jueves, 28 de julio de 2016

Terapia Integral de Pareja

Durante los últimos años los problemas de pareja se han convertido en una de las consultas más frecuentes en los centros de psicología. Este aumento de la demanda de ayuda conyugal viene de la mano de los cambios sociales ocurridos en nuestra sociedad al mismo tiempo. Si bien hasta hace relativamente poco se podía decir que no estaba “bien visto” que una persona fuera a ventilar este tipo de problemas íntimos con una persona ajena a la familia, en la actualidad el tabú se ha roto y cada vez son más las parejas que acuden a la consulta del psicólogo con la esperanza de encontrar una manera de recuperar una relación tan importante para ellos.

Si generalmente nos encontramos con dificultades para estudiar la eficacia de la psicoterapia individual, los problemas crecen cuando se trata de una terapia que incluye a dos o más personas. Por lo tanto, es más difícil encontrar estudios sobre tratamientos psicológicos validados específicamente centrados en las parejas. No obstante, existen manuales, tratados teóricos y artículos que proponen, desde diferentes orientaciones teóricas, pautas de intervención dirigidas a resolver este tipo de problemática. Y, en general, los meta-análisis muestran que la terapia psicológica eseficaz a la hora de tratar problemas de pareja. Tradicionalmente, muchos teóricos (que no prácticos) han señalado que la terapia de conducta de pareja es la terapia más eficaz para estos casos. A pesar de que algunas investigaciones muestran su efectividad, también es cierto que este enfoque presenta una serie de carencias y ha mostrado no funcionar en determinadas circunstancias. Para superar estos escollos, la terapia se ha seguido desarrollando, ampliando sus fundamentos iniciales y añadiendo nuevos factores que complementan la terapia de conducta, dando lugar a lo que hoy se conoce como Terapia Integral de Pareja (TIP).

La TIP forma parte de las denominadas terapias de tercera generación, de las que ya he hablado en alguna otra ocasión. Hace tiempo que tenía ganas de saber algo más sobre la TIP y por fin he podido hacerlo gracias a la publicación este año de un libro de Jorge Barraca, editado por Síntesis. La obra forma parte de un proyecto de la editorial relacionado con las terapias de tercera generación, dirigido por Marino Pérez.

Aunque no soy particularmente un defensor de la terapia de conducta, he de admitir que me he quedado muy satisfecho con este libro. Es breve, claro, directo y explica a la perfección en qué consiste la TIP. Por supuesto, para profundizar en el enfoque es necesario consultar los manuales originales (de los que no existe traducción al español actualmente), pero sin duda es una excelente exposición de los fundamentos de la terapia. Decía que no soy un acérrimo defensor de la terapia de conducta (tampoco detractor), pero es que estas terapias de tercera generación, por mucho que sus autores se empeñen a rotular de conductistas, incluyen muchos otros aspectos que ya se vienen teniendo en cuenta desde otras orientaciones teóricas (sistémicas y humanistas, principalmente) y que casi las convierte en enfoques eclécticos.



La TIP está pensada para ayudar a parejas estables y con cierto nivel de compromiso. Mientras que la terapia de conducta original se centraba en los intercambios conductuales entre los miembros de la pareja (refuerzos positivos y negativos), en el presente el foco se ha ampliado a otros aspectos mucho más importantes. De forma general, la TIP considera que los dificultades surgen cuando las diferencias entre los miembros de la díada, que estuvieron ahí desde el principio de la relación, empiezan a definirse como problemas o incompatibilidades con el paso del tiempo y se llega a la conclusión de que terminar con ellas o corregirlas es la única manera de que la pareja recupere su salud. Junto a este hecho, otras cuestiones importantes que pueden causar conflictos son las discusiones en torno a temas especialmente sensibles para cada persona, que se dejen de compartir determinadas cosas que antes se hacían en común o que la otra persona se asocie (por un proceso de condicionamiento) a sensaciones aversivas.

Jacobson y Christensen, desarrolladores de la TIP, señalan tres tipos de reacciones que se pueden convertir en problemáticas frente a las incompatibilidades de la pareja:

- coerción: administración de un estímulo aversivo al otro miembro de la pareja, hasta que ceda a los deseos del otro (por ejemplo, enfadarse, criticar, gritar... ).
- vilipendio: atribuir la causa de los problemas de pareja a una características del otro (“es un egoísta”, es una histérica”, “no le preocupan los sentimientos de los demás”).
- polarización: cada uno extrema aún más su postura inicial, encontrándose a la defensiva y dejando de proporcionar satisfacciones al otro.

Barraca resume sucintamente la formulación teórica de los problemas de pareja propuesta por la TIP de la siguiente manera: “los problemas de pareja podrían entenderse como producto de la reiteración de esfuerzos infructuosos que cada miembro lleva a cabo para afrontar las inevitables y naturales diferencias o desacuerdos y que afectan emocionalmente porque tocan algún tema sensible propio (vulnerabilidad). Los intentos de que el otro modifique su conducta para deshacer esas diferencias o desacuerdos topan con resistencia, lo que renueva los esfuerzos para cambiarlo, bien forzándolo directamente (coerción), bien a través de la crítica (vilipendio); a su vez, como estos nuevos esfuerzos levantan más resistencias, se intensifica el conflicto y cada uno se posiciona de forma más extrema (polarización). La solución que propondrá la TIP consiste en hacer consciente este proceso retroalimentado y que lleva al bloqueo (trampa mutua) y salir de él por otro camino: la aceptación”.

Con aceptación se hace referencia a uno de los dos procesos centrales de intervención desde la TIP. No se trata de resignación ni del concepto de aceptación empleado en la Terapia de Aceptación y Compromiso o en mindfulness. Tampoco es la meta de la terapia, si no un medio para alcanzar los objetivos, en conjunto con el otro proceso central: el de cambio. Ya no se procuran arreglar los problemas con el uso de reforzadores artificiales, como en la terapia de conducta tradicional, si no que se tienen en cuenta aquellas cosas que resultan útiles para cada pareja en particular y que forman parte de su contexto habitual. La TIP tampoco se focaliza en la modificación de conductas específicas, si no en aquellos temas conflictivos que se repiten en cada relación en particular.

Las estrategias de aceptación buscan que la pareja deje de luchar contra sus diferencias, que pueda abandonar una visión de las mismas como incompatibles y problemáticas y la lucha por cambiar al otro miembro, pudiendo empezar a valorar dichas disimilitudes como oportunidades para aumentar el compromiso y la intimidad de la díada. Se proponen tres tipos de intervenciones:

- unión empática: aprender a expresar el malestar sin acusar al otro, contextualizando sus conductas dentro de su historia personal.
- separación unificada: unir a la pareja frente al problema que los ocupa, poniéndolo fuera de ellos, de manera que se pueda analizar desde otra perspectiva.
- tolerancia: si no funcionan las intervenciones anteriores se propone que se tolere lo mejor posible la conducta de la otra persona.

Por su parte, las estrategias de cambio incluyen las intervenciones clásicas de la terapia de conducta de pareja: el intercambio conductual positivo y el entrenamiento en comunicación y solución de problemas.

El libro de Jorge Barraca incluye datos sobre la efectividad de la TIP, así como recomendaciones en el caso de situaciones específicas como la presencia de violencia doméstica, el abuso de alcohol y drogas, las infidelidades, etc.

La TIP es una terapia en la que no se propone seguir un manual de forma estricta y acrítica. Hace hincapié en la importancia de construir con cada pareja la evaluación de su propio problema, así como de diseñar la intervención de forma acorde con sus necesidades, teniendo en cuenta tanto sus características personales como su historia y su contexto actual. Una vez más, conviene recordar a los profesionales que la psicoterapia es mucho más que la mera aplicación de las técnicas inventariadas en un libro o que ceñirse al esquema “diagnóstico x tratamiento”.

martes, 26 de julio de 2016

La salud mental estigmatizada en los medios de comunicación (una vez más...)

Ha vuelto a suceder. Me temo que seguirá pasando durante unos cuaños años. El estigma asociado al tratamiento psicológico y psiquiátrico sigue vivo y coleando, especialmente en los medios de comunicación.

Hace unos pocos días, una persona provocó intencionadamente una explosión en un festival en Alemania, muriendo en el acto y causando varios heridos. Enseguida, aparecieron titulares como el siguiente:




Uno se pregunta hasta qué punto es relevante la información encajada en esa frase: “en tratamiento psiquiátrico”. ¿Te imaginas una noticia en la que se indique que el protagonista estaba “en tratamiento por diabetes” o “con problemas cardíacos”? ¿Recuerdas alguna vez haber leído algo así cuando la noticia tiene que ver con algún crimen? Parece como si el hecho de estar en tratamiento psiquiátrico o psicológico o estar diagnosticado de un trastorno mental explicara parte o la totalidad de la sucedido y esto es muy peligroso.

Desde hace tiempo conocemos la existencia de un sesgo cognitivo denominado correlación ilusoria, que consiste en sobrevalorar el grado en que dos características suelen ir asociadas. Por ejemplo, asociar enfermedad mental con violencia o peligrosidad. Todavía hoy muchas personas que creen que las personas que padecen problemas psicopatológicos (especialmente en el caso de las psicosis) son más peligrosas que las supuestamente “sanas”. No es infrecuente oirlo o leerlo. La influencia de los medios de comunicación de masas es poderosa e innegable. No creo que, generalmente, exista una mala intención detrás de titulares que resaltan cosas como que “el asesino estaba diagnosticado de esquizofrenia” o “sufría depresión desde hace años”, si no una falta de información y un desconocimiento de la temática enorme.

Lo cierto es que, nos guste o no, la mayoría de los delitos y crímenes violentes son cometidos por personas sin trastorno mental alguno. Antonio Andrés Pueyo, catedrático de Psicología de la Universaidad de Barcelona señala queentre todos los delincuentes condenados por delitos violentos -homicidios,delitos de lesiones, agresiones sexuales, etcétera- un 5% están afectados por una enfermedad mental grave. Este porcentaje puede aumentar hasta un 40% si consideramos otras alteraciones menos severas. Solamente entre un 9 y un 10% de los enfermos mentales graves (depresión, psicosis, toxicomanías, etcétera) realizan conductas violentas y si se trata de los delitos violentos más graves esta prevalencia disminuye al 3-4%”. Más aún, cuando los delitos son perpetuados por personas diagnosticadas con algún trastorno mental, aquellos solo están relacionados con los síntomas psiquiátricos en un 7,5% de los casos, según los datos publicados por la Asociación Americana de Psicología.

Violencia y psicopatología no son sinónimos. Estar “loco” no significa ser más peligroso que los “cuerdos”. Las personas con problemas de salud mental son todas diferentes, únicas y tienen características propias que nada tienen que ver con la etiqueta diagnóstica. Por lo tanto, habrá personas en tratamiento psicológico que cometan delitos y crímenes violentos, pero no por causa de su problemática psicológica, si no por características idiosincrásicas, históricas, sociales y contextuales que pueden explicar mucho mejor lo sucedido.

El caso del refugiado sirio mencionado anteriormente es más grave, si cabe. Llama la atención que se destaque el hecho de estar a tratamiento psiquiátrico y no otras circunstancias que explican mucho mejor lo sucedido: el problema del terrorismo, la guerra, la migración, el rascismo, la situación social y económica mundial... Y podemos pensar en muchas otras circunstancias, pero quizás suena mejor destacar los problemas psicológicos. O vayamos más allá, a otro nivel más alto. ¿Y si usamos los problemas de salud mental para desviar la atención acerca de los verdaderos problemas de la gente? ¿Qué tal si convertimos las protestas, el malestar, el incoformismo o incluso la rebeldía en condiciones biológicas, en enfermedades del cerebro que explican el comportamiento de la gente y que no tienen solución? ¿Y si usamos eso como excusa y no solucionamos los problemas sociales? Así, en eso que llaman salud "biopsicosocial" nos olvidamos del psico y del social y nos quedamos con el bio-bio-bio, en una suerte de canto de pájaro lúgubre para todas aquellas personas estigmatizadas por causa de su diagnóstico.

Los medios de comunicación, las administraciones y los profesionales de la salud tenemos el deber de terminar de una vez por todas con el estigma asociado a los problemas de salud mental. Hemos avanzado en algunos aspectos, pero todavía nos queda mucho camino por recorrer.

viernes, 22 de julio de 2016

Resiliencia

El concepto de resiliencia proviene del campo de la ingeniería, donde hace referencia a la capacidad de un material para recuperarse después de haber sido deformado por algún tipo de presión. Esta idea se hizo popular en psicología a raíz de los trabajos de BorisCyrulnik, especialmente reflejada en una influyente obra titulada, con bastante atino, “Los patitos feos”. En nuestro campo podemos definir la resiliencia como “la capacidad de una persona para recobrarse de la adversidad fortalecida y dueña de mayores recursos. Se trata de un proceso activo de resistencia, autocorrección y crecimiento como respuesta a las crisis y desafíos de la vida” (Froma Walsh, en Resiliencia Familiar).

De forma muy resumida, el concepto de resiliencia aplicado a la psicología tiene que ver con el estudio de aquellas personas que, a pesar de haber vivido situaciones verdaderamente difíciles o haberse criado en ambientes desfavorecidos y conflictivos logra salir adelante y llevar una vida más o menos plena, sin mostrar ningún trastorno grave o conductas perjudiciales.

Este término se ha popularizado y extendido ampliamente, llevando en ocasiones a interpretaciones erróneas sobre su verdadero significado. A veces se transmite la idea de que la resiliencia es una especia de característica innata de una persona, algo con lo que se nace y que es exclusivo de quien lo muestra. Sin embargo, en el trabajo original de Cyrulnik se insiste en un hecho fundamental: aquellas personas que mostraron una capacidad de sobreponerse inusual siempre habían contado con una persona que en algún momento de su vida había ejercido una influencia beneficiosa. Esta persona podía ser un familiar, una maestra, una amiga... Lo importante es que en la relación con esa persona se formaba un apego seguro, un vínculo de confianza y seguridad, donde el apoyo a los propios recursos de la persona permitía su desarrollo. Por lo tanto, para que una persona sea resiliente parece imprescindible haber contado con una relación importante con otro ser humano. De hecho, Cyrulnik extrae este concepto de los escritos de Bowlby, el autor de la teoría del apego, una teoría que, en líneas generales, subraya la importancia de los vínculos entre los niños y sus cuidadores como principal factor de salud mental en las personas.

Otro aspecto a tener en cuenta lo señala Walsh en el libro anteriormente citado: “los investigadores han comprobado que la resiliencia se forja, no a pesar de la adversidad, sino a causa de esta: las crisis y penurias de la vida sacan a relucir lo mejor que hay en nosotros cuando hacemos frente a tales desafíos”. Es decir, aunque puede haber una parte innata en la capacidad de afrontar las crisis, es precisamente el hecho de tener que enfrentarse a ellas lo que termina convirtiendo a una persona en resiliente. Y volviendo a la importancia de las relaciones de apego, Walsh recalca que “estudios realizados en todo el mundo sobre los niños abatidos por el infortunio han encontrado que la mayor influencia positiva es una relación estrecha de afecto con un adulto significativo que crea en ellos y con el cual ellos pueden identificarse, que los defienda y de quien puedan recibir señales de aliento para superar sus penurias”.

Algunos autores han propuesto determinadas características de las personas especialmente resilientes, tales como el reconocimiento y desarrollo de las propias capacidades, tener una amplia variedad de intereses, el sentido del humor, tolerancia al sufrimiento, la creencia en que uno tiene influencia en lo que sucede a su alrededor, apoyo social... Muchas de estas características pueden ser desarrolladas y fortalecidas.



En la obra de Walsh sobre resiliencia familiar se proponen algunas estrategias para fortalecer la capacidad de las familias para superar crisis y dificultades varias. Es un enfoque basado en las fortalezas más que en los supuestos déficits. Como ella misma señala, “los contactos que establecí a raíz de mis investigaciones con familias de toda índole me enseñaron que las familias corrientes dudan de su propia normalidad debido a que los medios de comunicación las bombardean con noticias sobre familias que fracasan, y no se sienten seguras para enfrentar los desafíos sin precedentes impuestos por nuestra época”. Los psicólogos tenemos algo de culpa en esto. Una parte considerable de la psicología clínica y la psiquiatra se ha centrado en estudiar los problemas de salud mental, la psicopatología, lo supuestamente anormal o deficitario, llegando al extremo de patologizar hasta las cosas más normales (llorar la muerte de un ser querido, estar triste cuando se terminan las vacaciones, tener ansiedad al hablar en público o rascarse mucho, por ejemplo). Esta propuesta basada en el fortalecimiento de la resiliencia sigue a otros modelos que se centran en las capacidades, recursos y puntos fuertes de los individuos (o de las familias, en este caso), un punto de vista que resulta mucho más sano y terapéutico. No se trata ya de corregir algo que se hace “mal” (o que es “patológico”), si no de dar más presencia a las propias soluciones de la familia para solucionar los problemas que deben afrontar.

Una vez más, se demuestra que para tener una buena salud mental es fundamental la interacción y experiencias que tenemos con otras personas, que los síntomas, problemas o trastornos no surgen de la nada en una persona aislada del mundo, si no que el apego, el vínculo, la manera en que tratamos a los demás y cómo nos tratan a nosotros tiene un peso fundamental en el desarrollo de nuestra personalidad, capacidades y fortalezas.

martes, 19 de julio de 2016

Sobre los "trastornos mentales".

Uno de los temas que más polémica suscitan en psicología clínica es el del origen de los trastornos mentales. ¿Existen como entidades psicológicas y físicas independientes o son construcciones sociales? Si existen, ¿tiene un origen fisiológico, biológico o genético? Las anteriores preguntas tienen diferentes respuestas, según la postura que adopte el profesional consultado. En ocasiones, dichas respuestas son totalmente antagónicas o incompatibles. Independientemente de todo ello, lo cierto es que la manera que tenemos de concebir los trastornos mentales puede afectar al desarrollo y remisión de los mismos.

El estudio de los trastornos psicológicos va ligado al de la psicopatología, esto es, aquellos fenómenos psíquicos y somáticos considerados “anormales” y que suelen ir acompañados de malestar o dificultades de adaptación a diversos contextos y situaciones por parte de aquellas personas que los protagonizan. La psicopatología incluye alteraciones del humor o estado de ánimo (depresión, manía...), de la atención (dificultades graves de concentración...), la memoria (amnesia...), la percepción (alucinaciones...) o el pensamiento (delirios, por ejemplo), entre otras. En las sociedades primitivas, lo que hace años llamaríamos locura se entendía como el efecto causado por espíritus o similares. Esta visión de la psicopatología se mantuvo durante bastantes siglos (y aún está presente en determinadas culturas de hoy en día), adaptándose de alguna manera al contexto cultural (de la posesión por parte de espíritus pasamos a la influencia del demonio en el mundo cristiano). A finales del siglo XIX y principios del XX, se comienza a hablar de los problemas psicológicos como trastornos prácticamente análogos a las enfermedades físicas, de forma paralela al interés por encontrar las bases a los mismos.

A partir de ese momento, no tardan en aparecer las primeras clasificaciones psiquiátricas, siendo las más conocidas y relevantes las diferentes versiones del DSM (Manual Diagnóstico yEstadístico de los trastornos mentales) y de la CIE (ClasificaciónInternacional de Enfermedades). Tanto DSM como CIE han ido evolucionando a lo largo de los tiempos y dicha evolución ha llevado consigo un aumento impresionante del número de trastornos mentales incluidos en ellos, con poco más de medio siglo desde que se publicaran las primeras versiones. Hemos llegado al punto de que una multitud de circunstancias personales que anteriormente se consideraban normales (aunque molestas) hoy han adquirido el estatus de “patológicas”.

Al mismo tiempo, desde hace unas décadas existe un interés creciente en encontrar una base física en el origen de estos trastornos, de manera que se terminen de equiparar a enfermedades como la diabetes o la cardiopatía. Se ha invertido una cantidad considerable de dinero en investigar las hipotéticas causas de las supuestas “enfermedades mentales”: ¿existen lesiones específicas en el cerebro de aquellas personas diagnosticadas de esquizofrenia? ¿Están determinados neurotransmisores alterados en la depresión? ¿La ansiedad es hereditaria? ¿Ciertos genes tienen que ver el desarrollo del trastorno bipolar?

A pesar de todas las investigaciones llevadas a cabo, hoy en día solo tenemos clara una cosa con respecto al origen de los trastornos mentales, tal y como los entienden manuales como el DSM y la CIE: que nada está claro. Las pretendidas alteraciones estructurales de la esquizofrenia, el problema con la serotonina en la depresión, la deficiente regulación de los niveles de dopamina en la psicosis, la influencia de los genes en la hiperactividad... nada de esto se ha demostrado fehacientemente. Sin embargo, arrollados por la influencia del modelo médico, se ha introducido en ámbitos profesionales y no profesionales la idea (vestida de hecho objetivo) de que los trastornos mentales son una suerte de “enfermedades del cerebro” que nada o poco tienen que ver con las circunstancias personales, sociales y contextuales. Se da por sentado que la depresión ocurre por un fallo en nuestro organismo y que no tiene que ver con las cosas que nos pasan. Y todo esto, repito, sin pruebas irrefutables que demuestren esas afirmaciones.

Los trastornos mentales no son entidades que estaban en la naturaleza esperando a ser descubiertas por el hombre. ¿Acaso algún investigador encontró una tablilla ancestral en la que estuviera escrito que el trastorno de ansiedad generalizada se caracteriza por determinados síntomas? No, hasta donde yo sé. Los criterios para considerar la existencia de un trastorno son consensuados por una serie de personas que se reúnen para tal fin. Por supuesto, no lo hacen al azar y sin ningún sentido. Se basa en determinados datos. Pero no deja de ser eso, un consenso, con toda la parte de subjetividad que ello conlleva.



Esta manera de ver los problemas de salud mental ignora por completo la importancia del contexto: las vivencias personales, relaciones con otras personas, problemas sociales y familiares, circunstancias ambientales, etc., cuya influencia sobre nuestra mente es innegable. ¿Acaso no nos sentimos tristes cuando se muere alguien a quien queremos? ¿No notamos sensaciones físicas desagradables cuando estamos ansiosos? ¿No dormimos mal cuando algo nos preocupa mucho? Son reacciones completamente normales de nuestra mente y de nuestro cuerpo. Sin embargo, un día un grupo de expertos se reúne y decide que si uno tiene, a la vez, un número determinado de esas sensaciones o reacciones (síntomas, según el modelo médico) o que si dichos factores se mantienen en el tiempo durante más de X meses seguidos, lo que nos pasa es que tenemos una “enfermedad”, por lo que tendremos que ir a la consulta del especialista a que la trate (a ella, no a nosotros).

Las implicaciones de un enfoque semejante pueden ser desastrosas. Se patologizan circunstancias normales de la vida, como la tristeza o la ansiedad. Se acude a servicios en los que el profesional no ve frente a si a una persona, si no a un manojo de síntomas o de neurotransmisores disregulados. Peor aún, el hecho de que nos hagan creer que lo que nos pasa es causado por una condición médica nos despoja de nuestra responsabilidad y capacidad para afrontar nuestro problema por nosotros mismos, por medio de pensamientos automáticos como el siguiente: “lo que me pasa es una enfermedad, yo no puedo hacer nada para solucionarlo... está en mis genes”.

Frente a un modelo médico que ve los problemas psicológicos como entidades diagnósticas existe una posición que tiene en cuenta el contexto en el que aparecen los problemas. Los “síntomas” dejar de ser tales para convertirse en respuestas y reacciones a nuestro ambiente, a lo que nos sucede, a nuestra manera de relacionarnos con otras personas y con el entorno. Este enfoque devuelve la capacidad de actuación a la persona que sufre, abriendo las posibilidades de resolver su problema, mediante cambios personales, interpersonales, ambientales o, ¿por qué no?, incluso sociales y políticos. Esta suele ser la visión que tiene un psicólogo clínico acerca del sufrimiento humano: frente a una comprensión reduccionista basada en lo somático, se propone un cambio de perspectiva que tenga en cuenta otros factores: ¿qué le pasa a esta persona? ¿En qué momentos? ¿En qué lugares? ¿Con quién? ¿Cuál es su ambiente? ¿Qué función cumple esta respuesta/reacción? ¿Qué puede hacer para conseguir un cambio acorde con sus necesidades?

Esta segunda postura no excluye la influencia de los factores físicos. Evidentemente, somos seres de carne y hueso y cada proceso psicológico tiene su reflejo en toda una serie de reacciones fisiológicas y biológicas. Así mismo, hay condiciones somáticas que pueden causar fenómenos psicológicos y conductuales anómalos, del mismo modo que lo hace la ingesta de drogas, medicamentos y otras sustancias. Esto también es importante tenerlo en cuenta. No obstante, aunque existe un gran número de sensaciones y fenómenos en nuestro organismo, tal número es limitado, por lo que resulta extraño pensar en la existencia de cientos de trastornos mentales diferenciados, como propone, por ejemplo, la última versión del DSM.

En cualquier caso, poner en duda la existencia de los trastornos mentales no significa negar el sufrimiento y los problemas humanos. Las personas se ven inmersas, muchas veces, en situaciones que les impiden adaptarse a sus circunstancias vitales y pueden requerir la ayuda de los servicios sanitarios, la cual merecen independientemente de cómo llamemos a su malestar, que no deja de ser una etiqueta. Estos nombres pueden tener utilidad para los profesionales a la hora de comunicarse entre si, pero poca información nos dan acerca de la persona a la que se aplican. Dejan de lado su idiosincrasia, sus características personales y sus puntos fuertes. A veces da la impresión de que las categorías diagnósticas se hacen para facilitar y simplificar el trabajo de los especialistas, pero en nada le facilita la vida a las personas con problemas. De hecho, muchas investigaciones muestran que es, cuanto menos, dudoso que la terapia psicológica basada en el diagnóstico del trastorno mental correspondiente sea útil.

Una lectura altamente recomendada sobre el tema es el libro “La invención de lostrastornos mentales” de Héctor González y Marino Pérez.




lunes, 11 de julio de 2016

¿Se puede hacer psicoterapia en la sanidad pública?

Empecemos de forma clara y concreta: la respuesta es SI. Que no se sorprenda el lector, el que escribe trabaja en el ámbito privado pero es un firme defensor de la sanidad pública. Como residente, pude conocer a fondo el sistema desde dentro, así como a un buen número de profesionales que lo integran. Y, en contra de lo que a veces se dice o se piensa, la calidad y el trabajo de la gran mayoría de estas personas está fuera de toda duda, bajo mi punto de vista. Los psicólogos clínicos de la sanidad pública está altamente formados y bien capacitados para ejercer sus funciones. Por supuesto, siempre hay excepciones, pero en el cómputo global diría que sale ganando el buen hacer.

Hace un par de semanas, junto con otra psicóloga clínica y amiga, dimos un seminario introductorio de psicoterapia a los nuevos residentes de salud mental (psicólogas, psiquiatras y enfermeras) y comenzamos hablando, precisamente, sobre el estado de la terapia psicológica en los servicios públicos. Para ello utilizamos una serie de mitos, creencias que podemos tener, cosas que nos pueden haber contado o que los residentes van a escuchar a lo largo de su formación, y algunos de los cuales reproduzco aquí de nuevo.



Mito 1: La psicoterapia no es eficaz (y, por tanto, no debe ser una prestación pública).

La psicoterapia está incluida en la cartera de servicios de la sanidad y su eficacia está más que probada, como ya expliqué en otra entrada.

Mito 2: No se puede hacer una psicoterapia en condiciones en los servicios públicos.

En este caso, más que un mito, podría tratarse de una verdad a medias. En los centros de salud mental, así como en otros dispositivos, el mayor problema radica en la falta de personal y en la excesiva demanda, lo que provoca que las agendas de las psicólogas clínicas estén llenas y el tiempo que puede pasar entre consulta y consulta para una misma persona sea mayor del aconsejable. Además, muchas veces el tiempo disponible para cada sesión es insuficiente. Hay casos que requieren una atención más frecuente y que no se benefician de estas circunstancias. Ahora bien, también tenemos buenas noticias. En muchas ocasiones se pueden obtener buenos resultados, a pesar de lo espaciado de las sesiones. Aquí pueden jugar un papel importante los residentes. Un PIR tiene la posibilidad de ver con más frecuencia a sus consultantes y en sesiones de mayor duración. Quizás alguna persona pueda pensar que una persona en formación no va a poder ayudarle tanto como un especialista con años de experiencia. Nada más lejos de la realidad. Hay investigaciones que indican que los años de experiencia o las horas de cursos no correlacionan con los resultados de la terapia. Es decir, que no por llevar más años trabajando o tener más horas de formación una persona es mejor terapeuta. Las residentes suelen empezar con mucha motivación y esforzarse mucho con cada caso, además de contar siempre con la supervisión de su tutor o tutora.

Las gerencias y direcciones de las administraciones tienen en su mano organizar los servicios de tal manera que las intervenciones basadas en la psicoterapia se puedan desarrollar de manera eficaz y eficiente. Por ejemplo, en algún hospital se han creado unidades específicas de psicoterapia. En el Servicio de Salud del Principado de Asturias (SESPA) se llevó hace unos pocos años una investigación sobre psicoterapia breve en centros de salud mental, con muy buenos resultados. Pueden verse los artículos publicados sobre este estudio aquí: parte I y parte II.

Mito 3: Hace falta un elevado número de consultas para que se observen mejorías.

La implicación de esta creencia es el gasto que supondría para el sistema público. Los datos demuestran que cada vez se obtienen mejores resultados con un número bastante reducido de sesiones. En el estudio anteriormente mencionado, Fernández y sus colaboradores encontraron que con 8 o menos sesiones habían mejorado el 50% de las personas. Según Kadera, Lambert y Andrews, entre el 30% y el 40% de las pacientes muestran cambios significativos en las tres primeras sesiones y el 50-60% mejora de forma importante entre la 4ª y 7ª sesión.

Mito 4: La gente busca una solución “fácil” y no quiere implicarse en su proceso de cambio.

Puesto que la eficacia de la psicoterapia reside, sobre todo, en los factores asociados con el consultante, es esperable que si este no hace esfuerzos por cambiar la terapia no obtenga buenos resultados. Por lo tanto, la psicoterapia no sería rentable para el sistema público. Sin embargo, la gente se implica más de lo que pensamos. En otro estudio realizado en el SESPA, sobre el análisis de la demanda, una de las preguntas que hacíamos a cada persona antes de acudir a la primera cita era hasta qué punto creía que el resultado de la terapia tenía que ver con lo que ella hiciera (locus decontrol interno). La inmensa mayoría dio la puntuación máxima (estaban totalmente convencidos de que su papel era imprescindible). La gente si está dispuesta a trabajar y a cambiar su situación. Los artículos sobre la investigación está aquí (I) y aquí (II).

Mito 5: Los profesionales de la pública están mal formados y desmotivados.

Como decía al principio, solo tengo palabras de elogio para la mayoría de psicólogos clínicos que conozco y que trabajan en la sanidad pública. Como ya expliqué en otro lugar, para trabajar como psicólogo en los servicios de salud mental es imprescindible tener la especialidad en psicología clínica, lo que garantiza haber hecho la formación PIR durante cuatro años. Hoy por hoy, es la mejor formación en psicología clínica que existe en España. Es mejorable, sin duda, pero también es excelente. Además, generalmente los psicólogos clínicos seguimos formándonos continuamente, ya sea con másteres, cursos, doctorado... En el ámbito privado, por desgracia, aunque la ley sanitaria es la misma, no existe un control tan estricto, lo que lleva a que muchas personas estén asumiendo competencias para las que no están preparados correctamente, con el riesgo que eso supone para la salud de la población: licenciadas o graduados en psicología sin la especialidad o el máster en psicología general sanitaria, coaches sin titulación sanitaria, autodenominadas “psicoterapeutas” sin un título oficial, etc.


La psicología clínica ofrecida en los servicios de salud mental de las administraciones autonómicas es un valor de excelente calidad. Sin embargo, quedan muchos aspectos por mejorar, como la dotación de profesionales, la discriminación que se observa (en algunos lugares) con respecto a la psicoterapia en beneficio de la psicofarmarcología, la falta de coordinación con otras especialidades (y dentro de la propia especialidad) y algunas otras cuestiones. Mientras no se solucionen estos problemas, seguiremos intentando desmontar estos y otros mitos que oscurecen la verdadera naturaleza de nuestra especialidad.

miércoles, 6 de julio de 2016

Reseña de libro: "The Great Psychotherapy Debate".

Hoy voy a comentar un poco acerca de este libro que acabo de terminar de leer, la segunda edición “The Great Psychotherapy Debate”, de Bruce E. Wampold y Zac E. Imel, publicado en 2015 (en Nueva York, claro; parece ser que aquí no nos interesa traducir este tipo de libros). Es una obra muy interesante que resume y explica un cantidad considerable de hallazgos científicos con respecto a la terapia psicológica. De hecho, Scott Miller dice en la contraportada del volumen: “es uno de los libros más importantes publicados sobre psicoterapia. Ya sea al principio, en la mitad o al final de la carrera de cada uno, es de obligada lectura”.

El libro compara dos modelos o formas de entender la psicoterapia. Por un lado, el Modelo Médico, que básicamente consiste en adoptar, por parte de la terapia psicológica, el método médico tradicional, sin apenas modificaciones. Frente a este modelo se encuentra el Modelo Contextual (del cual son partidarios los autores). El primero considera, a grandes rasgos, que para que una psicoterapia sea eficaz debe basarse en un tratamiento específico para un trastorno concreto (por ejemplo, la terapia cognitiva para tratar la depresión). Según este enfoque, las habilidades del terapeuta, los recursos del paciente o la alianza, por ejemplo, no sería factores importantes que determinen los resultados de la terapia. Por el contrario, el Modelo Contextual considera que los anteriores elementos (es decir, los factores comunes) son más importantes que la elección de uno u otro tratamiento. Pero no consideran que una psicoterapia basada en factores comunes sea suficiente para que resulte eficaz. Wampold e Imel proponen que es necesario que exista una explicación sobre el problema del cliente que tenga sentido para este y un ritual (la técnica o tratamiento específico) en el que la propio terapeuta tenga confianza (así como la consultante) en que servirá para lograr los objetivos consensuados.

A lo largo de las páginas de la obra se examina de forma crítica la evidencia científica y los métodos empleados para estudiar la eficacia de la psicoterapia. “Lo que constituye el conocimiento en un campo determinado depende, en parte, de la gente que dirige la investigación, crea las teorías e influye en la comunidad científica, particularmente en las ciencias sociales”. Como se dice en el último capítulo, “con el número de ensayos de psicoterapia y meta-análisis publicados cada año incrementándose de forma exponencial, hayy una parte de evidencia de que uno puede encontrar apoyo casi para cualquier punto de vista. Consecuentemente, y de alguna forma trágicamente, hoy tenemos algunos de los mismos debates sobre psicoterapia que ya tuvimos en el pasado”. Esta afirmación es bastante indicativa de uno de los problemas que tenemos (y me temo que seguiremos teniendo durante mucho tiempo) en psicología: el uso manipulado de los resultados de la investigación científica. Y que no se me entienda mal, no creo que la mayoría de las conclusiones a los que llegan algunos investigadores sean conscientemente manipuladas basadas en determinados intereses (aunque en algunos casos es así), si no que a veces factores como una deficiente formación en estadística y metodología, un mal diseño de los experimentos y el alto grado de ambigüedad de nuestra disciplina hace que los resultados se interpreten de forma distorsionada. Por ejemplo, se tiende a confundir el término “práctica basada en la evidencia” con el de “tratamientos empíricamente validados”. La práctica basada en la evidencia hace referencia a la integración de la evidencia disponible junto con la experiencia clínica y los valores del consultante, mientras que los tratamientos empíricamente validados son aquellas terapias manualizadas que han mostrado ser eficaces (por ejemplo, la terapia de exposición para tratar una fobia). Es decir, la práctica basada en la evidencia incluye el uso de tratamientos validados, pero no exclusivamente. También entran en juego la experiencia del clínico con problemas similares y las preferencias de la paciente con respecto al tipo de tratamiento que más encaje con sus necesidades, valores y cultura, entre otras cosas. Por lo tanto, la práctica basada en la evidencia no consiste únicamente en hacer un diagnóstico (por ejemplo, fobia a los aviones) y aplicar un tratamiento de eficacia demostrada (la exposición), si no que hay muchas otras cuestiones a tener en cuenta.



De hecho, como se demuestra en el libro, analizando la evidencia disponible en la literatura científica, no existen diferencias significativas entre los diferentes tipos de psicoterapia. Y, en cualquier caso, el tratamiento seleccionado para tratar un determinado problema, aún cuando muestre un tamaño de efecto grande, cómo mucho puede explicar el 14% de los resultados (es decir, cuando una persona mejora se puede decir que de las cosas que han ayudado a conseguirlo, el tratamiento específico solo ha influido en un 14%, debiéndose el 86% restante a otros factores, como los recursos del cliente o los factores comunes). Sin embargo, a pesar de la evidencia, algunas personas siguen insistiendo en que lo más importante es la Terapia X y que el resto de factores asociados con los resultados son variables extrañas que hay que controlar. Muy al contrario, en el libro se defiende la tesis de que cuestiones como el efecto placebo (o efecto de las expectativas) es importante de cara a conseguir mejores resultados. Las personas que tienen confianza en que un tratamiento les puede ayudar suelen obtener mayores beneficios al final del proceso. De la misma manera, que el terapeuta crea que el tratamiento que está aplicando va a resultar útil en un caso concreto puede aumentar la probabilidad de que el resultado sea exitoso.

A lo largo de los nueve capítulos del volumen se nos advierte de cuestiones importantes como la imposibilidad de hacer verdaderos de estudios de doble ciego en psicoterapia (es imposible que el terapeuta no sepa qué tipo de tratamiento está llevando a cabo), las deficiencias en algunos grupos de control con los que se comparan determinados tratamientos o cómo estos último se comparan con otras supuestas “terapias” que realmente no lo son (por ejemplo, consejo pastoral). Es interesante ver cómo no se confirman tampoco los supuestos en los que se basan algunas terapias (por ejemplo, que la terapia cognitiva produzca cambios a través de la modificación de esquemas negativas o ideas irracionales) o que algunas variantes de tratamientos en los que se eliminaba el supuesto componente específico considerado eficaz (por ejemplo, la exposición en el tratamiento del trastorno de estrés pos-traumático) lograban los mismos resultados que el tratamiento completo (esto quedó claramente ejemplificado cuando se mostró que el componente “activación conductual” de la terapia cognitiva era por si mismo terapéutico).

En definitiva, un libro muy completo y crítico, lleno de referencias y datos (por lo que puede resultar un poco pesado a veces, sobre todo teniendo en cuenta que está en inglés), que debe servir para que los profesionales que se dedican a la psicoterapia reflexionen sobre lo que están haciendo. A mi, personalmente, me gustaría que de una vez se terminase con el favoritismo de algunas terapias a las que se les asignado el estatus de científicas, frente a muchas otras que, demostrando ser eficaces, por algún oscuro motivo (y lo obtuso del pensamiento de algunas personas) se ningunea e incluso, en ocasiones, se tachan de pseudocientíficas, cuando no de “magufadas”. Nos quejamos de los intereses de la industria farmacéutica, pero poco se dice de los de la industria de la psicoterapia, que por cierto, también puede convertirse en todo un negocio (libros, conferencias, cursos...). Nos hace falta más autocrítica (mucha, mucha más).

Nuevamente, se llega en este libro a algunas conclusiones que ya se he mencionado varias veces en este blog y que están apoyadas por datos científicos:

  • La psicoterapia es eficaz.

  • Todas las psicoterapias bona fide son eficaces y no existen diferencias significativas entre ellas.

  • La psicoterapia es algo más que el Tratamiento X. De hecho, el tratamiento concreto solo tiene que ver con el 14% de los resultados (y eso como mucho). A pesar de ello, es importante disponer de dichos tratamientos y comprobar su utilidad.

  • La capacidad de crear una relación de colaboración entre la profesional y el consultante, con un acuerdo acerca de los objetivos y las tareas para alcanzarlos, una explicación plausible sobre el problema y la utilización de los recursos y capacidades del cliente son más importantes que cualquier técnica concreta.

sábado, 2 de julio de 2016

Esto NO es psicología.

Uno se indigna (y mucho) cuando ve y oye ciertas cosas relacionadas con la psicología que nos pueden dejar en mal lugar a los que nos dedicamos a esto, o por lo menos pueden contribuir a distorsionar, falsear e incluso desprestigiar nuestra disciplina. Por ejemplo, esta semana he tenido oportunidad de ver en la televisión la entrevista a un conocido psicólogo y escritor español cuyos libros de auto ayuda alcanzan un número considerable de ventas. He tenido un intenso debate interno acerca de si mencionar su nombre o no y al final me he decidido por no hacerlo. Al fin y al cabo no se trata de personalizar. Lo que me interesa refutar es el contenido de ciertas ideas que se transmiten por los medios y que poco favor hacen a la salud mental de la población, lo cual es todavía más sangrante cuando el comunicador es un profesional de la psicología.

A parte del contenido, que ahora analizaré, resulta bastante bochornoso ver la actitud del entrevistado: irrespetuoso hacia la presentadora, haciendo inferencias acerca de su vida totalmente fuera de lugar (incluida su vida sexual), con una postura altiva y prepotente, un tono burlón y lenguaje soez. Por momentos he llegado a pensar (y no fui el único) que el personaje en cuestión estaba intoxicado por algún tipo de droga. Independientemente de eso, un fuerte rasgo de narcisismo quedó en evidencia.

El comienzo no puede ser peor: hablando de adversidades, compara “pisar una caca de perro” con “tener un accidente de coche” o “un cáncer”, y define a las personas que afrontan esas situaciones con una actitud positiva como “fuertes”, mientras que llama “débiles” y “enfermas” a quienes no lo hacen. Esto recuerda al extendido asunto de la denominada “psicología positiva” que, mal entendida, acaba proponiendo algo así como que uno tiene que hacer frente a los problemas con una sonrisa y ver el lado bueno de las cosas. Incluso algunos llegan al extremo de sugerir que si piensas que las cosas van a ir bien, acaba siendo así. De esta manera se extienda la creencia de que, efectivamente, si sufres y lloras ante la adversidad es porque tienes un problema o eres débil. Nada más lejos de la realidad. La psicología no defiende esta postura, ni mucho menos. Al contrario, esta incesante venta de la felicidad en los anuncios y algunos libros de auto ayuda patologiza el sufrimiento humano, normal e incluso adaptativo, por otro lado. No se me ocurre nada menos terapéutico que decirle a una persona diagnosticada de cáncer que no tiene porque estar triste. No, te está pasando algo muy duro y estás en tu derecho a deprimirte o cabrearte. Son emocionales universales y humanas. No es un símbolo de debilidad ni de la presencia de un trastorno mental.

El señor al que hago referencia tiene toda la desfachatez de decir que las personas que no afrontan con ánimo alegre los problemas “tienen una enfermedad que yo llamo terribilitis...”. Lo primero, insisto, no es ninguna enfermedad. Lo segundo, que el término terribilitis es de Albert Ellis, un conocido autor de terapia cognitiva que ya utilizaba esta palabra hace varias décadas. De nuevo nos vemos ante el problema de aquellos profesionales que no entienden bien un modelo. La terapia cognitiva de Ellis propone que el sufrimiento humano tiene que ver con lo que llama “ideas irracionales”, que básicamente son creencias que tenemos acerca de nosotros mismos, nuestro bienestar y el mundo que no resultan adaptativas. Generalmente se expresan en frases o pensamientos del tipo “yo debería” o “yo tengo que”, de forma extrema e inflexible. Pero Ellis no decía que uno tuviera que estar siempre alegre bajo cualquier situación. La tristeza y la ira, por ejemplo, pueden ser emociones válidas si son vividas de forma flexible y adecuada. Por lo tanto, tampoco la terapia cognitiva consiste en que las personas seamos felices a toda costa. 
  
psicologia positiva
Nadie ha necesitado un empleo nunca... En España, yo no conozco a nadie que tenga peligro de morirse de hambre”. Ciertamente, estas declaraciones se salen del campo de la psicología. La cuestión es que quien las dice es un psicólogo que sale en los medios y vende muchos libros, por lo que es esperable que la gente que lo ve y lo escucha pueda inferir que este tipo de ideas son las que defendemos el resto de profesionales del gremio. Una vez más, esto resulta un verdadero disparate y muestra una falta de empatía bastante alarmante hacia la gente que sufre por causa del desempleo y la pobreza.

Tengo el gabinete de psicología más importante de España, publico los libros más vendidos de España...”. Lo dicho sobre el narcisismo queda patente en frases como estas. “Yo podría vivir perfectamente en el albergue público de mi ciudad, como un pobre total y sería superfeliz igual”. Repito (porque la frase no merece mayores comentarios): esto no es psicología.

El amor sentimental es nocivo”. Otra inexactitud. El amor, en el sentido de relaciones de apego (ya sea amistad, familiar, de pareja) es una necesidad básica humana. No hablamos, por supuesto, del amor idealizado de las películas de Holywood. Hay suficiente evidencia, basada en estudios, que demuestra que el apoyo social correlaciona con la salud (física y psicológica) de las personas. Y en psicología clínica, la calidad (no tanto la cantidad) del apoyo social de las personas que acuden a consulta suele ser un factor predictor del éxito de la terapia.

Lo nocivo, entonces, es que una persona que se presenta como psicólogo diga toda esta sarta de patrañas sin que se le caiga la cara de vergüenza. Por supuesto, todo el mundo es libre de expresar sus opiniones, aquí no se discute eso. Lo problemático es cuando se hace desde la posición que uno ostenta en base a su titulación o profesión, dando a entender que lo que dice no son simple opiniones, si no verdades científicas. Lo problemático es hacer creer a la gente que el desánimo, la tristeza, la ansiedad, el miedo o la incertidumbre es una anomalía, una patología, causada por ellos mismos por “pensar de manera incorrecta”. Estas ideas, más que ayudar, dificulta la vida a las personas. Más de uno adopta la infundada creencia de que uno tiene que ser feliz porque es lo “normal” y se de repente se encuentra triste porque se ha quedado sin trabajo, le han diagnosticado una enfermedad grave o se ha muerto su hermana acaba culpándose y criticándose a si mismo por tener esos sentimientos que el psicólogo de turno ha dicho que son signos de debilidad y enfermedad.

Desde luego que hay personas que pueden afrontar la adversidad de manera aparentemente tranquila y positiva. Eso está bien, cuando uno tiene esa capacidad. Pero también está bien asumir el sufrimiento. Cada uno tenemos nuestra manera de ser y afrontar las crisis de la vida. Creer que las emociones negativas son algo fuera de lo normal contribuye a crear problemas donde no los hay. La psicología clínica tiene que ver con diferencia cuando el sufrimiento es comprensible y normal y cuando puede ser problemático o patológico. Cortar a todas las personas por el mismo patrón no es más que un indicio de que el observador tiene un serio problema a la hora de realizar su trabajo de forma competente.