Como
seres humanos que somos (por lo menos algunos…), los psicólogos
clínicos también nos estresamos, cansamos y sufrimos. En no pocas
ocasiones ese malestar viene generado, en parte o totalmente, por
nuestro trabajo. No nos engañemos, aunque a la mayoría nos apasione
esta profesión y nos proporcione muchas satisfacciones (esos
momentos impagables en los que ves a la gente recuperarse, cambiar,
obtener sus objetivos, superar sus dificultades, etc.), también nos
da quebraderos de cabeza. No importa lo duro que tengamos el cráneo, también
se puede lesionar seriamente o llegar incluso a la ruptura.
Es
sabido que las profesiones de ayuda, en la que se está en contacto
con personas que sufren de una u otra manera, acarrean consigo el
riesgo de quemarse, del famoso burnout
(o desgaste profesional,
caracterizado por cansancio emocional, apatía o indiferencia hacia
los demás y sentimientos de
ineficacia o baja realización personal) o la fatiga por
compasión. No es de extrañar,
en el caso de los clínicos estamos continuamente en contacto con el
sufrimiento humano, escuchando historias llenas de dolor, traumas,
violencia, desesperanza… Y aunque con la experiencia y una
formación adecuada terminas desarrollando la capacidad para lidiar
con todo ello, siempre hay situaciones que te tocan, te afectan y
hacen que te las lleves contigo a casa, quieras o no. Porque una
característica bastante importante para ser un especialista eficaz
es tener un interés sincero a lo que le pasa a las personas a las
que prestas tus servicios. Encontrar un equilibrio entre ese
preocuparte por el otro, pero sin sobre-implicarte, se hace a veces
difícil; pero es necesario.
Algunos
factores causan con mayor probabilidad síntomas de cansancio
emocional o estrés. Por ejemplo, una agenda sobrecargada, poco
tiempo para dedicar a la personas (en comparación con el que podrían
necesitar), escasez de
recursos (¡a ver si las administraciones y gerencias toman nota de
esto último!) o estar
atendiendo a personas con elevado riesgo de suicidio. Los estudios
muestran que esto último es uno de los factores que más queman a
los psicólogos: se siente una gran impotencia cuando las
posibilidades de que una persona termine con su vida son altas. Y más
cuando llega a hacerlo. Por suerte, yo todavía no he tenido que
lidiar con esto último, aunque es algo prácticamente inevitable.
Desafortunadamente, en este trabajo, la probabilidad de trabajar con
alguien que termine suicidándose es tan grande, que cabe esperar que
a todos nos pase en algún momento. Y no lo podemos evitar.
No
podemos evitar el sufrimiento, el malestar, las situaciones
traumáticas y muchas otras circunstancias y emociones difíciles. Por
ese motivo es tan importante que aprendamos a cuidarnos. Somos el
instrumento mediante el que se vehiculizan nuestros conocimientos y
competencias técnicas; y si un instrumento de este tipo no está
bien calibrado o en condiciones, existe el riesgo de influir
negativamente en el desarrollo de la terapia, perjudicando a las
personas a las que queremos ayudar. Cuanto
más quemado estás, peor es tu desempeño profesional.
Quizás
el primer paso para afrontar todo esto es normalizar el hecho de sentirnos quemados. Una
revisión del año pasado indicó que la mitad de los psicoterapeutas
encuestados afirmaban sufrir burnout en niveles entre moderados y
altos. Tanto factores personales como profesionales influyen en
nuestro nivel de bienestar. Por ejemplo, según el citado estudio de Simionato y Simpson, un riesgo mayor de burnout está asociado a la
edad (cuanto más joven, mayor el riesgo), a la experiencia (mayor
riesgo cuando la experiencia es menor) y a sobre-implicarse en los
problemas de los pacientes. Otros
aspectos problemáticos son algunas características de personalidad como elevado neuroticismo, rigidez y perfeccionismo
excesivos, egocentrismo o competitividad, entre otras. Sin embargo,
estas características simplemente aumentan la probabilidad de
sentirse emocionalmente agotado, pero todos somos vulnerables al
estrés ocupacional.
Además del descenso en nuestro
rendimiento, otras posibles consecuencias de sentirnos quemados
pueden ser las siguientes: depresión, aislamiento social y laboral,
insatisfacción con el trabajo, suicidio, adicciones, violaciones del
código ético, cinismo, desilusión… La lista es larga. Se han
detectado algunas señales que alertan de que uno se encuentra en un estado de este tipo, como pueden ser ansiedad, dificultades de
concentración, reducción del contacto con compañeros, cometer
errores clínicos con mayor frecuencia o incluso pensamientos
suicidas. Por lo tanto, la presencia de estos y otros síntomas deben
servirnos como indicativos de que algo no marcha bien en nosotros. Es
el momento de sentarse a reflexionar sobre ello y busca la mejor
manera de solucionarlo.
La clave para afrontar todo lo
anterior es el auto-cuidado del profesional. Aquí también es
aplicable aquello de “más vale prevenir que curar”.
Sabiendo que la mitad de los clínicos se ven afectados por estas
cuestiones, es sensato tener una especie de plan que nos permita
hacer frente a las dificultades inherentes a la profesión. Esto es
especialmente importante en el caso de especialistas más jóvenes y
con menor experiencia, habida cuenta de lo que muestran los datos.
Aquí van algunas recomendaciones generales que nos pueden ayudar a
sobrevivir en el día a día de esta apasionante y desafiante
ocupación.
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Supervisión: ya sea con una persona más experta o con compañeros, estar en contacto con otros psicólogos y buscar consejo, orientación y apoyo es una buena manera de lidiar con el estrés.
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Organiza tu agenda para poder dedicar tiempo no solo al trabajo, si no también al descanso y al ocio. Si hace falta, “oblígate” a tener horas en las que no te permitas trabajar. Recuerdo que en cierto momento de la residencia tuve que ponerme a mi mismo un límite horario diario, de manera que dejase de leer, estudiar, etc., a partir de una hora fija. Sin duda aquello funcionó muy bien. Tómate unas vacaciones de vez en cuando.
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Práctica reflexiva: con la ayuda de un supervisor, reflexionar sobre sesiones que te han afectado especialmente y plantearte ciertas preguntas puede ser un valioso recurso del que merece la pena sacar provecho.
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Piensa en aquellas cosas que te hacen sentir bien y prográmalas si hace falta en tu calendario. No todas las estrategias funcionan con todo el mundo (al igual que no todas las técnicas en terapia son eficaces con todas las personas), por lo que es importante que descubras qué es en concreto lo que a ti más te sirve. Desarrolla tus propias estrategias de auto-cuidado.
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Aprende a decir que no: aquellos que nos esforzamos por dar nuestra mejor versión somos un poco cafres (a veces) y nos apuntamos a todo lo que surja: trabajo, formación, investigación, artículos, asociacionismo… Asumámoslo: no podemos con todo, no somos máquinas ni superhéroes. Está bien decir que no y aceptar nuestros límites. Y respetarlos ya ni te cuento.
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Cuídate física y psicológicamente: los hábitos de vida saludables nunca están de más. Ejercicio, ciclos de sueño-vigilia regulares, buena alimentación, cuidado de las relaciones cercanas…
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Terapia personal: si las cosas se tuercen tanto como para que no logres encontrar la manera de remontar por ti mismo, puedes plantearte consultar con un profesional. ¡No es nada de lo que avergonzarse! Al contrario, si lo necesitas, participar en tu propio proceso terapéutico es una manera de ayudar, indirectamente, a aquellos para los que trabajas. Recuerda: cuanto mejor estés tú, mejor estarán ellos.