martes, 19 de julio de 2016

Sobre los "trastornos mentales".

Uno de los temas que más polémica suscitan en psicología clínica es el del origen de los trastornos mentales. ¿Existen como entidades psicológicas y físicas independientes o son construcciones sociales? Si existen, ¿tiene un origen fisiológico, biológico o genético? Las anteriores preguntas tienen diferentes respuestas, según la postura que adopte el profesional consultado. En ocasiones, dichas respuestas son totalmente antagónicas o incompatibles. Independientemente de todo ello, lo cierto es que la manera que tenemos de concebir los trastornos mentales puede afectar al desarrollo y remisión de los mismos.

El estudio de los trastornos psicológicos va ligado al de la psicopatología, esto es, aquellos fenómenos psíquicos y somáticos considerados “anormales” y que suelen ir acompañados de malestar o dificultades de adaptación a diversos contextos y situaciones por parte de aquellas personas que los protagonizan. La psicopatología incluye alteraciones del humor o estado de ánimo (depresión, manía...), de la atención (dificultades graves de concentración...), la memoria (amnesia...), la percepción (alucinaciones...) o el pensamiento (delirios, por ejemplo), entre otras. En las sociedades primitivas, lo que hace años llamaríamos locura se entendía como el efecto causado por espíritus o similares. Esta visión de la psicopatología se mantuvo durante bastantes siglos (y aún está presente en determinadas culturas de hoy en día), adaptándose de alguna manera al contexto cultural (de la posesión por parte de espíritus pasamos a la influencia del demonio en el mundo cristiano). A finales del siglo XIX y principios del XX, se comienza a hablar de los problemas psicológicos como trastornos prácticamente análogos a las enfermedades físicas, de forma paralela al interés por encontrar las bases a los mismos.

A partir de ese momento, no tardan en aparecer las primeras clasificaciones psiquiátricas, siendo las más conocidas y relevantes las diferentes versiones del DSM (Manual Diagnóstico yEstadístico de los trastornos mentales) y de la CIE (ClasificaciónInternacional de Enfermedades). Tanto DSM como CIE han ido evolucionando a lo largo de los tiempos y dicha evolución ha llevado consigo un aumento impresionante del número de trastornos mentales incluidos en ellos, con poco más de medio siglo desde que se publicaran las primeras versiones. Hemos llegado al punto de que una multitud de circunstancias personales que anteriormente se consideraban normales (aunque molestas) hoy han adquirido el estatus de “patológicas”.

Al mismo tiempo, desde hace unas décadas existe un interés creciente en encontrar una base física en el origen de estos trastornos, de manera que se terminen de equiparar a enfermedades como la diabetes o la cardiopatía. Se ha invertido una cantidad considerable de dinero en investigar las hipotéticas causas de las supuestas “enfermedades mentales”: ¿existen lesiones específicas en el cerebro de aquellas personas diagnosticadas de esquizofrenia? ¿Están determinados neurotransmisores alterados en la depresión? ¿La ansiedad es hereditaria? ¿Ciertos genes tienen que ver el desarrollo del trastorno bipolar?

A pesar de todas las investigaciones llevadas a cabo, hoy en día solo tenemos clara una cosa con respecto al origen de los trastornos mentales, tal y como los entienden manuales como el DSM y la CIE: que nada está claro. Las pretendidas alteraciones estructurales de la esquizofrenia, el problema con la serotonina en la depresión, la deficiente regulación de los niveles de dopamina en la psicosis, la influencia de los genes en la hiperactividad... nada de esto se ha demostrado fehacientemente. Sin embargo, arrollados por la influencia del modelo médico, se ha introducido en ámbitos profesionales y no profesionales la idea (vestida de hecho objetivo) de que los trastornos mentales son una suerte de “enfermedades del cerebro” que nada o poco tienen que ver con las circunstancias personales, sociales y contextuales. Se da por sentado que la depresión ocurre por un fallo en nuestro organismo y que no tiene que ver con las cosas que nos pasan. Y todo esto, repito, sin pruebas irrefutables que demuestren esas afirmaciones.

Los trastornos mentales no son entidades que estaban en la naturaleza esperando a ser descubiertas por el hombre. ¿Acaso algún investigador encontró una tablilla ancestral en la que estuviera escrito que el trastorno de ansiedad generalizada se caracteriza por determinados síntomas? No, hasta donde yo sé. Los criterios para considerar la existencia de un trastorno son consensuados por una serie de personas que se reúnen para tal fin. Por supuesto, no lo hacen al azar y sin ningún sentido. Se basa en determinados datos. Pero no deja de ser eso, un consenso, con toda la parte de subjetividad que ello conlleva.



Esta manera de ver los problemas de salud mental ignora por completo la importancia del contexto: las vivencias personales, relaciones con otras personas, problemas sociales y familiares, circunstancias ambientales, etc., cuya influencia sobre nuestra mente es innegable. ¿Acaso no nos sentimos tristes cuando se muere alguien a quien queremos? ¿No notamos sensaciones físicas desagradables cuando estamos ansiosos? ¿No dormimos mal cuando algo nos preocupa mucho? Son reacciones completamente normales de nuestra mente y de nuestro cuerpo. Sin embargo, un día un grupo de expertos se reúne y decide que si uno tiene, a la vez, un número determinado de esas sensaciones o reacciones (síntomas, según el modelo médico) o que si dichos factores se mantienen en el tiempo durante más de X meses seguidos, lo que nos pasa es que tenemos una “enfermedad”, por lo que tendremos que ir a la consulta del especialista a que la trate (a ella, no a nosotros).

Las implicaciones de un enfoque semejante pueden ser desastrosas. Se patologizan circunstancias normales de la vida, como la tristeza o la ansiedad. Se acude a servicios en los que el profesional no ve frente a si a una persona, si no a un manojo de síntomas o de neurotransmisores disregulados. Peor aún, el hecho de que nos hagan creer que lo que nos pasa es causado por una condición médica nos despoja de nuestra responsabilidad y capacidad para afrontar nuestro problema por nosotros mismos, por medio de pensamientos automáticos como el siguiente: “lo que me pasa es una enfermedad, yo no puedo hacer nada para solucionarlo... está en mis genes”.

Frente a un modelo médico que ve los problemas psicológicos como entidades diagnósticas existe una posición que tiene en cuenta el contexto en el que aparecen los problemas. Los “síntomas” dejar de ser tales para convertirse en respuestas y reacciones a nuestro ambiente, a lo que nos sucede, a nuestra manera de relacionarnos con otras personas y con el entorno. Este enfoque devuelve la capacidad de actuación a la persona que sufre, abriendo las posibilidades de resolver su problema, mediante cambios personales, interpersonales, ambientales o, ¿por qué no?, incluso sociales y políticos. Esta suele ser la visión que tiene un psicólogo clínico acerca del sufrimiento humano: frente a una comprensión reduccionista basada en lo somático, se propone un cambio de perspectiva que tenga en cuenta otros factores: ¿qué le pasa a esta persona? ¿En qué momentos? ¿En qué lugares? ¿Con quién? ¿Cuál es su ambiente? ¿Qué función cumple esta respuesta/reacción? ¿Qué puede hacer para conseguir un cambio acorde con sus necesidades?

Esta segunda postura no excluye la influencia de los factores físicos. Evidentemente, somos seres de carne y hueso y cada proceso psicológico tiene su reflejo en toda una serie de reacciones fisiológicas y biológicas. Así mismo, hay condiciones somáticas que pueden causar fenómenos psicológicos y conductuales anómalos, del mismo modo que lo hace la ingesta de drogas, medicamentos y otras sustancias. Esto también es importante tenerlo en cuenta. No obstante, aunque existe un gran número de sensaciones y fenómenos en nuestro organismo, tal número es limitado, por lo que resulta extraño pensar en la existencia de cientos de trastornos mentales diferenciados, como propone, por ejemplo, la última versión del DSM.

En cualquier caso, poner en duda la existencia de los trastornos mentales no significa negar el sufrimiento y los problemas humanos. Las personas se ven inmersas, muchas veces, en situaciones que les impiden adaptarse a sus circunstancias vitales y pueden requerir la ayuda de los servicios sanitarios, la cual merecen independientemente de cómo llamemos a su malestar, que no deja de ser una etiqueta. Estos nombres pueden tener utilidad para los profesionales a la hora de comunicarse entre si, pero poca información nos dan acerca de la persona a la que se aplican. Dejan de lado su idiosincrasia, sus características personales y sus puntos fuertes. A veces da la impresión de que las categorías diagnósticas se hacen para facilitar y simplificar el trabajo de los especialistas, pero en nada le facilita la vida a las personas con problemas. De hecho, muchas investigaciones muestran que es, cuanto menos, dudoso que la terapia psicológica basada en el diagnóstico del trastorno mental correspondiente sea útil.

Una lectura altamente recomendada sobre el tema es el libro “La invención de lostrastornos mentales” de Héctor González y Marino Pérez.




No hay comentarios:

Publicar un comentario