jueves, 25 de agosto de 2016

El gran negocio de la psicología

Hace unas semanas, una amiga y colega de profesión me contaba algo de lo que fue testigo durante el III Congreso de Psicoloxía Profesional de Galicia, celebrado hace un par de meses. Durante el evento, una ponencia a cargo de un profesor de la Universidad de Santiago de Compostela levantó la polémica. El tema de la misma era “Psicoloxía e corrupción” y estuvo cargada de críticas acerca de algunos aspectos de esta disciplina, alguna de las cuales señalaba que las propias universidades estaban corruptas. Aquello fue recibido con bastante malestar por parte de los asistentes, que incluso llegaron a pedir la cabeza del ponente (solicitando que lo expulsaran del colegio de psicólogos y de la universidad). Es evidente, algunas personas no está dispuestas a escuchar críticas ni a reflexionar sobre lo que estamos haciendo con su disciplina.

No sé si de lo que voy a hablar hoy tiene que ver o no con la corrupción, pero creo que es también un tema importante sobre el que pararnos a reflexionar. No es algo exclusivo de la psicología clínica, pero no deja de resultar alarmante. Se trata del dinero que se puede hacer a costa del profesional, especialmente de aquel que está en período de formación o esforzándose por hacer curriculum: másteres, cursos, especializaciones, congresos, artículos, etc.



Vayamos por partes. Es evidente que para que exista formación y difusión del conocimiento hace falta dinero. Pocas personas están dispuestas a trabajar a cambio de nada. No hay nada que objetar en cuanto a que haya que pagar por hacer un curso o asistir como público a un congreso. El problema viene cuando los elevados precios no se justifican de ninguna manera. Por ejemplo, si una persona quiere obtener el título oficial de “terapeuta familiar” tiene que acudir a un centro que disponga de la debida acreditación. Es lógico y así debe ser, ya que garantiza la calidad y rigurosidad de la formación. Los criterios para obtener la acreditación son los mismos para todos los centros. Sin embargo, el precio oscila considerablemente entre unos y otros, existiendo diferencias de hasta más de 3000 euros, en un período de formación de cuatro años, sin que existan diferencias significativas en los medios y recursos empleados que justifiquen este hecho. He dicho “terapeuta familiar”, pero podría haber escrito “experto en terapia cognitivo-conductual” o “experto en adicciones” y la situación sería muy similar. En esta profesión en la que las oportunidades laborales escasean, la manera de diferenciarse de la competencia es acumular títulos. Y eso es, lo que en la mayoría de los casos sucede, que acumulas títulos, que no competencias nuevas. Mientras pagues... Y es lógico, repito, nadie quiere trabajar gratis. Pero parece que algunos prefieren cobrar mucho más que otros.

Así que los cursos acreditados nunca van a dejar de estar de moda, es un valor en alza, con el riesgo de que algunas personas empiecen a impartir seminarios de dudosa validez, que poco o nada tienen que aportar a la psicología.

El psicólogo también busca hacer méritos que mejoren su curriculum. Se valora, por ejemplo, publicar artículos en revistas científicas de alta impacto (es decir, algo así como aquellas revistas cuyos artículos suelen ser citados con mayor frecuencia, lo cual se toma como “prueba” de la calidad de la publicación). Algunas de estas revistas no han dejado de escapar la oportunidad y cobran a los autores por publicar sus artículos originales. Por ejemplo, las más importantes revistas españolas de psicología pueden llegar a cobrar 200 euros a los autores por presentar sus trabajos. Por lo tanto, tienes que pagarle a unas personas que viven y existen gracias a tu esfuerzo.

De todas maneras, no es lo de los cursos y artículos lo que más me escandaliza. Lo peor es lo de los congresos y jornadas, especialmente en dos de sus aspectos. El primero es el de los elevadísimos precios que tienen algunos de ellos y el por qué, en algunos casos, de dicho coste. El motivo se muestra claramente en el siguiente ejemplo: el pasado Junio, en un importante congreso relacionado con la salud mental se cobraba más del doble a los profesionales si eran médicos que si no lo eran. ¿Por qué de esta diferencia? Se sabe que en un gran número de casos las empresas farmacéuticas pagan las inscripciones a aquellos profesionales a los que suelen visitar y con los que tienen (o pretenden tener) buena relación. Los organizadores, conscientes de esta circunstancia, ven rápidamente el negocio y, sabiendo que los laboratorios están dispuestos a pagar estos precios, se lanzan a inflarlos. Las farmacéuticas, por otro lado, no van a pagarle la inscripción a otro profesional que no pueda recetar.

El problema con los congresos no termina aquí, nos falta por ver el segundo negocio: el de los trabajos “científicos”, pósteres y comunicaciones orales. En la mayoría de eventos de este tipo se ofrece la posibilidad de presentar trabajos en dichos formatos. No hace falta mucho para hacer un póster. Si eres un poco mañoso, en una tarde puedes hacer uno (o más, si eres más hábil todavía). En muchos congresos vale prácticamente cualquier cosa: contar un caso clínico, un protocolo de tratamiento psicológico grupal para la ansiedad, una revisión de algún trastorno... Incluso, en honrosas excepciones, se pueden presentar verdaderos trabajos de investigación, originales e interesantes. Pero la mayor parte de lo que se presenta, más del 90% me atrevería a decir, no es ni nuevo, ni original, ni interesante. Sin embargo se acepta y se expone en el congreso. ¿Por qué? Porque una exigencia para poder presentar los trabajos es que al menos uno de los autores esté inscrito en el congreso (previo pago, claro está). En algunos casos se ofrece la posibilidad de devolver el dinero de la matrícula si finalmente no se acepta el trabajo enviado, dejando en claro que el motivo por el que muchas personas van a los congresos es exclusivamente hacer curriculum. Los organizadores también saben de esta necesidad y cómo sacarle provecho. La posibilidad de presentar trabajos se convierte en un reclamo para asistir. Lo malo de esto es que nos encontramos con un montón de pósteres que no aportan nada, pero eso al comité científico que los revisa y les de el visto bueno no parece importarles mucho. Y, que conste, yo también he presentado trabajos de este tipo, siendo consciente de su falta absoluta de relevancia.

Todavía hay más. El precio de los libros de psicología suele ser desproporcionado. Basta con darse una vuelta por cualquier librería y comparar lo que cuesta una novela de actualidad y lo que cuesta un libro de psicología que tenga más de 200 páginas. Obras de 40 o 50 euros pueblan las estanterías dedicadas a la psicoterapia. Las editoriales también se aprovechan de la necesidad del profesional de mantenerse actualizado.

Cursos, acreditaciones, publicaciones, congresos, libros... el negocio de la psicología, mantiene a algunos profesionales más preocupados por recaudar que por el avance y la difusión del conocimiento. Si, de algo hay que vivir; pero con menos también se puede hacer.

viernes, 5 de agosto de 2016

Cine y psicopatología: Carretera Perdida

Si en la anterior entrada de mi blog hablaba sobre literatura y psicología, hoy le toca el turno a una de las principales manifestaciones artísticas del mundo actual: el cine. Aunque parece que ha llegado el buen tiempo a Gijón y, con ello, las ganas de estar bajo el sol, siempre queda algún momento para disfrutar de una buena película. Al igual que sucede con los libros, algunos guionistas y directores de cine consiguen plasmar en escenas memorables las emociones, motivaciones, problemas, etc. propios de la psicología.

En muchas unidades de formación de especialistas de salud mental, psicólogos, psiquiatras y enfermeras organizan seminarios en los que se emplean películas para analizar diferentes aspectos del comportamiento de las personas. En Asturias, por ejemplo, hasta hace poco tiempo se dedicaban varias horas al año al seminario titulado “Cine y psicopatología”, dirigido a residentes de psicología clínica y psiquiatría. No es necesario que las películas traten explícitamente sobre asuntos psicológicos; en muchas ocasiones se puede hacer un análisis a ese nivel, simplemente a modo de interpretación o de lectura psicológica de diferentes escenas. Al fin y al cabo, desde el punto de vista del constructivismo radical, podríamos decir que la psicología que conocemos no es más que un mapa de la realidad, pero no el territorio.

El análisis de películas desde el punto de vista de la psicopatología puede ayudar a arrojar algo de luz sobre algunas cintas de difícil comprensión. Es el caso del film que comentaré hoy, Carretera Perdida, dirigida por David Lynch, estrenada en el año 1997 y protagonizada por Bill Pullman y Patricia Arquette. Se trata de un thriller, con toques de cine negro y surrealismo, dominado por un atmósfera extraña y agobiante, con un desarrollo nada lineal, por lo que resulta difícil seguir la historia. Esta se centra en Fred, un saxofonista de jazz, y su mujer, Alice, quienes empiezan a recibir cintas de vídeo en las que se les ve en la intimidad de su propia habitación. Mientras la policía investiga este hecho, Fred empieza a vivir una serie de situaciones extrañas y perturbadoras, hasta que finalmente parece que pierde el control y es encarcelado por el asesinato de Alice. Dentro de su celda, de forma súbita, se convierte en otra persona, Pete. A partir de ese momento seguimos la historia de Pete, en la que conoce a otra mujer idéntica físicamente a Alice, mientras se siguen sucediendo nuevas situaciones de difícil comprensión y altamente inquietantes.

La película es, como muchas otras obras de Lynch, enigmática y carente de un desarrollo lineal al uso. Uno puede quedarse horas dándole vueltas a lo que acaba de ver, sin conseguir darle un sentido. Sin embargo, el propio director no dio algunas claves, unos años después, para poder comprender algo más de lo que sucede:

Al principio no fue una influencia de la que yo fuera consciente cuando me senté a escribir. La ideas iban y venían, pero, a medida que la historia tomaba forma, se fue definiendo como un retrato de la fuga psicogénica, trastorno que se manifiesta cuando haces algo tan horrible que te hace casi imposible vivir con ello. Llegados a ese punto, la única manera que tiene alguien de sobrellevar lo que ha hecho es ocultarlo en una parte escondida del cerebro”.



De acuerdo con los manuales de psicopatología, la fuga psicógena o disociativa es un trastorno que consiste en que una persona abandona su identidad, pudiéndose cambiar de trabajo o ciudad, por ejemplo, y adopta otra nueva personalidad, quedando total o parcialmente olvidada su identidad anterior. Es decir, es algo así como que de repente uno olvida quien es y pasa a ser otra persona diferente, con otro nombre, otra personalidad y otro trabajo. Es un trastorno poco frecuente y no exento de polémica con respecto a su existencia. En cualquier caso, puede ayudarnos a entender algo mejor lo que sucede en Carretera Perdida, cuyo desarrollo puede ser interpretado como una metáfora de lo que implica este trastorno.

Varias escenas pueden ser entendidas como procesos disociativos, un tipo de experiencia psicológica en la que parte de la experiencia queda separada de la consciencia: por ejemplo, olvidar hechos traumáticos muy dolorosos, sin una causa física que explique tal problema de memoria. Es el caso del comienzo de la película, cuando el protagonista escucha un mensaje en el telefonillo de su casa que dice: “Dick Laurent está muerto”. Como vemos al final de la cinta, es él mismo quien trasmite este mensaje. Una explicación posible a esta paradoja, como decía, podría ser un proceso disociativo. Algo que él mismo ha hecho lo vive como ajeno, externo, hecho por otra persona, por la incapacidad de integrarlo en su consciencia, debido a lo traumático de los hechos ocurridos. Este tipo de procesos va ligado, en ocasiones, a vivencias conocidas como despersonalización y desrealización: en la primera de ellas, una persona siente como si estuviera actuando de forma automática, poco natural, como si fuera una especie de robot; en la segunda, la persona que la vive siente como si algo hubiera cambiado en el ambiente, como si lo que sucediera no fuera real, si no más bien un sueño, o como si se viese dentro de una película. Esto podría ser lo que está expresando metafóricamente en la escena en la que el protagonista ve en una cinta de vídeo como él mismo asesina a su mujer. Lo vive desde fuera, como si él no protagonizara realmente el hecho. De nuevo, un hecho traumático del que la consciencia se aleja, ante la incapacidad de reconocer que ha sido capaz de cometer semejante acto.

El momento en el que, estando en prisión, se convierte en otra persona, nos lleva de nuevo al asunto de la fuga psicógena. Aquí vemos como adquiere un nuevo nombre, una nueva ocupación y una nueva historia. El cambio físico que se produce podría resultar otra metáfora sobre el cambio personal no asumido, de modo que el espectador ve al protagonista como se ve a si mismo: como otra persona, inocente, que nada tiene que ver con lo que está pasando. Sin embargo, en cierto momento podemos ver como se pone tenso cuando suena en la radio música jazz, quizás sintiéndose alcanzado por una parte de su pasado, que además es muy significativa.

Otras situaciones, como los encuentros surrealistas con el hombre extraño puede ser vistos como alucinaciones auditivas y visuales puntuales de Fred, quien muestra otros rasgos de tipo psicótico, por ejemplo, en un par de ocasiones en las que se adivina la presencia de paranoia con respecto a la posibilidad de que su mujer le sea infiel.

En resumen, desde la psicopatología se podría hacer la siguiente interpretación de la película: Fred asesina a su mujer y, ante lo traumático del hecho, no consigue integrar este hecho en su personalidad, produciéndose una serie de procesos disociativos (despersonalización, desrealización, amnesia) y vivencias anómalas (alucinaciones) que culminan en la fuga psicógena, momento en el que adquiere una nueva identidad y se muda de ciudad. Tras verse envuelto en una nueva serie de sucesos estresantes, vuelve a recuperar su anterior personalidad, llegando al límite de su desesperación cuando se ve perseguido por la policía en la escena final.

De todos, esto no es más que un ejercicio de imaginación y de intentar categorizar una creación artística dentro de los esquemas de la psicología clínica, sin mayor pretensión que mostrar cómo esta disciplina puede ayudar a dar sentido a situaciones que a veces parecen no tenerlo. El cine es arte y, como tal, lo mejor es disfrutarlo plenamente en su propio lenguaje expresivo, sin necesidad de encontrar siempre una explicación satisfactoria.

lunes, 1 de agosto de 2016

La psicología dentro de las novelas

Ahora que estamos en pleno verano (si, en Gijón también... aunque no lo parezca) y muchas personas están de vacaciones, puede ser un buen momento para dedicarle algo de tiempo a la lectura. ¿Qué mejor que disfrutar de una buena novela en la playa, bajo una sombrilla, o en el campo, al refugio de un árbol?

Se puede aprender mucho de psicología a través de las diferentes manifestaciones artísticas del ser humano: pintura, música, cine, escritura... En cuanto a la literatura, no solo se aprende leyendo libros académicos o monografías sobre diversos temas, si no que una pueden extraer profundos conocimientos sobre la mente humana a través de los escritos de grandes autores. Quizás algunos de los más grandes novelistas hayan adquirido dicho estatus precisamente por sus excelente caracterización de los personajes que habitan en sus obras. Estoy pensando, por ejemplo, en Dostoievski, un escritor muy destacado por su capacidad de mostrar la psicología de los hombres y mujeres que desfilan por las páginas de sus libros. Personalmente recomiendo la lectura de “Memorias de la casa de los muertos”, en que la relata, de forma novelada, su estancia en prisión. A lo largo de los capítulos profundiza en la descripción, sentimientos y vivencias de los otros reclusos con los que se va encontrando a lo largo de su condena, con una precisión digna de cualquier experto en psicología de la personalidad. Es uno de mis libros favoritos, aunque quizás sea algo duro para el período estival.

Aquí va una confesión: a pesar de ser un amante del cine de ciencia ficción, durante muchos años me resistí a leer libros con esa temática. Creía que carecerían de interés (claro, no tienen esos efectos especiales tan vistosos made in Hollywood) y que no serían lo suficientemente profundos como para engancharme a ellos. Afortunadamente, en algún momento de mi vida (no hace mucho) salí de mi error y descubrí que en una novela de ciencia ficción se pueden encontrar también descripciones interesantes de los procesos mentales de las personas, con sus dilemas morales, sus preocupaciones y sus complicadas relaciones con los otros. Es el caso de todo un clásico del género, “El juego de Ender” de Orson Scott Card, un libro en el que lo menos importante es la historia espacial que se relata (que es, desgraciadamente, en lo único que se centró la película realizada hace poco, con lo que se perdió la verdadera esencia de la obra, dando como un resultado un mal film). Resulta fascinante adentrarse en la personalidad de Ender, los demonios internos que van surgiendo a medida que la misma se va desarrollando en unas condiciones realmente duras, con el fantasma de la relación con su hermano rondando durante todo su viaje.

Otra de mis novelas favoritas es “La trilogía de Nueva York” de Paul Auster. Es un libro difícil de leer, por lo extraño y enigmático, pero en el que desde una lente psicológica se pueden observar retazos de paranoia y hasta psicosis en sus personajes y las situaciones en las que se ven envueltos. Pero si esta obra resulta demasiado complicada, también se puede recurrir a la voluminosa David Copperfield” de Charles Dickens, en la que acompañamos durante prácticamente toda su vida a su protagonista, que nos hace partícipe de sus penas, anhelos y alegrías. Eso si, puede resultar bastante irritante la imagen que se da de las mujeres, a las que se dibuja en muchos momentos de una manera bastante denigrante. En esos casos tenemos oportunidad no ya de estudiar la psicología de los personajes, si no de las creencias, ideologías y puntos de vista de la época. Lo malo es que no era solo cuestión de los profanos; baste leer los tratados médicos de hasta finales del siglo XIX y principios del siglo XX, donde la definición del carácter de la mujer resulta bastante insultante (merece una pena echar un vistazo, por ejemplo, a “La histeria antes de Freud”, para comprobar a lo que me refiero).




Volviendo a la ciencia ficción, uno de los autores más prestigiosos del género es, sin duda, Isaac Asimov. Aunque no es de mis favoritos, quiero proponer a la lectora uno de sus cuentos breves. Se titula “Mundos posibles” y se puede encontrar en la colección “Cuentos completos I”, publicado en España por Zeta (también se puede leer pinchando aquí). En esta historia se refleja uno de los problemas más habituales a los que nos enfrentamos: el “¿y si...?”. ¿Y si hubiese dicho B en lugar de A? ¿Y si me hubiese esforzado más? ¿Y si pasa algo malo? ¿Te resulta familiar? Es algo habitual y normal. Nos paramos a darle vueltas a las cosas, a arrepentirnos de no haber hecho o dicho algo de forma diferente o a anticipar lo que va a pasar mañana o dentro de un mes. No tiene nada de extraño, es la forma de funcionar de la mente. El problema surge cuando nos quedamos demasiado enganchados a estos pensamientos y empezamos a vivir más en ellos que en el momento presente. En el relato, Norman y Livy son una pareja que emprende un viaje en tren, en el que se encuentran con un extraño hombre que les da la posibilidad de observar cómo hubiese sido su vida si no se hubiesen conocido, lo que acaba desencadenando alguna que otra desavenencia entre ellos.

Quizás este cuento resulte una lectura mucho más ligera que las anteriores recomendaciones. Si lo lees, te invito a que prestes mucha atención a una de las frases que dice Livy, ya casi al final de la historia:

“— Estaba equivocada. Yo pensaba que puesto que nos teníamos el uno al otro, también poseíamos todos los posibles del uno y del otro. Pero no todas las posibilidades nos afectan. Con lo real tenemos suficiente. ¿Entiendes lo que quiero decir?”.

jueves, 28 de julio de 2016

Terapia Integral de Pareja

Durante los últimos años los problemas de pareja se han convertido en una de las consultas más frecuentes en los centros de psicología. Este aumento de la demanda de ayuda conyugal viene de la mano de los cambios sociales ocurridos en nuestra sociedad al mismo tiempo. Si bien hasta hace relativamente poco se podía decir que no estaba “bien visto” que una persona fuera a ventilar este tipo de problemas íntimos con una persona ajena a la familia, en la actualidad el tabú se ha roto y cada vez son más las parejas que acuden a la consulta del psicólogo con la esperanza de encontrar una manera de recuperar una relación tan importante para ellos.

Si generalmente nos encontramos con dificultades para estudiar la eficacia de la psicoterapia individual, los problemas crecen cuando se trata de una terapia que incluye a dos o más personas. Por lo tanto, es más difícil encontrar estudios sobre tratamientos psicológicos validados específicamente centrados en las parejas. No obstante, existen manuales, tratados teóricos y artículos que proponen, desde diferentes orientaciones teóricas, pautas de intervención dirigidas a resolver este tipo de problemática. Y, en general, los meta-análisis muestran que la terapia psicológica eseficaz a la hora de tratar problemas de pareja. Tradicionalmente, muchos teóricos (que no prácticos) han señalado que la terapia de conducta de pareja es la terapia más eficaz para estos casos. A pesar de que algunas investigaciones muestran su efectividad, también es cierto que este enfoque presenta una serie de carencias y ha mostrado no funcionar en determinadas circunstancias. Para superar estos escollos, la terapia se ha seguido desarrollando, ampliando sus fundamentos iniciales y añadiendo nuevos factores que complementan la terapia de conducta, dando lugar a lo que hoy se conoce como Terapia Integral de Pareja (TIP).

La TIP forma parte de las denominadas terapias de tercera generación, de las que ya he hablado en alguna otra ocasión. Hace tiempo que tenía ganas de saber algo más sobre la TIP y por fin he podido hacerlo gracias a la publicación este año de un libro de Jorge Barraca, editado por Síntesis. La obra forma parte de un proyecto de la editorial relacionado con las terapias de tercera generación, dirigido por Marino Pérez.

Aunque no soy particularmente un defensor de la terapia de conducta, he de admitir que me he quedado muy satisfecho con este libro. Es breve, claro, directo y explica a la perfección en qué consiste la TIP. Por supuesto, para profundizar en el enfoque es necesario consultar los manuales originales (de los que no existe traducción al español actualmente), pero sin duda es una excelente exposición de los fundamentos de la terapia. Decía que no soy un acérrimo defensor de la terapia de conducta (tampoco detractor), pero es que estas terapias de tercera generación, por mucho que sus autores se empeñen a rotular de conductistas, incluyen muchos otros aspectos que ya se vienen teniendo en cuenta desde otras orientaciones teóricas (sistémicas y humanistas, principalmente) y que casi las convierte en enfoques eclécticos.



La TIP está pensada para ayudar a parejas estables y con cierto nivel de compromiso. Mientras que la terapia de conducta original se centraba en los intercambios conductuales entre los miembros de la pareja (refuerzos positivos y negativos), en el presente el foco se ha ampliado a otros aspectos mucho más importantes. De forma general, la TIP considera que los dificultades surgen cuando las diferencias entre los miembros de la díada, que estuvieron ahí desde el principio de la relación, empiezan a definirse como problemas o incompatibilidades con el paso del tiempo y se llega a la conclusión de que terminar con ellas o corregirlas es la única manera de que la pareja recupere su salud. Junto a este hecho, otras cuestiones importantes que pueden causar conflictos son las discusiones en torno a temas especialmente sensibles para cada persona, que se dejen de compartir determinadas cosas que antes se hacían en común o que la otra persona se asocie (por un proceso de condicionamiento) a sensaciones aversivas.

Jacobson y Christensen, desarrolladores de la TIP, señalan tres tipos de reacciones que se pueden convertir en problemáticas frente a las incompatibilidades de la pareja:

- coerción: administración de un estímulo aversivo al otro miembro de la pareja, hasta que ceda a los deseos del otro (por ejemplo, enfadarse, criticar, gritar... ).
- vilipendio: atribuir la causa de los problemas de pareja a una características del otro (“es un egoísta”, es una histérica”, “no le preocupan los sentimientos de los demás”).
- polarización: cada uno extrema aún más su postura inicial, encontrándose a la defensiva y dejando de proporcionar satisfacciones al otro.

Barraca resume sucintamente la formulación teórica de los problemas de pareja propuesta por la TIP de la siguiente manera: “los problemas de pareja podrían entenderse como producto de la reiteración de esfuerzos infructuosos que cada miembro lleva a cabo para afrontar las inevitables y naturales diferencias o desacuerdos y que afectan emocionalmente porque tocan algún tema sensible propio (vulnerabilidad). Los intentos de que el otro modifique su conducta para deshacer esas diferencias o desacuerdos topan con resistencia, lo que renueva los esfuerzos para cambiarlo, bien forzándolo directamente (coerción), bien a través de la crítica (vilipendio); a su vez, como estos nuevos esfuerzos levantan más resistencias, se intensifica el conflicto y cada uno se posiciona de forma más extrema (polarización). La solución que propondrá la TIP consiste en hacer consciente este proceso retroalimentado y que lleva al bloqueo (trampa mutua) y salir de él por otro camino: la aceptación”.

Con aceptación se hace referencia a uno de los dos procesos centrales de intervención desde la TIP. No se trata de resignación ni del concepto de aceptación empleado en la Terapia de Aceptación y Compromiso o en mindfulness. Tampoco es la meta de la terapia, si no un medio para alcanzar los objetivos, en conjunto con el otro proceso central: el de cambio. Ya no se procuran arreglar los problemas con el uso de reforzadores artificiales, como en la terapia de conducta tradicional, si no que se tienen en cuenta aquellas cosas que resultan útiles para cada pareja en particular y que forman parte de su contexto habitual. La TIP tampoco se focaliza en la modificación de conductas específicas, si no en aquellos temas conflictivos que se repiten en cada relación en particular.

Las estrategias de aceptación buscan que la pareja deje de luchar contra sus diferencias, que pueda abandonar una visión de las mismas como incompatibles y problemáticas y la lucha por cambiar al otro miembro, pudiendo empezar a valorar dichas disimilitudes como oportunidades para aumentar el compromiso y la intimidad de la díada. Se proponen tres tipos de intervenciones:

- unión empática: aprender a expresar el malestar sin acusar al otro, contextualizando sus conductas dentro de su historia personal.
- separación unificada: unir a la pareja frente al problema que los ocupa, poniéndolo fuera de ellos, de manera que se pueda analizar desde otra perspectiva.
- tolerancia: si no funcionan las intervenciones anteriores se propone que se tolere lo mejor posible la conducta de la otra persona.

Por su parte, las estrategias de cambio incluyen las intervenciones clásicas de la terapia de conducta de pareja: el intercambio conductual positivo y el entrenamiento en comunicación y solución de problemas.

El libro de Jorge Barraca incluye datos sobre la efectividad de la TIP, así como recomendaciones en el caso de situaciones específicas como la presencia de violencia doméstica, el abuso de alcohol y drogas, las infidelidades, etc.

La TIP es una terapia en la que no se propone seguir un manual de forma estricta y acrítica. Hace hincapié en la importancia de construir con cada pareja la evaluación de su propio problema, así como de diseñar la intervención de forma acorde con sus necesidades, teniendo en cuenta tanto sus características personales como su historia y su contexto actual. Una vez más, conviene recordar a los profesionales que la psicoterapia es mucho más que la mera aplicación de las técnicas inventariadas en un libro o que ceñirse al esquema “diagnóstico x tratamiento”.

martes, 26 de julio de 2016

La salud mental estigmatizada en los medios de comunicación (una vez más...)

Ha vuelto a suceder. Me temo que seguirá pasando durante unos cuaños años. El estigma asociado al tratamiento psicológico y psiquiátrico sigue vivo y coleando, especialmente en los medios de comunicación.

Hace unos pocos días, una persona provocó intencionadamente una explosión en un festival en Alemania, muriendo en el acto y causando varios heridos. Enseguida, aparecieron titulares como el siguiente:




Uno se pregunta hasta qué punto es relevante la información encajada en esa frase: “en tratamiento psiquiátrico”. ¿Te imaginas una noticia en la que se indique que el protagonista estaba “en tratamiento por diabetes” o “con problemas cardíacos”? ¿Recuerdas alguna vez haber leído algo así cuando la noticia tiene que ver con algún crimen? Parece como si el hecho de estar en tratamiento psiquiátrico o psicológico o estar diagnosticado de un trastorno mental explicara parte o la totalidad de la sucedido y esto es muy peligroso.

Desde hace tiempo conocemos la existencia de un sesgo cognitivo denominado correlación ilusoria, que consiste en sobrevalorar el grado en que dos características suelen ir asociadas. Por ejemplo, asociar enfermedad mental con violencia o peligrosidad. Todavía hoy muchas personas que creen que las personas que padecen problemas psicopatológicos (especialmente en el caso de las psicosis) son más peligrosas que las supuestamente “sanas”. No es infrecuente oirlo o leerlo. La influencia de los medios de comunicación de masas es poderosa e innegable. No creo que, generalmente, exista una mala intención detrás de titulares que resaltan cosas como que “el asesino estaba diagnosticado de esquizofrenia” o “sufría depresión desde hace años”, si no una falta de información y un desconocimiento de la temática enorme.

Lo cierto es que, nos guste o no, la mayoría de los delitos y crímenes violentes son cometidos por personas sin trastorno mental alguno. Antonio Andrés Pueyo, catedrático de Psicología de la Universaidad de Barcelona señala queentre todos los delincuentes condenados por delitos violentos -homicidios,delitos de lesiones, agresiones sexuales, etcétera- un 5% están afectados por una enfermedad mental grave. Este porcentaje puede aumentar hasta un 40% si consideramos otras alteraciones menos severas. Solamente entre un 9 y un 10% de los enfermos mentales graves (depresión, psicosis, toxicomanías, etcétera) realizan conductas violentas y si se trata de los delitos violentos más graves esta prevalencia disminuye al 3-4%”. Más aún, cuando los delitos son perpetuados por personas diagnosticadas con algún trastorno mental, aquellos solo están relacionados con los síntomas psiquiátricos en un 7,5% de los casos, según los datos publicados por la Asociación Americana de Psicología.

Violencia y psicopatología no son sinónimos. Estar “loco” no significa ser más peligroso que los “cuerdos”. Las personas con problemas de salud mental son todas diferentes, únicas y tienen características propias que nada tienen que ver con la etiqueta diagnóstica. Por lo tanto, habrá personas en tratamiento psicológico que cometan delitos y crímenes violentos, pero no por causa de su problemática psicológica, si no por características idiosincrásicas, históricas, sociales y contextuales que pueden explicar mucho mejor lo sucedido.

El caso del refugiado sirio mencionado anteriormente es más grave, si cabe. Llama la atención que se destaque el hecho de estar a tratamiento psiquiátrico y no otras circunstancias que explican mucho mejor lo sucedido: el problema del terrorismo, la guerra, la migración, el rascismo, la situación social y económica mundial... Y podemos pensar en muchas otras circunstancias, pero quizás suena mejor destacar los problemas psicológicos. O vayamos más allá, a otro nivel más alto. ¿Y si usamos los problemas de salud mental para desviar la atención acerca de los verdaderos problemas de la gente? ¿Qué tal si convertimos las protestas, el malestar, el incoformismo o incluso la rebeldía en condiciones biológicas, en enfermedades del cerebro que explican el comportamiento de la gente y que no tienen solución? ¿Y si usamos eso como excusa y no solucionamos los problemas sociales? Así, en eso que llaman salud "biopsicosocial" nos olvidamos del psico y del social y nos quedamos con el bio-bio-bio, en una suerte de canto de pájaro lúgubre para todas aquellas personas estigmatizadas por causa de su diagnóstico.

Los medios de comunicación, las administraciones y los profesionales de la salud tenemos el deber de terminar de una vez por todas con el estigma asociado a los problemas de salud mental. Hemos avanzado en algunos aspectos, pero todavía nos queda mucho camino por recorrer.

viernes, 22 de julio de 2016

Resiliencia

El concepto de resiliencia proviene del campo de la ingeniería, donde hace referencia a la capacidad de un material para recuperarse después de haber sido deformado por algún tipo de presión. Esta idea se hizo popular en psicología a raíz de los trabajos de BorisCyrulnik, especialmente reflejada en una influyente obra titulada, con bastante atino, “Los patitos feos”. En nuestro campo podemos definir la resiliencia como “la capacidad de una persona para recobrarse de la adversidad fortalecida y dueña de mayores recursos. Se trata de un proceso activo de resistencia, autocorrección y crecimiento como respuesta a las crisis y desafíos de la vida” (Froma Walsh, en Resiliencia Familiar).

De forma muy resumida, el concepto de resiliencia aplicado a la psicología tiene que ver con el estudio de aquellas personas que, a pesar de haber vivido situaciones verdaderamente difíciles o haberse criado en ambientes desfavorecidos y conflictivos logra salir adelante y llevar una vida más o menos plena, sin mostrar ningún trastorno grave o conductas perjudiciales.

Este término se ha popularizado y extendido ampliamente, llevando en ocasiones a interpretaciones erróneas sobre su verdadero significado. A veces se transmite la idea de que la resiliencia es una especia de característica innata de una persona, algo con lo que se nace y que es exclusivo de quien lo muestra. Sin embargo, en el trabajo original de Cyrulnik se insiste en un hecho fundamental: aquellas personas que mostraron una capacidad de sobreponerse inusual siempre habían contado con una persona que en algún momento de su vida había ejercido una influencia beneficiosa. Esta persona podía ser un familiar, una maestra, una amiga... Lo importante es que en la relación con esa persona se formaba un apego seguro, un vínculo de confianza y seguridad, donde el apoyo a los propios recursos de la persona permitía su desarrollo. Por lo tanto, para que una persona sea resiliente parece imprescindible haber contado con una relación importante con otro ser humano. De hecho, Cyrulnik extrae este concepto de los escritos de Bowlby, el autor de la teoría del apego, una teoría que, en líneas generales, subraya la importancia de los vínculos entre los niños y sus cuidadores como principal factor de salud mental en las personas.

Otro aspecto a tener en cuenta lo señala Walsh en el libro anteriormente citado: “los investigadores han comprobado que la resiliencia se forja, no a pesar de la adversidad, sino a causa de esta: las crisis y penurias de la vida sacan a relucir lo mejor que hay en nosotros cuando hacemos frente a tales desafíos”. Es decir, aunque puede haber una parte innata en la capacidad de afrontar las crisis, es precisamente el hecho de tener que enfrentarse a ellas lo que termina convirtiendo a una persona en resiliente. Y volviendo a la importancia de las relaciones de apego, Walsh recalca que “estudios realizados en todo el mundo sobre los niños abatidos por el infortunio han encontrado que la mayor influencia positiva es una relación estrecha de afecto con un adulto significativo que crea en ellos y con el cual ellos pueden identificarse, que los defienda y de quien puedan recibir señales de aliento para superar sus penurias”.

Algunos autores han propuesto determinadas características de las personas especialmente resilientes, tales como el reconocimiento y desarrollo de las propias capacidades, tener una amplia variedad de intereses, el sentido del humor, tolerancia al sufrimiento, la creencia en que uno tiene influencia en lo que sucede a su alrededor, apoyo social... Muchas de estas características pueden ser desarrolladas y fortalecidas.



En la obra de Walsh sobre resiliencia familiar se proponen algunas estrategias para fortalecer la capacidad de las familias para superar crisis y dificultades varias. Es un enfoque basado en las fortalezas más que en los supuestos déficits. Como ella misma señala, “los contactos que establecí a raíz de mis investigaciones con familias de toda índole me enseñaron que las familias corrientes dudan de su propia normalidad debido a que los medios de comunicación las bombardean con noticias sobre familias que fracasan, y no se sienten seguras para enfrentar los desafíos sin precedentes impuestos por nuestra época”. Los psicólogos tenemos algo de culpa en esto. Una parte considerable de la psicología clínica y la psiquiatra se ha centrado en estudiar los problemas de salud mental, la psicopatología, lo supuestamente anormal o deficitario, llegando al extremo de patologizar hasta las cosas más normales (llorar la muerte de un ser querido, estar triste cuando se terminan las vacaciones, tener ansiedad al hablar en público o rascarse mucho, por ejemplo). Esta propuesta basada en el fortalecimiento de la resiliencia sigue a otros modelos que se centran en las capacidades, recursos y puntos fuertes de los individuos (o de las familias, en este caso), un punto de vista que resulta mucho más sano y terapéutico. No se trata ya de corregir algo que se hace “mal” (o que es “patológico”), si no de dar más presencia a las propias soluciones de la familia para solucionar los problemas que deben afrontar.

Una vez más, se demuestra que para tener una buena salud mental es fundamental la interacción y experiencias que tenemos con otras personas, que los síntomas, problemas o trastornos no surgen de la nada en una persona aislada del mundo, si no que el apego, el vínculo, la manera en que tratamos a los demás y cómo nos tratan a nosotros tiene un peso fundamental en el desarrollo de nuestra personalidad, capacidades y fortalezas.

martes, 19 de julio de 2016

Sobre los "trastornos mentales".

Uno de los temas que más polémica suscitan en psicología clínica es el del origen de los trastornos mentales. ¿Existen como entidades psicológicas y físicas independientes o son construcciones sociales? Si existen, ¿tiene un origen fisiológico, biológico o genético? Las anteriores preguntas tienen diferentes respuestas, según la postura que adopte el profesional consultado. En ocasiones, dichas respuestas son totalmente antagónicas o incompatibles. Independientemente de todo ello, lo cierto es que la manera que tenemos de concebir los trastornos mentales puede afectar al desarrollo y remisión de los mismos.

El estudio de los trastornos psicológicos va ligado al de la psicopatología, esto es, aquellos fenómenos psíquicos y somáticos considerados “anormales” y que suelen ir acompañados de malestar o dificultades de adaptación a diversos contextos y situaciones por parte de aquellas personas que los protagonizan. La psicopatología incluye alteraciones del humor o estado de ánimo (depresión, manía...), de la atención (dificultades graves de concentración...), la memoria (amnesia...), la percepción (alucinaciones...) o el pensamiento (delirios, por ejemplo), entre otras. En las sociedades primitivas, lo que hace años llamaríamos locura se entendía como el efecto causado por espíritus o similares. Esta visión de la psicopatología se mantuvo durante bastantes siglos (y aún está presente en determinadas culturas de hoy en día), adaptándose de alguna manera al contexto cultural (de la posesión por parte de espíritus pasamos a la influencia del demonio en el mundo cristiano). A finales del siglo XIX y principios del XX, se comienza a hablar de los problemas psicológicos como trastornos prácticamente análogos a las enfermedades físicas, de forma paralela al interés por encontrar las bases a los mismos.

A partir de ese momento, no tardan en aparecer las primeras clasificaciones psiquiátricas, siendo las más conocidas y relevantes las diferentes versiones del DSM (Manual Diagnóstico yEstadístico de los trastornos mentales) y de la CIE (ClasificaciónInternacional de Enfermedades). Tanto DSM como CIE han ido evolucionando a lo largo de los tiempos y dicha evolución ha llevado consigo un aumento impresionante del número de trastornos mentales incluidos en ellos, con poco más de medio siglo desde que se publicaran las primeras versiones. Hemos llegado al punto de que una multitud de circunstancias personales que anteriormente se consideraban normales (aunque molestas) hoy han adquirido el estatus de “patológicas”.

Al mismo tiempo, desde hace unas décadas existe un interés creciente en encontrar una base física en el origen de estos trastornos, de manera que se terminen de equiparar a enfermedades como la diabetes o la cardiopatía. Se ha invertido una cantidad considerable de dinero en investigar las hipotéticas causas de las supuestas “enfermedades mentales”: ¿existen lesiones específicas en el cerebro de aquellas personas diagnosticadas de esquizofrenia? ¿Están determinados neurotransmisores alterados en la depresión? ¿La ansiedad es hereditaria? ¿Ciertos genes tienen que ver el desarrollo del trastorno bipolar?

A pesar de todas las investigaciones llevadas a cabo, hoy en día solo tenemos clara una cosa con respecto al origen de los trastornos mentales, tal y como los entienden manuales como el DSM y la CIE: que nada está claro. Las pretendidas alteraciones estructurales de la esquizofrenia, el problema con la serotonina en la depresión, la deficiente regulación de los niveles de dopamina en la psicosis, la influencia de los genes en la hiperactividad... nada de esto se ha demostrado fehacientemente. Sin embargo, arrollados por la influencia del modelo médico, se ha introducido en ámbitos profesionales y no profesionales la idea (vestida de hecho objetivo) de que los trastornos mentales son una suerte de “enfermedades del cerebro” que nada o poco tienen que ver con las circunstancias personales, sociales y contextuales. Se da por sentado que la depresión ocurre por un fallo en nuestro organismo y que no tiene que ver con las cosas que nos pasan. Y todo esto, repito, sin pruebas irrefutables que demuestren esas afirmaciones.

Los trastornos mentales no son entidades que estaban en la naturaleza esperando a ser descubiertas por el hombre. ¿Acaso algún investigador encontró una tablilla ancestral en la que estuviera escrito que el trastorno de ansiedad generalizada se caracteriza por determinados síntomas? No, hasta donde yo sé. Los criterios para considerar la existencia de un trastorno son consensuados por una serie de personas que se reúnen para tal fin. Por supuesto, no lo hacen al azar y sin ningún sentido. Se basa en determinados datos. Pero no deja de ser eso, un consenso, con toda la parte de subjetividad que ello conlleva.



Esta manera de ver los problemas de salud mental ignora por completo la importancia del contexto: las vivencias personales, relaciones con otras personas, problemas sociales y familiares, circunstancias ambientales, etc., cuya influencia sobre nuestra mente es innegable. ¿Acaso no nos sentimos tristes cuando se muere alguien a quien queremos? ¿No notamos sensaciones físicas desagradables cuando estamos ansiosos? ¿No dormimos mal cuando algo nos preocupa mucho? Son reacciones completamente normales de nuestra mente y de nuestro cuerpo. Sin embargo, un día un grupo de expertos se reúne y decide que si uno tiene, a la vez, un número determinado de esas sensaciones o reacciones (síntomas, según el modelo médico) o que si dichos factores se mantienen en el tiempo durante más de X meses seguidos, lo que nos pasa es que tenemos una “enfermedad”, por lo que tendremos que ir a la consulta del especialista a que la trate (a ella, no a nosotros).

Las implicaciones de un enfoque semejante pueden ser desastrosas. Se patologizan circunstancias normales de la vida, como la tristeza o la ansiedad. Se acude a servicios en los que el profesional no ve frente a si a una persona, si no a un manojo de síntomas o de neurotransmisores disregulados. Peor aún, el hecho de que nos hagan creer que lo que nos pasa es causado por una condición médica nos despoja de nuestra responsabilidad y capacidad para afrontar nuestro problema por nosotros mismos, por medio de pensamientos automáticos como el siguiente: “lo que me pasa es una enfermedad, yo no puedo hacer nada para solucionarlo... está en mis genes”.

Frente a un modelo médico que ve los problemas psicológicos como entidades diagnósticas existe una posición que tiene en cuenta el contexto en el que aparecen los problemas. Los “síntomas” dejar de ser tales para convertirse en respuestas y reacciones a nuestro ambiente, a lo que nos sucede, a nuestra manera de relacionarnos con otras personas y con el entorno. Este enfoque devuelve la capacidad de actuación a la persona que sufre, abriendo las posibilidades de resolver su problema, mediante cambios personales, interpersonales, ambientales o, ¿por qué no?, incluso sociales y políticos. Esta suele ser la visión que tiene un psicólogo clínico acerca del sufrimiento humano: frente a una comprensión reduccionista basada en lo somático, se propone un cambio de perspectiva que tenga en cuenta otros factores: ¿qué le pasa a esta persona? ¿En qué momentos? ¿En qué lugares? ¿Con quién? ¿Cuál es su ambiente? ¿Qué función cumple esta respuesta/reacción? ¿Qué puede hacer para conseguir un cambio acorde con sus necesidades?

Esta segunda postura no excluye la influencia de los factores físicos. Evidentemente, somos seres de carne y hueso y cada proceso psicológico tiene su reflejo en toda una serie de reacciones fisiológicas y biológicas. Así mismo, hay condiciones somáticas que pueden causar fenómenos psicológicos y conductuales anómalos, del mismo modo que lo hace la ingesta de drogas, medicamentos y otras sustancias. Esto también es importante tenerlo en cuenta. No obstante, aunque existe un gran número de sensaciones y fenómenos en nuestro organismo, tal número es limitado, por lo que resulta extraño pensar en la existencia de cientos de trastornos mentales diferenciados, como propone, por ejemplo, la última versión del DSM.

En cualquier caso, poner en duda la existencia de los trastornos mentales no significa negar el sufrimiento y los problemas humanos. Las personas se ven inmersas, muchas veces, en situaciones que les impiden adaptarse a sus circunstancias vitales y pueden requerir la ayuda de los servicios sanitarios, la cual merecen independientemente de cómo llamemos a su malestar, que no deja de ser una etiqueta. Estos nombres pueden tener utilidad para los profesionales a la hora de comunicarse entre si, pero poca información nos dan acerca de la persona a la que se aplican. Dejan de lado su idiosincrasia, sus características personales y sus puntos fuertes. A veces da la impresión de que las categorías diagnósticas se hacen para facilitar y simplificar el trabajo de los especialistas, pero en nada le facilita la vida a las personas con problemas. De hecho, muchas investigaciones muestran que es, cuanto menos, dudoso que la terapia psicológica basada en el diagnóstico del trastorno mental correspondiente sea útil.

Una lectura altamente recomendada sobre el tema es el libro “La invención de lostrastornos mentales” de Héctor González y Marino Pérez.