expresión sincera) hacia mi y como yo me quedé pensando: “¡pero si no he hecho nada!”. Claro, yo si que había hecho cosas que son terapéuticas, solo que no era consciente de ello y seguía ofuscado con la técnica. Este hecho contribuyó a mi creciente interés en las variables de proceso en psicoterapia: ¿qué es lo que hace que funcione? ¿Qué sucede en la interacción psicólogo-consultante que hace que las personas logren cambios importantes en sus vidas? Para mi, aquí está la clave, en el “cómo” se hace, en un sentido amplio. La rotación externa en una unidad de psicoterapia me sirvió para aprender mucho de estas cuestiones y de otras que no había tenido en cuenta hasta ahora, como el auto-cuidado del clínico, del que escribí hace poco.

Por cierto, en el párrafo anterior mencioné el trabajo de fin de residencia y esto es importante también para el desarrollo profesional. Aprender cuestiones básicas sobre investigación, hacer tus pinitos en ello, leer mucho y desarrollar capacidad crítica para analizar artículos y publicaciones varias. En ese sentido, a mi me ha ayudado mucho escribir unos pocos artículos, lo que te empuja a hacer búsquedas rigurosas sobre el tema, enfrentarte a las modificaciones sugeridas por los revisores de las revistas, etc.

Me queda mucho camino por recorrer, sin duda, pero hay detalles que me hacen darme cuenta de que me he desarrollado progresivamente como psicólogo clínico. Por ejemplo, recuerdo cómo me frustraba cuando iba a congresos, cursos o talleres, ávido de aprender cosas nuevas, sobre todo herramientas que al día siguiente me hicieran sentirme un psicólogo más eficaz; me frustraba, porque eso nunca sucedía. Lo mismo me pasaba con muchos libros y artículos. Sin embargo, hoy en día siento que disfruto mucho más y saco más provecho a este tipo de actividades, a pesar de que tengo mucha más experiencia que hace años. Mi hipótesis personal es que esto tiene que ver con que ya tengo una base de conocimiento robusta y amplia que me permite dejar de lado las ansias por encontrar certezas; en su lugar, trato de integrar lo que escucho o leo con mi comprensión de la materia.

En definitiva, de mi historia personal de desarrollo profesional (hasta la fecha actual) puedo sacar algunos elementos, a mi humilde parecer, que son claves y que he ido mencionando a lo largo de esta entrada: compromiso con el propio trabajo y con el esfuerzo que supone hacerlo de forma eficaz (y esto es algo que sucede hasta la jubilación, nunca puedes bajar la guardia); capacidad de reflexión acerca de la propia especialidad, del campo de conocimiento y de uno mismo; curiosidad y apertura a conceptos, ideas y aportaciones de otros profesionales (¡y sobre todo de los consultantes!); aprender y dominar las técnicas, pero sin darles un lugar privilegiado inmerecido; interés por las variables de proceso y los principios que favorecen el cambio en terapia; conocer cuestiones básicas sobre investigación y desarrollar la capacidad de lectura crítica. Y añado: interés por seguir mejorando y por poder ayudar a más personas.

¿A dónde me han llevado todas estas experiencias? Al siguiente lugar:



Este es un pantallazo de mis resultados (hasta el mes pasado) en los casos de personas que comenzaron conmigo el proceso de psicoterapia y de los cuales tengo medidas válidas para comprobar si hubo progreso en sus metas o no. Hay muchas variables en esta imagen, pero quizás lo más importante se halle en las tres últimas líneas. parara cada una de las columnas (que reflejan casos que todavía están en terapia, casos cerrados y los 30 últimos episodios terminados). Lo que muestran estos números es que hasta el 67.8% de las personas que han pasado hasta la fecha por mi consulta habían experimentado en la última sesión una mejoría significativa. Si de estos nos fijamos en los 30 más recientes, los resultados fueron todavía mejores (lo que es un indicio de que mi rendimiento está mejorando): el 79.2% mejoró más de lo esperado por azar (es decir, la probabilidad de atribuir ese cambio positivo a la terapia es elevada). Si comparamos estos resultados con la literatura especializada, se puede decir que están a la altura de los hallados en los ensayos clínicos aleatorizados, un tipo de estudio de la más alta calidad.

En cualquier caso, quiero ser honesto y matizar algunas cosas. No tengo medidas de seguimiento que permitan comprobar si los resultados se mantuvieron pasados varios meses, un criterio importante a la hora de valorar la efectividad de la terapia psicológica. El número promedio de sesiones que aparece aquí (donde pone “media de reuniones”) es muy bajo porque incluye también casos que “abandonaron” la terapia. Cuando una persona deja de acudir (porque no ve mejoría, no “conecta” con el clínico o por circunstancias externas), lo suele hacer muy pronto: raro es el caso de alguien que después de 2 o 3 sesiones sin obtener algún tipo de beneficio decida continuar asistiendo a más sesiones, especialmente si tiene que pagar por ellas. Además, aunque utilice escalas validadas para este tipo de cuestiones, el concepto de mejoría y progreso en psicoterapia a veces es discutible, como muestra este excelente artículo: Five types of clinical difference to monitor in practice. Por último, el número de casos incluídos en estos cálculos es pequeño; normalmente, aumentar el tamaño de la muestra hace que los resultados sean algo más humildes. Pero esto es algo que podré ir viendo con el tiempo (y compartir por aquí), a medida que el número de personas atendidas vaya creciendo.

Estoy convencido de que si todos los psicólogos clínicos (y residentes) monitorizaran sus resultados, sus números no serían muy diferentes a los míos. Recuerdo mi satisfacción y sorpresa al comprobar los datos de los residentes cuando hice mi trabajo sobre la empatía de los terapeutas: el 50% de las personas atendidas habían mejorado de forma significativa, según la información obtenida con el CORE-OM, ¡y en menos de 5 sesiones! 

De todo lo comentado aquí, la “gymkana” de la residencia ha sido sin duda la piedra angular de mi desarrollo profesional. Es una pena que siga habiendo personas que critiquen el PIR y traten de saltarse este eslabón fundamental de la formación en psicología clínica.

Ahora toca seguir trabajando. Y creciendo.