Ya está aquí de nuevo, puntual a la cita que ha acordado de forma unilateral. Aparece sin que nadie lo haya invitado, sabiendo que no es bienvenido y que no quiero escuchar lo que tiene que decirme. Me conozco su discurso de memoria. Me atosiga, se convierte en mi sombra durante unos instantes que se me antojan interminables. Trato de escapar, de esconderme en los lugares más insospechados, haciendo gala de toda la creatividad de la que soy capaz; y no sirve de nada. Incluso aunque me tape los oídos, puedo oír claramente sus palabras, afiladas y sentenciosas: “¡impostor, fraude, fracaso!”.
Me recuerda los sentimientos de desolación que surgen, en algunas ocasiones, cuando en el trabajo me enfrento a situaciones en las que no he conseguido ser de ayuda para otros. O cuando se producen “abandonos prematuros”, esos casos que me dejan con la duda de cuál ha sido el motivo de tal desenlace (“¿habrá sido culpa mía?”; mi perseguidor lo tiene claro casi siempre: “si”, afirma con una sonrisa maliciosa). No puedo negarlo: es posible que, a veces, tenga razón.
Debo reconocérselo: es duro, cuando uno se preocupa por convertirse en el “el mejor profesional posible”, lidiar con aquellas situaciones en las que no somos “eficaces” y no logramos satisfacer las expectativas de las personas que ponen en nuestras manos su salud psicológica. En alguna ocasión me he sentido como si navegara a la deriva en el océano de una psicoterapia confusa, complicada y estresante.
Trato de liberarme de su presión respondiéndole con sinceridad: este trabajo es duro. Si, tiene sus aspectos satisfactorios (principalmente, ser promotor y testigo de excepción de historias en las que personas desmoralizadas por sus problemas logran sobreponerse a los mismos y encontrarles buenas soluciones), pero también cosas desagradables. Y estas últimas me duelen; me duelen cuando se acompañan del espíritu de autocrítica (que creo que siempre debería estar ahí) que me llevan a preguntarme en qué puedo haber fallado. Seguramente, soy injusto conmigo mismo con relativa frecuencia. Los datos están ahí: ningún psicólogo que se dedique a la clínica logra buenos resultados en el 100% de los casos. Es molesto reconocerlo, pero es así: no podemos ayudar a todo el mundo. Y sabemos que hay muchos motivos que tienen que ver con esto y que son ajenos a nuestra profesionalidad o habilidades terapéuticas. Eso no quita que, igualmente, ese tipo de casos pongan a prueba mi tolerancia a la frustración (¡la impotencia de saber que no puedo hacer nada para cambiar las circunstancias que están en la base del sufrimiento de una persona!).
Él insiste: “lo que dices es cierto, pero también lo es el hecho de que, en otras ocasiones, el que ha fallado has sido tú y solo tú”, y añade algún improperio que me niego a reproducir aquí. ¡Qué difícil saber, realmente, cuando un “fracaso terapéutico” se debe a una u otra cosa! Lo tengo que asumir, aunque sea por pura estadística y porque sé que es normal (aunque indeseable): he debido equivocarme más de una vez (y dos, y tres, y…). Yo sigo trabajando por aprender continuamente y a lo largo de toda mi carrera, de mis errores y aciertos en consulta, de la formación, lectura y estudio constantes, de la supervisión… y no siempre es suficiente, por desgracia. Cada vez que una terapia en la que yo he participado como psicólogo clínico no ha sido eficaz (de nuevo esa palabra) he sentido un pinchazo de dolor y algo de amargura, independientemente de que estuviera presente mi incómodo invitado. Cuando él hace acto de presencia mis sentimientos son más desagradables, pero yo me sentiría un poco mal igualmente, aunque él no me dijera nada. Es desesperante cuando se presenta en medio de una sesión y me susurra al oído: “no tienes ni idea de lo que estás haciendo. Dedícate a otra cosa”. Y no le llega con visitarme en la consulta, también lo hace cuando escribo un artículo o un capítulo de un libro, doy un curso o superviso a otros profesionales.
He leído por ahí que este personaje no solo la tiene tomada conmigo. Muchos colegas sufren su presencia intermitentemente. Hay quien lo llama “síndrome del impostor” o algo parecido. Trato de combatirlo invocando a Nissen-Lie y su “duda de ti mismo como terapeuta, quiérete como persona”. Recurro a las estrategias de autocuidado que mejor resultado me dan y las uso de escudo protector. No voy a permitir que sean sus necias palabras las que me lleven a hacer mal mi trabajo, guiado por la frustración o el miedo más que por lo que es recomendable hacer.
Así que, ¿sabes una cosa? (y ahora me dirijo directamente a él). Voy a dejar que estés ahí (es inevitable), pululando y recitando tus mantras. Pero no te voy a hacer caso. Te utilizaré como un recordatorio del tipo de profesional que quiero ser: humilde, pero seguro de saber hacer bien mi trabajo; preocupado, pero dispuesto a plantarle cara a la adversidad; competente, pero siempre trabajando por mejorar un poco más.
Ahora haz lo que te de la gana, que yo me voy de vacaciones y no te pienso llevar conmigo.