No recuerdo quién fue, pero sé que hace tiempo vino una persona a consulta y me contó algo interesante. Antes de tener la sesión conmigo, había ido a otra psicóloga que, después de tres sesiones, le dijo que no sabía cómo ayudarle porque ella era experta en trauma y no había encontrado ningún trauma en su historia después de evaluar su caso cuidadosamente. Así que le recomendó buscar a otro profesional.
Esta breve anécdota me lleva a dos tipos de reflexiones. La primera tiene que ver con la actitud de esta psicóloga, de la que destacaría su honestidad y ética profesional, algo que, desgraciadamente, no siempre está presente en nuestra práctica profesional. Reconocer que uno no sabe cómo ayudar a una persona no es fácil y, sin embargo, es signo de competencia: los clínicos no siempre encontramos la manera de ofrecer un servicio eficaz, hay situaciones que se nos escapan y eso no dice nada negativo acerca de nuestra profesionalidad; al menos, no siempre. A veces, lo mejor que podemos hacer para ayudar a una persona es derivarla a otro psicólogo. Eso es una buena práctica, como se dice en el mundo sanitario, “basada en la evidencia”. Otros, al contrario que la mencionada compañera, podrían haberse quedado anclados en su modelo y “forzar” la información recogida para hacer que encajase con su forma de trabajar (el sesgo conocido como “lecho de Procusto”). Siempre es posible terminar encontrando algún suceso en la vida de cualquiera de nosotros que se pueda catalogar como “trauma”. Y si no lo reconocemos como tal, ya habrá alguna forma de convencernos de lo contrario (“ese es tu problema: que no reconoces que tienes un trauma y por eso estás así” o alguna fórmula similar). Lo anterior podría suceder, por cierto, sin mala intención por parte del profesional, si no como parte de un proceso automático de distorsión de la información (o, como se suele decir, por “deformación profesional”; cuando a uno se le entrena para ver “traumas”, “duelos” o “trastornos de personalidad”, es fácil que vea más de la cuenta). En resumen: bravo por esta compañera, capaz de reconocer los límites de sus competencias (todos los tenemos) y de anteponer el bienestar de la gente a la que atiende al suyo propio (no olvidemos que en un contexto privado no tener más sesiones con alguien implica menos ingresos económicos).
La segunda reflexión, la principal de este escrito, tiene que ver con la supuesta necesidad de especializarse en problemas concretos: trauma, duelo o eso que llamamos “trastornos mentales” o “psicopatología” (trastornos de la personalidad, adicciones, ansiedad, depresión, trastorno obsesivo compulsivo…). Sucede con cierta frecuencia que, una vez que se hace un diagnóstico de este tipo, otros profesionales o los propios afectados terminan buscando a un psicólogo especialista en la etiqueta que se acaba de poner. En otros ámbitos de la vida esto tiene bastante sentido, ¿pero es así también en el campo de la psicología clínica? ¿Si estoy deprimido, el tratamiento será más eficaz si me atiende un especialista en depresión en comparación con otro clínico que no se haya especializado en ese tipo de problemas?
En mi opinión, en el campo de la psicología clínica, hablar de especializarse en un diagnóstico específico es problemático. Supone una visión limitada y distorsionada de lo que es la salud mental en la que los problemas psicológicos se equiparan a las enfermedades físicas, de las que podemos hacer un diagnóstico objetivo bien definido y aplicar, en consecuencia, un tratamiento concreto. Pero no, los problemas psicológicos no son enfermedades mentales, por mucho que algunos traten de vender ese discurso. Curiosamente, hay quien ha tratado de atacar la especialidad en psicología clínica bajo el pretexto de que “no son especialistas en nada”, afirmando que habría que seguir el mismo camino de las especialidades médicas; así, del mismo modo que existen los especialistas en cardiología o traumatología, debería haber psicólogos especialistas en adicciones o en trastornos del estado o del ánimo, trastornos de la personalidad, trastornos relacionados con la ansiedad… Lo cual, como mínimo, evidencia una falta de conocimiento y formación bastante preocupante acerca de cómo entender el comportamiento humano, sus dificultades y formas de abordarlo. Para llevar a cabo una terapia eficaz lo que hace falta es conocer las formas en las que las personas nos vemos atrapadas por lo que llamamos problemas psicológicos y los principios que nos permiten producir cambios beneficiosos para nuestra salud. Así, es necesario saber cómo evaluar un caso y llegar a una formulación (explicación hipotética de lo que sucede) contextualizada, es decir, que tenga en cuenta las circunstancias en las que aparecen y se mantienen las dificultades de la persona. Porque estas, al contrario que las enfermedades, están asociadas a las circunstancias de su vida y a cómo se relaciona con ellas. Lo que llamamos “síntomas” tienen un sentido si comprendemos lo que le está pasando y no son meras señales de la presencia de un problema en la fisiología de su organismo. Lo que es importante, de nuevo, es conocer todos esos procesos comunes que llevan a la aparición de esos “síntomas” y “trastornos”, ya que son estos los factores que, en nuestro trabajo, debemos encarar como aspectos fundamentales sobre los que intervenir para conseguir que los problemas se solucionen. Si solo nos quedamos en los síntomas y los vemos como cosas diferentes entre sí, además de considerarlos “patológicos” o “disfuncionales” y como la diana terapéutica, corremos el riesgo de perder la verdadera esencia de la intervención psicológica y, por lo tanto, de ser de poca ayuda para quienes lo necesitan. Especializarse en un diagnóstico concreto puede llevar a una atención deficiente. Para el profesional especialista en algo similar siempre existe el riesgo de acabar viendo el trastorno en el que es experto con mayor frecuencia de la que cabría esperar (falsos positivos), del mismo modo que el experto en trauma podrá, equivocadamente, considerar que ciertas experiencias vividas por una persona han sido traumáticas y deben tratarse, a pesar de que otros (especialmente, el individuo evaluado) no lo consideren así; o el especialista en duelo hará lo propio con las situaciones que impliquen “pérdidas” significativas (¿quién no ha experimentado alguna en su vida?). Por supuesto, esto son generalizaciones llevadas un poco al extremo; seguramente, la mayoría de psicólogos/as especializados/as en problemas concretos como los señalados desempeñarán su labor con buen juicio y mejor práctica, con la ética siempre de su lado. El problema es la minoría potencialmente dañina.
Una de las pocas, si no la única, especialidades a las que le puedo ver sentido es a formarse en un modelo de intervención específico (y si pueden ser varios, mejor todavía). Aquí el clínico lo que aprende es a comprender cómo se forman, mantienen y solucionan los problemas psicológicos, con independencia de la etiqueta que se les ponga a los mismos. De esto debería ir la psicología clínica, en mi opinión: se trata de especializarse en las personas y las relaciones entre ellas y el mundo, no en sus entidades diagnósticas de dudosa validez y utilidad.
Sublime, como siempre.
ResponderEliminarMe encantó tu publicación. Llevo dos años opositando al PIR y ha sido como un chute de motivos para seguir por este camino. Muchísimas gracias por tus publicaciones, son de gran ayuda.
ResponderEliminarGracias a tí por tu comentario, Cristina.
Eliminar¡Y mucho ánimo con la preparación del PIR!