Uno
de los temas que más polémica suscitan en psicología clínica es
el del origen de los trastornos mentales. ¿Existen como entidades
psicológicas y físicas independientes o son construcciones
sociales? Si existen, ¿tiene un origen fisiológico, biológico o
genético? Las anteriores preguntas tienen diferentes respuestas,
según la postura que adopte el profesional consultado. En ocasiones,
dichas respuestas son totalmente antagónicas o incompatibles.
Independientemente de todo ello, lo cierto es que la manera que
tenemos de concebir los trastornos mentales puede afectar al
desarrollo y remisión de los mismos.
El
estudio de los trastornos psicológicos va ligado al de la
psicopatología, esto es, aquellos fenómenos psíquicos y somáticos
considerados “anormales” y que suelen ir acompañados de malestar
o dificultades de adaptación a diversos contextos y situaciones por
parte de aquellas personas que los protagonizan. La psicopatología
incluye alteraciones del humor o estado de ánimo (depresión,
manía...), de la atención (dificultades graves de
concentración...), la memoria (amnesia...), la percepción
(alucinaciones...) o el pensamiento (delirios, por ejemplo), entre
otras. En las sociedades primitivas, lo que hace años llamaríamos
locura se entendía como el
efecto causado por espíritus o similares. Esta visión de la
psicopatología se mantuvo durante bastantes siglos (y aún está
presente en determinadas culturas de hoy en día), adaptándose de
alguna manera al contexto cultural (de la posesión por parte de
espíritus pasamos a la influencia del demonio en el mundo
cristiano). A finales del siglo XIX y principios del XX, se comienza
a hablar de los problemas psicológicos como trastornos prácticamente
análogos a las enfermedades físicas, de forma paralela al interés
por encontrar las bases a los mismos.
A
partir de ese momento, no tardan en aparecer las primeras
clasificaciones psiquiátricas, siendo las más conocidas y
relevantes las diferentes versiones del DSM (Manual Diagnóstico yEstadístico de los trastornos mentales) y de la CIE (ClasificaciónInternacional de Enfermedades). Tanto DSM como CIE han ido
evolucionando a lo largo de los tiempos y dicha evolución ha llevado
consigo un aumento impresionante del número de trastornos mentales
incluidos en ellos, con poco más de medio siglo desde que se publicaran las primeras versiones. Hemos llegado al
punto de que una multitud de circunstancias personales que
anteriormente se consideraban normales (aunque molestas) hoy han adquirido el estatus de “patológicas”.
Al
mismo tiempo, desde hace unas décadas existe un interés creciente
en encontrar una base física en el origen de estos trastornos, de
manera que se terminen de equiparar a enfermedades como la diabetes o la cardiopatía. Se ha invertido una cantidad considerable de dinero
en investigar las hipotéticas causas de las supuestas “enfermedades mentales”: ¿existen lesiones específicas en el
cerebro de aquellas personas diagnosticadas de esquizofrenia? ¿Están
determinados neurotransmisores alterados en la depresión? ¿La
ansiedad es hereditaria? ¿Ciertos genes tienen que ver el desarrollo
del trastorno bipolar?
A
pesar de todas las investigaciones llevadas a cabo, hoy en día solo
tenemos clara una cosa con respecto al origen de los trastornos
mentales, tal y como los entienden manuales como el DSM y la CIE: que
nada está claro.
Las pretendidas alteraciones estructurales de la esquizofrenia, el
problema con la serotonina en la depresión, la deficiente regulación
de los niveles de dopamina en la psicosis, la influencia de los genes
en la hiperactividad... nada de esto se ha demostrado
fehacientemente. Sin embargo, arrollados por la influencia del modelo
médico, se ha introducido en ámbitos profesionales y no
profesionales la idea (vestida de hecho objetivo) de que los
trastornos mentales son una suerte de “enfermedades del cerebro”
que nada o poco tienen que ver con las circunstancias personales,
sociales y contextuales. Se da por sentado que la
depresión ocurre por un fallo en nuestro organismo y que no tiene que
ver con las cosas que nos pasan. Y todo esto, repito, sin pruebas
irrefutables que demuestren esas afirmaciones.
Los
trastornos mentales no son entidades que estaban en la naturaleza
esperando a ser descubiertas por el hombre. ¿Acaso algún
investigador encontró una tablilla ancestral en la que estuviera
escrito que el trastorno de ansiedad generalizada se caracteriza por
determinados síntomas? No, hasta donde yo sé. Los criterios para
considerar la existencia de un trastorno son consensuados por una
serie de personas que se reúnen para tal fin. Por supuesto, no lo
hacen al azar y sin ningún sentido. Se basa en determinados datos.
Pero no deja de ser eso, un
consenso,
con toda la parte de subjetividad que ello conlleva.
Esta
manera de ver los problemas de salud mental ignora por completo la importancia del contexto: las vivencias personales, relaciones con
otras personas, problemas sociales y familiares, circunstancias
ambientales, etc., cuya influencia sobre nuestra mente es innegable.
¿Acaso no nos sentimos tristes cuando se muere alguien a quien
queremos? ¿No notamos sensaciones físicas desagradables cuando
estamos ansiosos? ¿No dormimos mal cuando algo nos preocupa mucho? Son reacciones completamente normales de nuestra mente y de nuestro
cuerpo. Sin embargo, un día un grupo de expertos se reúne y decide
que si uno tiene, a la vez, un número determinado de esas
sensaciones o reacciones (síntomas, según el modelo médico) o que
si dichos factores se mantienen en el tiempo durante más de X meses
seguidos, lo que nos pasa es que tenemos una “enfermedad”, por lo
que tendremos que ir a la consulta del especialista a que la trate (a
ella, no a nosotros).
Las
implicaciones de un enfoque semejante pueden ser desastrosas. Se
patologizan circunstancias normales de la vida, como la tristeza o la
ansiedad. Se acude a servicios en los que el profesional no ve frente
a si a una persona, si no a un manojo de síntomas o de
neurotransmisores disregulados. Peor aún, el hecho de que nos hagan
creer que lo que nos pasa es causado por una condición médica nos
despoja de nuestra responsabilidad y capacidad para afrontar nuestro
problema por nosotros mismos, por medio de pensamientos automáticos
como el siguiente: “lo que me pasa es una enfermedad, yo no puedo
hacer nada para solucionarlo... está en mis genes”.
Frente
a un modelo médico que ve los problemas psicológicos como entidades
diagnósticas existe una posición que tiene en cuenta el contexto en
el que aparecen los problemas. Los “síntomas” dejar de ser tales
para convertirse en respuestas y reacciones a nuestro ambiente, a lo
que nos sucede, a nuestra manera de relacionarnos con otras personas
y con el entorno. Este enfoque devuelve la capacidad de actuación a
la persona que sufre, abriendo las posibilidades de resolver su
problema, mediante cambios personales, interpersonales, ambientales
o, ¿por qué no?, incluso sociales y políticos. Esta suele ser la
visión que tiene un psicólogo clínico acerca del sufrimiento
humano: frente a una comprensión reduccionista basada en lo
somático, se propone un cambio de perspectiva que tenga en cuenta
otros factores: ¿qué le pasa a esta persona? ¿En qué momentos?
¿En qué lugares? ¿Con quién? ¿Cuál es su ambiente? ¿Qué
función cumple esta respuesta/reacción? ¿Qué puede hacer para
conseguir un cambio acorde con sus necesidades?
Esta
segunda postura no excluye la influencia de los factores físicos.
Evidentemente, somos seres de carne y hueso y cada proceso psicológico tiene
su reflejo en toda una serie de reacciones fisiológicas y biológicas.
Así mismo, hay condiciones somáticas que pueden causar fenómenos
psicológicos y conductuales anómalos, del mismo modo que lo hace la
ingesta de drogas, medicamentos y otras sustancias. Esto también es
importante tenerlo en cuenta. No obstante, aunque
existe un gran número de sensaciones y fenómenos en nuestro
organismo, tal número es limitado, por lo que resulta extraño
pensar en la existencia de cientos de trastornos mentales
diferenciados, como propone, por ejemplo, la última versión del DSM.
En
cualquier caso, poner en duda la existencia de los trastornos
mentales no significa negar el sufrimiento y los problemas humanos.
Las personas se ven inmersas, muchas veces, en situaciones que les
impiden adaptarse a sus circunstancias vitales y pueden requerir la
ayuda de los servicios sanitarios, la cual merecen
independientemente de cómo llamemos a su malestar, que no deja de
ser una etiqueta. Estos nombres pueden tener utilidad para los
profesionales a la hora de comunicarse entre si, pero poca
información nos dan acerca de la persona a la que se aplican. Dejan
de lado su idiosincrasia, sus características personales y sus
puntos fuertes. A veces da la impresión de que las categorías
diagnósticas se hacen para facilitar y simplificar el trabajo de los
especialistas, pero en nada le facilita la vida a las personas con
problemas. De hecho, muchas investigaciones muestran que es, cuanto
menos, dudoso que la terapia psicológica basada en el diagnóstico
del trastorno mental correspondiente sea útil.
Una lectura altamente recomendada sobre el
tema es el libro “La invención de lostrastornos mentales” de Héctor González y Marino Pérez.
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