miércoles, 17 de junio de 2020

Las guerras culturales de la psicoterapia.

Como es sabido, en psicología clínica existen diferentes teorías cuya finalidad es tratar de explicar lo que denominamos como “problemas de salud mental” (o “trastornos”, “problemas psicológicos”, “problemas de la conducta humana”, etc.). Normalmente, estas se basan en una serie de afirmaciones que tratan de ayudarnos a comprender lo que está sucediendo y lo que es necesario hacer para ayudar a las personas a conseguir los cambios necesarios. Funcionan como una especie de guía que nos permite interpretar y ordenar la información de la que disponemos sobre un caso en concreto, o como un mapa que nos orienta, nos indica en dónde se encuentra la persona y la dirección en la que tenemos que ir, así como cuáles serán los mejores medios para atravesar los territorios que nos corresponda transitar.

En terapia, el clínico que quiera hacer un buen trabajo debe tratar sus teorías como hipótesis: es decir, suposiciones sobre lo que sucede, basadas en los datos disponibles. Las hipótesis sirven de punto de partida de una investigación que las probará o descartará. Esto dependerá de los resultados que se vayan obteniendo, de la acumulación de nueva información, que podría ir a favor o en contra de la suposición inicial. Un investigador eficaz sabe cuando modificar o abandonar una hipótesis. El psicólogo clínico interesado en realizar una intervención rigurosa también debe ser consciente de sus teorías del cambio, las explicaciones en las que se basan, los indicios que las apoyan, etc. Trabajar sin un modelo en la cabeza puede implicar un tratamiento caótico y poco eficaz. La teoría, la formulación o conceptualización del caso, es necesaria. Y, al mismo tiempo, el profesional debe ser consciente de que se trata de eso, un modelo teórico, una hipótesis, por lo que deberá estar atento a la nueva información que vaya recopilando, evitando sesgos de confirmación (fijarse de manera selectiva en los datos que apoyan su hipótesis e ignorar los que la ponen en duda), y dispuesto a descartar sus suposiciones previas y sustituirlas por otras más ajustadas a lo observado.

A veces nos aferramos tanto a nuestros “modelos sagrados que perdemos de vista las necesidades de las personas a las que prestamos nuestros servicios, arriesgándonos a caer en el sesgo del lecho de Procusto: distorsionamos la información recopilada para hacer que el individuo se adapte a nuestra teoría (no importa si tenemos que cortarle un brazo o estirarle una pierna en exceso, metafóricamente) en lugar de adaptar el modelo a la persona. Las teorías tienen que estar al servicio del consultante y no al revés. Siempre.

Es frecuente observar en algunos contextos lo que John Norcross llama “las guerras culturales de la psicoterapia”, refiriéndose a la confrontación que se produce entre los defensores de unos y otros modelos teóricos, y que, en parte, resume muy bien la siguiente viñeta:



Es fácil ver afirmaciones peyorativas formuladas como “el conductismo es...” o “la sistémica es...”, etc, atribuyendo determinadas cualidades a las teorías . Y si dejamos de lado planteamientos poco serios, místicos, fraudulentos o directamente delirantes, creo que el problema no está en los modelos, si no en cómo los defienden algunos de los profesionales adscritos a los mismos. Las teorías no compiten entre si, lo hacen las personas. Sin considerarme conductista, por ejemplo, me incomoda leer ciertas críticas hacia este enfoque en si mismo (sus aportaciones a la terapia psicológica son muchas e innegables y, en mi opinión, los principios del aprendizaje deben estar presentes en el trabajo de cualquier clínico, independientemente de su teoría de referencia), cuando lo que me parece problemático son, más bien, las actitudes de unos pocos conductistas. Y aquí la palabra conductista se puede sustituir por “cognitivo”, “sistémico” o “humanista”. Yo mismo encuentro “rancio” lo que escriben algunos autores actuales asociados a mis modelos de referencia. El problema no reside en una teoría concreta.

Creo que el buen conductista/sistémico/humanista/etc no necesita recurrir a la descalificación a la hora de opinar sobre otros enfoques y las ideas de sus autores. Al contrario, el experto probablemente piense algo así como “bien, es cierto que esa terapia diferente a la mía puede funcionar; pero el cómo funciona se puede explicar de otra manera, según mi teoría”. Y, a partir de ahí, incluso establecer un diálogo productivo. No es algo nuevo, esto ya lo han hecho otras personas a lo largo de los años. Por ejemplo, un libro reciente y muy recomendable, “Mastering the clinical conversation”, propone la teoría de los marcos relacionales como explicación del funcionamiento de la psicoterapia desde diferentes enfoques. Yo no soy un experto en dicha teoría, pero se agradecen planteamientos de este tipo, respetuosos y centrados en los procesos de cambio y no en la marca registrada de la terapia. A mi me sirvió, por ejemplo, para darle un sentido a ciertas intervenciones de la psicoterapia centrada en soluciones y encontrar una hipótesis de cómo pueden producir el cambio.

Algunos de los psicólogos más vehementes tienden a tachar a los que siguen teorías diferentes a las suyas como “pseudocientíficos”, con cierta prepotencia. Pareciera que los otros son “menos científicos”, estafadores (que los hay) o ingenuos que no saben lo que hacen. Quizás es mi visión la que es ingenua, pero creo que la mayoría de profesionales trabajan desde un enfoque determinado porque están convencidos de que es el mejor posible. Por supuesto, eso no justifica malas prácticas ni es un canto a que cada uno haga lo que quiera. Simplemente, hay que considerar los diferentes factores que nos llevan a utilizar una metodología u otra, reciclarnos cuando sea necesario, “psicoeducarnos” si estamos equivocados, o a apartarnos de la práctica clínica si no tenemos remedio. Pero para eso no hace falta la mofa, el ataque, el desprecio. Entiendo que las intenciones de los críticos más duros son verdaderamente nobles: cuidar y proteger a las personas que acuden a consulta, para que no sean engañados y reciban el mejor servicio posible. Todos (o casi) tenemos eso en mente. Nadie se hace rico siendo psicólogo, así que debe haber otras motivaciones para dedicarse a esta profesión.

Es habitual mencionar la “práctica basada en la evidencia” para criticar otros modelos, lo cual nos lleva a situaciones paradójicas en no pocas ocasiones. La práctica basada en la evidencia está basada en un modelo médico de la psicología clínica en el que los problemas humanos se categorizan como trastornos o enfermedades para los que hay que elegir un tratamiento específico (como si de un fármaco se tratara). Adoptar el modelo médico a la psicología es un enfoque que ha recibido muchas críticas y muy justificadas. Por eso es curioso que algunos defensores de ciertos modelos digan que su tratamiento ha demostrado ser eficaz para tratar algo que su propia teoría niega (que existan los trastornos mentales tal y como se entienden en las clasificaciones diagnósticas al uso). Sin embargo, esta es una buena maniobra que da margen para criticar a otros planteamientos: “fíjate, mi terapia ha mostrado ser eficaz para tratar 23 trastornos diferentes y la tuya no”. O, si el modelo criticado goza de pruebas que apoyen su eficacia, siempre se puede recurrir a una de estas dos opciones: “esos estudios están llenos de sesgos” (muchos de los cuales son comunes a los estudios que apoyan su terapia) o “si, si, pero la teoría en la que se basa la terapia no está validada”.

Nos guste o no, la práctica basada en la evidencia en psicología ofrece un marco para valorar la utilidad de los procedimientos y técnicas empleados en psicoterapia. Nos indica qué cosas funcionan y bajo qué condiciones. Nos guían y permiten diseñar nuestras intervenciones para obtener los mejores resultados posibles (para ayudar a otras personas que sufren). Si un método concreto muestra ser eficaz, debemos considerar su uso seriamente, si procede con un caso determinado. Pero, ¿y si los supuestos en los que se basan no están “validados”? ¿Lo desechamos aunque muestre su funcionamiento? ¿O trabajamos para tratar de comprobar cuáles son los mecanismos que producen el cambio? Estos últimos, siguen siendo objeto de discusión y estudio; lo cierto es que todavía no hay acuerdo acerca de cómo funciona la terapia. ¿La dejamos de usar entonces? ¿Es toda la psicoterapia pseudocientífica? Más aún, que yo diga que mi terapia se basa en un modelo que ha sido validado en otros ámbitos (psicología básica, por ejemplo), no significa que efectivamente funcione por los procesos implicados en dicha teoría.

No, evidentemente no la psicoterapia no es una pseudociencia. Y la práctica basada en la evidencia, con sus limitaciones, si se toma de forma global y bien enfocada, nos ofrecen ciertas garantías (a profesionales y consultantes) muy valiosas.

Como dije antes, necesitamos una teoría para hacer bien nuestro trabajo. Y no una teoría propia, fruto de la inspiración o de un sueño revelador. Una teoría basada en información contrastable. El día en que la investigación demuestre, sin ninguna duda, que hay un único modelo teórico válido y un procedimiento inequívocamente superior a los demás, todos los clínicos interesados en el bienestar de la población lo adoptaremos. ¡Y qué alivio por fin tener semejante certeza! Mientras ese día no llegue, quizás nos convenga basarnos más en la experiencia que en nuestros mapas. “El mapa no es el territorio”, es una cita habitual de no recuerdo quién. Y a veces pasa que vas conduciendo y el GPS, que nunca te había fallado, te dice que gires a la derecha, a pesar de que tú ves que en ese lado solo hay un barranco. El que no está dispuesto a modificar su mapa y se ciñe a él de forma rígida corre el riesgo de tener un accidente.

Aquí es la persona que acude a consulta la que, en respuesta a nuestras intervenciones, nos va guiando. El mapa dice “hay que ir por aquí; este mapa está basado en conocimiento experto y miles de personas han recorrido este camino, el adecuado”; el consultante, tal vez señale otra dirección: “no, por ahí no es. Conozco otro camino que todavía no está en los mapas...”. O “no se puede pasar por aquí, pero... ¿y si construimos un puente?”. Claro, nosotros tendremos que ir valorando que no hay ningún obstáculo que desaconseje tomar esa ruta, tenemos nuestra responsabilidad en el proceso terapéutico. Las personas puede estar desorientadas...¡y los clínicos también!