El
concepto de resiliencia proviene del campo de la ingeniería, donde
hace referencia a la capacidad de un material para recuperarse
después de haber sido deformado por algún tipo de presión. Esta
idea se hizo popular en psicología a raíz de los trabajos de BorisCyrulnik, especialmente reflejada en una influyente obra titulada,
con bastante atino, “Los patitos feos”. En nuestro campo
podemos definir la resiliencia como “la capacidad de una persona
para recobrarse de la adversidad fortalecida y dueña de mayores
recursos. Se trata de un proceso activo de resistencia,
autocorrección y crecimiento como respuesta a las crisis y desafíos
de la vida” (Froma
Walsh, en Resiliencia Familiar).
De
forma muy resumida, el concepto de resiliencia aplicado a la
psicología tiene que ver con el estudio de aquellas personas que, a
pesar de haber vivido situaciones verdaderamente difíciles o haberse
criado en ambientes desfavorecidos y conflictivos logra salir
adelante y llevar una vida más o menos plena, sin mostrar ningún
trastorno grave o conductas perjudiciales.
Este
término se ha popularizado y extendido ampliamente, llevando en
ocasiones a interpretaciones erróneas sobre su verdadero
significado. A veces se transmite la idea de que la resiliencia
es una especia de característica innata de una persona, algo con lo
que se nace y que es exclusivo de quien lo muestra. Sin
embargo, en el trabajo original de Cyrulnik se insiste en un hecho
fundamental: aquellas personas que mostraron una capacidad de
sobreponerse inusual siempre habían contado con una persona que en
algún momento de su vida había ejercido una influencia beneficiosa.
Esta persona podía ser un familiar, una maestra, una amiga... Lo
importante es que en la relación con esa persona se formaba un apego
seguro, un vínculo de confianza y seguridad, donde el apoyo a los
propios recursos de la persona permitía su desarrollo.
Por lo tanto, para que una persona sea resiliente parece
imprescindible haber contado con una relación importante con otro
ser humano. De hecho, Cyrulnik extrae este concepto de los escritos
de Bowlby, el autor de la teoría del apego, una teoría que, en
líneas generales, subraya la importancia de los vínculos entre los
niños y sus cuidadores como principal factor de salud mental en las
personas.
Otro
aspecto a tener en cuenta lo señala Walsh en el libro anteriormente
citado: “los investigadores han comprobado que la
resiliencia se forja, no a pesar de la adversidad, sino a causa de
esta: las crisis y penurias de la vida sacan a relucir lo mejor que
hay en nosotros cuando hacemos frente a tales desafíos”.
Es decir, aunque puede haber una parte innata en la capacidad de
afrontar las crisis, es precisamente el hecho de tener que
enfrentarse a ellas lo que termina convirtiendo a una persona en
resiliente. Y volviendo a la importancia de las relaciones de apego,
Walsh recalca que “estudios realizados en todo el mundo
sobre los niños abatidos por el infortunio han encontrado que la
mayor influencia positiva es una relación estrecha de afecto con un
adulto significativo que crea en ellos y con el cual ellos pueden
identificarse, que los defienda y de quien puedan recibir señales de
aliento para superar sus penurias”.
Algunos
autores han propuesto determinadas características de las personas
especialmente resilientes, tales como el reconocimiento y desarrollo
de las propias capacidades, tener una amplia variedad de intereses,
el sentido del humor, tolerancia al sufrimiento, la creencia en que
uno tiene influencia en lo que sucede a su alrededor, apoyo social...
Muchas de estas características pueden ser desarrolladas y
fortalecidas.
En
la obra de Walsh sobre resiliencia familiar se proponen algunas
estrategias para fortalecer la capacidad de las familias para superar
crisis y dificultades varias. Es un enfoque basado en las fortalezas
más que en los supuestos déficits. Como ella misma señala, “los
contactos que establecí a raíz de mis investigaciones con familias
de toda índole me enseñaron que las familias corrientes dudan de su
propia normalidad debido a que los medios de comunicación las
bombardean con noticias sobre familias que fracasan, y no se sienten
seguras para enfrentar los desafíos sin precedentes impuestos por
nuestra época”. Los
psicólogos tenemos algo de culpa en esto. Una parte considerable de
la psicología clínica y la psiquiatra se ha centrado en estudiar
los problemas de salud mental, la psicopatología, lo supuestamente
anormal o deficitario, llegando al extremo de patologizar hasta las
cosas más normales (llorar la muerte de un ser querido, estar triste
cuando se terminan las vacaciones, tener ansiedad al hablar en
público o rascarse mucho, por ejemplo). Esta propuesta basada en el
fortalecimiento de la resiliencia sigue a otros modelos que se
centran en las capacidades, recursos y puntos fuertes de los
individuos (o de las familias, en este caso), un punto de vista que
resulta mucho más sano y terapéutico. No se trata ya de corregir
algo que se hace “mal” (o que es “patológico”), si no de dar
más presencia a las propias soluciones de la familia para solucionar
los problemas que deben afrontar.
Una
vez más, se demuestra que para tener una buena salud mental es
fundamental la interacción y experiencias que tenemos con otras
personas, que los síntomas, problemas o trastornos no surgen de la
nada en una persona aislada del mundo, si no que el apego, el
vínculo, la manera en que tratamos a los demás y cómo nos tratan a
nosotros tiene un peso fundamental en el desarrollo de nuestra
personalidad, capacidades y fortalezas.
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