No reflexionamos. Esta es la
conclusión a la que llego estos días tras participar y observar una
serie de debates sobre diferentes cuestiones relacionadas con la
psicología clínica, pero que también es apropiada para otro tipo
de temas. Tengo la fuerte impresión de que nos cuesta pararnos, dar
un paso atrás y, por un momento, poner en tela de juicio nuestras
propias ideas y concepciones de la vida. Ante algunas cosas
importantes para nosotros adoptamos una postura rígida y no
aceptamos argumentos en contra de nuestros puntos de vista, ni
siquiera momentáneamente.
Hace unos días mantenía una
interesante conversación sobre el sistema educativo. En las
escuelas, institutos y universidades se imparten amplios e
importantes contenidos teóricos, la mayor parte de ellos apropiados
y significativos. Nuestros docentes están bien preparados y se
esfuerzan por ayudar a los alumnos a asimilar una buena cantidad de
conocimientos. Todo eso está bien. Sin embargo, se queda fuera de
las aulas la enseñanza del pensamiento crítico y reflexivo. Los
alumnos no aprenden a debatir, a adoptar una actitud de cierto
escepticismo frente a determinadas cuestiones. Y esto no me parece
saludable.
Partiendo de la hipotética
posibilidad de que exista una “realidad objetiva” más allá de
nuestros propios sentidos, a veces llegamos al extremo de tener la
firma convicción de que todo aquello que tiene nombre y aparece
escrito en los libros existe. Por ejemplo, recientemente una
estudiante de 2º de psicología, discutiendo sobre la existencia de
un determinado trastorno psicológico, decía algo así como “si
aparece en el DSM (manual diagnóstico de referencia de los
trastornos mentales), es que existe y, por lo tanto, es un
trastorno”, a la vez que condenaba a todos aquellos que no pensaban
igual, sugiriendo que habría que censurarles y que eran “poco
científicos”. Nuestra querida amiga no tuvo en cuenta que hace no
muchos años, en anteriores ediciones de ese mismo manual, la
homosexualidad aparecía categorizada como un trastorno mental.
No nos paramos a reflexionar.
Tendemos a leer libros y artículos que confirmen nuestras propias
opiniones e ignoramos selectivamente aquellos datos que no encajan
con nuestra visión del mundo. Curiosamente, este es un sesgo muy
habitual en aquellas personas que presumen de tener un “pensamiento
científico” y que enarbolan la bandera de la racionalidad y la
objetividad. Personas que dan clases magistrales no solicitadas sobre
lo que es lo correcto y lo que no, ajenos a que ellos también son
víctimas de aquellos errores de razonamiento de los que acusan a los
demás.
En otra discusión reciente,
alguien defendía que la supuesta superioridad de la terapia
cognitivo-conductual sobre el resto de psicoterapias, basándose en
los resultados de diferentes investigaciones, postura que fue incapaz
de abandonar aún al presentársele otra serie de investigaciones que
indican, como ya he comentado en otra ocasión, que no hay un modelo
de terapia que sea superior a otro y que los resultados de los
tratamientos psicológicos dependen muy poco del tipo de enfoque
teórico o la técnica específica empleada. Pero ni unos ni otros
nos detenemos unos minutos a leer los datos que apoyan la posición
contraria o a criticar las ideas que nos han inculcado (o que hemos
adoptado libremente).
Así que caemos en discusiones
muy poco fértiles en las que solo se logra extremar y reafirmar las
propias convicciones, confundiendo opiniones con realidades, el mapa
con el terreno, los platos que aparecen en el menú del restaurante
con la comida en si misma.
El debate, la discusión y la
auto crítica son muy necesarios en un terreno espinoso como es el de
la psicología. Las etiquetas diagnósticas, la psicopatología, no
son objetos que están en la naturaleza esperando ser descubiertos
por el hombre. Los síntomas y demás problemas psicológicos son,
por supuesto, experiencias reales, y eso no se pone en duda. Otra
cuestión es hasta qué punto es cierto afirmar que un conjunto
determinado de síntomas es una enfermedad llamada “depresión”.
Hemos decidido llamarla así por consenso social, porque un grupo de
profesionales necesitaron ponerle nombre a las cosas para facilitar
la comunicación entre especialistas, o por cualquier otro motivo
(cuya validez también puede ser discutible). Prueba de ello es el
hecho de que diferentes experiencias a las que en un momento
determinado se les da el estatus de “trastorno” o “enfermedad”,
con el tiempo dejan de ser consideradas como tal (valga el anterior
ejemplo de la homosexualidad), y al revés: circunstancias de la vida
relacionadas con determinadas dificultades de repente se transforman,
como por arte de magia, en problemas de entidad clínica (véase los
intentos de considerar la “depresión post-vacacional” como una
enfermedad).
Tampoco reflexionamos sobre el
método científico en si mismo. De acuerdo, es nuestro deber
investigar lo que hacemos, de manera que encontremos la mejor manera
de ayudar a los que lo necesitan. Pero para ello no hace falta perder
la perspectiva. Aquello a lo que denominamos ciencia es algo que las
personas decidimos, también por consenso, que lo era. Los seres
humanos no llegamos al mundo y nos encontramos con un manual donde
explicara lo que es ciencia. Es imposible separar el método de
nuestras características, porque depende totalmente de nuestras
capacidades, intelecto y modalidades perceptivas. Aún así, no estoy
negando que sea inútil ni propugnando un nihilismo radical. A donde
quiero llegar es a que no podemos dejar de lado una actitud más
humilde y crítica. No tomemos los datos como realidades inmutables,
porque la evolución y la historia nos acabará, muy probablemente,
quitando la razón.
Debatir, discutir, reflexionar,
la auto crítica... son los motores del conocimiento, precisamente.
Si desde el principio de los tiempos nos hubiésemos conformado con
lo que nos transmitían los “expertos”, sin cuestionar nada,
todavía pensaríamos que hay dragones más allá de los océanos,
que los problemas de salud mental son debidos a posesiones demoníacas
o que la homosexualidad es un trastorno mental. Y si censuramos
opiniones contrarias a las nuestras, que ponen en duda nuestras
creencias, y tratamos de acallar a toda costa esas voces, el
resultado puede ser volver a metafóricos campos de concentración,
quemas de brujas y represión dictatorial.
Instituciones como las
escuelas, las universidades, las administraciones y la familia pueden
aportar mucha riqueza al desarrollo cognitivo, emocional e incluso
ético de las personas, fomentando el respeto y la flexibilidad, la
crítica y la reflexión. Y creo que también puede ser una función
importante de los profesionales de la salud mental. Al fin y al cabo,
las terapias psicológicas buscan fomentar, de uno u otro modo, la
flexibilidad en las personas.