martes, 23 de mayo de 2023

Congreso de sentimientos (entorno a la Psicología Clínica).

Permite que me confiese: no tenía ninguna intención de escribir en mi blog sobre el XXII Congreso Nacional y III Internacional de la Sociedad Española de Psicología Clínica – ANPIR, celebrado (¡y tanto!) en Coruña el pasado fin de semana (18 a 20 de mayo de 2023, por si lees esto en un futuro lejano). No por nada en particular, simplemente me cuesta encontrar tiempo y motivación para escribir algo en este espacio (echo de menos aquellos tiempos en los que me podía permitir publicar cada 2 o 3 semanas y en los que tenía suficientes ideas como para mantener ese ritmo). Además, tengo otra entrada escrita y preparada para ver la luz. Pero tendrá que esperar. Lo que ha pasado en el mencionado congreso merece que le dedique unas pocas líneas. 

 


No voy a hacer una crónica al uso sobre los contenidos del congreso, como cuando estuve en Zaragoza o participé en la organización de las jornadas de Oviedo de 2019 (nota mental: si por algún extraño motivo quieres estar en un congreso sin poder disfrutarlo, no lo dudes y métete en el comité organizador), hablando de las ponencias y los talleres. Esta va a ser una crónica de los sentimientos asociados a estos días pasados. Algo a lo que, por lo visto en redes sociales, no soy el único que le ha dado importancia: basta ver los comentarios, fotos, ilusiones expresados por las personas que acudieron; pero no solo ellas, también se percibe la emoción en quienes aspiran a tener una plaza PIR en el futuro y que han mostrado su deseo de participar de “la fiesta de la Psicología Clínica”, como decía el actual presidente de la asociación en el acto inaugural, mi colega Javier Prado (por cierto, no es necesario ser residente ni psicólogo/a clínico/a para apuntarse y disfrutar del congreso). Lo entiendo, el año pasado me quedé con muchas ganas de asistir a Murcia cuando empecé a ver lo mucho que habían disfrutado las personas que estuvieron allí.

Sentimientos. Emociones. Hablemos un poco de esto. Para empezar, yo jugaba en casa. Algunas personas se sorprendían cuando les explicaba que soy de Coruña; allí nací y viví hasta hace 12 años. Me asocian a Asturias por vivir y trabajar en Gijón, pero no. Mi tierra es aquella y allí está mi familia de origen. Esto, de por sí, ya hizo que el congreso fuera muy especial para mí (y me permitió poder contar con apoyo familiar para poder conciliar y asistir a gran parte del evento).

Más sentimientos. La evolución de la asociación que antes era conocida como ANPIR y que ha cambiado de nombre, logo e imagen. Y de otras cosas que no son tan tangibles. Estuve una temporadita en la Junta Directiva, aunque, no nos engañemos, aporté muchos menos de lo que me hubiera gustado. Pero pude ver de cerca la pasión e implicación (voluntaria, sacada del tiempo libre y descanso de sus miembros) que ponían mis compañeras/os. Indescriptible. Algunos resultados que dan prueba del buen trabajo que están haciendo es ver que, en los últimos años, se baten récords de asistencia: casi 800 personas este año. Reconozco que el vídeo que acaban de publicar me ha emocionado un poco.

Sentimientos agradables al ver cómo algunos términos se repetían en las ponencias, conversaciones y asamblea de la sociedad: “derechos humanos”, “servicios públicos”, “estar al servicio de la sociedad”. Esta debe ser la razón de ser de la psicología clínica, el bienestar de la población. Se ha explicitado el rechazo al corporativismo (a pesar de lo que algunos/as piensen…), lo que contrasta con otros discursos que se escuchan en nuestro entorno. Y también se han repetido mensajes que llaman al activismo, al pluralismo, a la reflexión conjunta con otros actores que forman parte de esta historia, o a la crítica de lo que alguno llamó “evidencismo”.

Sentimientos de añoranza. Recuerdo las expectativas con las que iba a congresos y jornadas cuando era residente: aprender cosas útiles que pudiera poner en práctica el lunes siguiente en cuanto entrara en consulta. ¡Quería soluciones para los problemas de la gente! ¡Técnicas! ¡Revelaciones sobre el comportamiento humano! Cosas, en definitiva, que me dieran seguridad en mi trabajo. Estas expectativas, inevitablemente, supusieron más de una frustración. Hasta que llegué a ese punto, casi paradójico, en el que cuanto menos espero de una ponencia, más aprendo y disfruto. Ahora busco la reflexión, compartida y propia. Y eso es algo que siempre se puede obtener si vas con las orejas bien abiertas y lleno de interés. Adiós frustraciones.

Ahora viene la parte más emotiva: el contacto con la gente. Nunca fui el alma de las fiestas, más bien al contrario. Tiendo a ser el que se queda en una esquina con personas conocidas, deseoso de interactuar más. Así que ha sido raro y muy satisfactorio el haber podido saludar y charlar con tanta gente. Estos congresos son una buena ocasión para reencontrarte con colegas que, de otra manera, no verías. Pero también para desvirtualizar a compañeros/as con los que había tenido contacto a través de la red, pero todavía no en persona. Gente maravillosa, si me preguntas. Como también me lo parecieron aquellos que, sin conocernos, se acercaron a saludarme porque les gustan las cosas que escribo o cuento en contextos profesionales. Si estáis leyendo esto, aprovecho para daros las gracias por vuestro feedback. Me ayuda mucho y me motiva a seguir escribiendo cosas sobre psicología clínica y psicoterapia. Lástima no haber podido dedicar más tiempo a hablar con muchas de estas personas. El tiempo vuela y más cuando se crea un clima tan agradable. ¿Tal vez el próximo año, en Cádiz? Porque sí, en 2024 tocar ir hasta el sur. De nuevo, pegados al mar.

 

Sentimientos. Eso fue lo que nos dieron de comer y lo que respiramos. Así que, no me engañen: este no era un congreso de psicología clínica, era el Congreso Nacional e Internacional de los Abrazos, Apretones de Manos y Sonrisas Cómplices.

lunes, 20 de febrero de 2023

Confrontando a los confrontadores

Cuando en psicoterapia se habla de “confrontación”, se está haciendo referencia a un tipo de intervención que tiene una finalidad terapéutica y que consiste en hacer ver a la persona “la realidad” de una situación, especialmente en lo que tiene que ver con la responsabilidad que tiene sobre su propio comportamiento. Por ejemplo, a veces se trata de ayudarle a darse cuenta de una contradicción entre lo que dice y lo que hace o señalarle cómo ciertos hábitos de conducta o formas de responder ante determinadas situaciones no solo no le benefician, sino que, incluso, le pueden estar perjudicando. Todo esto con la expectativa de que esta confrontación suponga un incentivo, por decirlo así, para que la persona cambie lo que sea necesario.

Tiene sentido que un profesional de la psicología clínica haga este tipo de intervenciones en momentos específicos. La cuestión es que, a mi juicio, muchas veces algunos profesionales de la salud mental abusan de la idea de la confrontación y la terminan utilizando como excusa para decir cosas poco deseables. Es decir, se rotulan como “confrontaciones” expresiones que realmente son críticas, juicios de valor hacia la persona, invalidaciones, formas de dejar salir la frustración ante la dificultad para manejar ciertas conductas del consultante. “Le confronto con el hecho de que se queja, pero no está haciendo nada por cambiar”, podría ser una fórmula de este tipo, bastante habitual. La cuestión es: ¿esto a quién ayuda?

Cuando era residente de psicología clínica tuve la oportunidad de pasar una tarde en una prisión, visitando un módulo terapéutico en el que se encontraban algunos reclusos que aceptaban el compromiso de no consumir ninguna droga. Dio la casualidad de que ese día estaba en marcha un grupo “terapéutico” en el que pude estar observando parte de la sesión. Al parecer, se acababa de descubrir que un hombre había tomado alguna droga, hecho que él negaba. La dinámica del grupo consistía en, delante de todo el mundo, ir confrontándole con los hechos: varios de los participantes le repetían el mismo mensaje, una y otra vez, insistiéndole para que admitiera el consumo; el recluso en cuestión, lejos de reconocerlo y entrar en un estado catártico de arrepentimiento, no hacía otra cosa que defenderse. ¡Y no me extraña! Piensa por un momento en la situación: un grupo de personas a tu alrededor, dirigiéndose a ti en un tono desagradable, pidiéndote que confieses algo que te puede traer consecuencias negativas. Una situación verdaderamente aversiva, desagradable, más generadora de vergüenza y humillación que de “sanación”. Este ha sido el proceder clásico de grupos como los de Alcohólicos Anónimos, caracterizados por un estilo abiertamente confrontativo, algo que criticaron con firmeza los autores de la Entrevista Motivacional, de la que ya hablé en su momento. Un enfoque (el de la confrontación como bandera) que, al menos cuando se usa de forma generalizada y sin tacto, no aporta nada de valor ni resulta terapéutico. Las pruebas empíricas así lo demuestran: un estilo confrontativo no produce buenos resultados en terapia; incluso podría ser perjudicial, en ocasiones.

Este asunto de la confrontación toca un tema nuclear de la terapia, tratado de diferentes formas por parte de cada uno de los modelos teóricos disponibles: el de la responsabilidad del consultante. Prácticamente nadie duda que es importante ayudar a la persona a que se responsabilice de aquella parte de su comportamiento que le corresponde, al menos cuando trabajamos con adultos. Lo que pasa es que esto tiene que ir ligado a la comprensión de sus circunstancias y contexto, de lo que le ha pasado y lo que le sucede en el presente, de la influencia de otros factores significativos en su vida. Que la terapia requiera un papel activo por parte del consultante no justifica que, cuando esto no sucede, reaccionemos de forma desagradable y poco empática con la persona, cruel en ocasiones, bajo la excusa de estar haciendo una confrontación y devolviéndole la responsabilidad de su proceso, o alguna frase por el estilo. No todo vale. Hay que ser consciente, antes de nada, con que intención se va a hacer una intervención de este tipo: ¿es para ayudar o para castigar? ¿Es probable que sea el impulso que se necesita para producir cambios o solo sirve para que el profesional exprese de forma sibilina sus frustraciones ante la falta de avances? Después hay que saber qué, cuándo, cuánto, por qué, para qué y cómo confrontar. Exactamente como con cualquier otra intervención en terapia, a la medida de las necesidades de cada caso particular y bajo unas hipótesis basadas en la información de la que dispongamos.

Quizás solo sea una impresión mía, pero es que me parece que sucede con demasiada frecuencia. Es toda una paradoja: el terapeuta confronta de manera inadecuada a la persona por no hacerse responsable de su conducta y se queda tan tranquilo, sin darse cuenta de que es él quien no se está haciendo responsable de su actuación, al considerar que todo se reduce a un fallo del otro, sin llegar a plantearse otras posibilidades, incluidas aquellas que tienen que ver con su propia influencia en la interacción.

Si quieres confrontar como es debido, hay un par de lecturas que te podría recomendar. Por un lado, los trabajos sobre Entrevista Motivacional han tratado este asunto, sobre todo en el caso de personas en fases pre y contemplativas. Por otro, un libro que enseña muy bien a decir las cosas de tal manera que puedan ser más fácilmente aceptadas por las personas, a confrontar de manera comprensiva, empática y cuidadosa: La Comunicación Terapéutica, de Paul Wachtel; un clásico que nunca pasa de moda.

 


 

martes, 20 de diciembre de 2022

Familia y esquizofrenia: Los chicos de Hidden Valley Road

La biología es cosa del destino, hasta cierto punto; eso no se puede negar. No obstante, ahora Lindsay comprendía que se trata de algo más que nuestros simples genes. De un modo u otro, somos producto de las personas que nos rodean, la gente que la que nos toca crecer y la gente con la que elegimos estar más adelante.

Nuestras relaciones pueden destrozarnos, pero también pueden cambiarnos y restaurarnos, y nos definen, aunque nunca lleguemos a ver cómo sucede.

Somos humanos porque las personas que nos rodean nos hacen humanos”.

 


Se acerca las vacaciones, al menos para los afortunados que podemos tenerlas en estas fechas navideñas. ¿Qué mejor momento que este para dedicarle un tiempo a la lectura? Si te apetece, pero no tienes ningún libro en mente, te voy a recomendar uno (ya hacía mucho tiempo que no hablaba de libros en este blog): “Los chicos de Hidden Valley Road.

Se trata de una obra escrita por el periodista Robert Kolker; no es ningún profesional de la salud mental, pero aborda uno de los temas estrella de este campo: la esquizofrenia. En este libro, Kolker se dedica a describir la historia real de una familia norteamericana, formada por los padres y 12 hijos, en la que se da la circunstancia de que la mitad de los hermanos fueron diagnosticados de esquizofrenia en algún momento de su vida, lo que se convierte en el tema central y motivo de este escrito.

La manera en que se narra la historia de la familia resulta muy interesante: se intercalan capítulos que abordan este asunto desde dos ópticas distintas. Por un lado, la parte más amplia (y, en mi opinión, la más interesante) describe la historia familiar (de dónde vienen los padres, cómo se forma el matrimonio, el nacimiento de los hijos y su desarrollo) y cómo se van desplegando los problemas psicológicos que muestran cada uno de los afectados, lo cual va dando lugar a una descripción muy rica de todas las situaciones que atraviesa esta familia, en la que van a ir apareciendo muchos momentos de marcado interés, incluyendo el descubrimientos de secretos ocultos hasta entonces. Por otro lado, tenemos capítulos en los que se habla de lo que discutía la comunidad científica acerca de la esquizofrenia en el mismo momento en que se desarrollan los acontecimientos narrados, comenzando por el debate (todavía vigente) acerca de hasta qué punto es un problema biológico, de los genes o neurotransmisores o tiene más que ver con el ambiente (la historia vivida de la persona, su contexto, circunstancias particulares y otras variables sociales). Es interesante ver como en ciertos instantes ambos relatos (el de la familia y el de los investigadores) se cruzan y cómo se va tratando a los diagnosticados en función de las explicaciones que existían en cada momento sobre el origen y la terapia de la esquizofrenia.

Creo que merece mucho la pena la lectura de este libro, sobre todo por lo que respecta a la parte en la que se detalla la historia de cada miembro de esta familia, todo muy bien documentado mediante entrevistas con los propios protagonistas, tratados con mucho respeto y compasión por el autor. Y, aunque no se hace en ningún momento un análisis desde una óptica sistémica, me parece un libro perfecto para aquellos que conocemos dicho enfoque (el estudio de cómo las relaciones con otras personas influyen en la aparición de los problemas psicológicos), ya que permite observar ciertos aspectos teóricos propuestos por dicho paradigma. De hecho, si yo fuera docente en un programa de formación en terapia sistémica propondría la lectura y análisis de este libro como ejercicio práctico para los alumnos, siempre pensando en utilizarlo como recurso didáctico, por supuesto, ni como la “verdadera” conceptualización de este caso.

Lo que menos me ha gustado es que la parte en la que se van describiendo las teorías y tratamientos de la esquizofrenia deriva (de forma sesgada) hacia una posición claramente biologicista de este trastorno. Al llegar a la mitad del libro, las hipótesis centradas en los genes y similares se tratan casi en exclusiva, dejando de lado otras teorías y tipos de intervenciones más psicosociales y contextuales, que sí están más presentes al principio de la obra, aunque de forma anecdótica. Me preocupa que esto pueda dar lugar la falsa impresión de que, efectivamente, a día de hoy es compartida la hipótesis de que la esquizofrenia y los trastornos psicóticos en general tienen un origen genético o biológico. Yo, desde luego, me declaro escéptico en este campo (el de el origen de la esquizofrenia), no por capricho, si no basándome en lo que la ciencia ha demostrado (o, más bien, no ha demostrado) en el momento actual. Lo qué si que sé es que ciertos eventos, experiencias que los seres humanos vivimos, influyen en la aparición de este tipo de problemas. De la misma manera que es sabido que existen tratamientos psicológicos que han demostrado ser eficaces para ayudar a las personas con este tipo de diagnósticos (véase, por ejemplo, este libro publicado recientemente). Entiendo, en cualquier caso, que Kolker es periodista y se ha basado en la información proporcionada por algunos psiquiatras que trabajan desde ese enfoque; es difícil para alguien lego en la materia acceder a información y a profesionales que ofrezcan otra versión de la historia, debido a la preponderancia que tiene en los medios y en la creencia popular la idea de la esquizofrenia como una “enfermedad del cerebro”. He echado en falta escuchar esas otras voces en las páginas del texto, las de personas que pudieran hablar, de forma respetuosa y no culpabilizadora, de explicaciones e hipótesis psicosociales.

También desluce un poco el contenido el ver una afirmación (creo que hecha con buena intención, aunque no por ello menos equivocada), repetida en dos ocasiones, que señala que “nunca” se ha demostrado que exista una relación entre haber sufrido abusos sexuales y ser diagnosticado/a de esquizofrenia. Precisamente, la evidencia científica indica, con claridad, que hay una asociación muy alta entre ambas variables, por lo que los abusos sexuales conforman un factor de riesgo claro de sufrir un trastorno psicótico (y de otros tipos). Por supuesto, sufrir ese tipo de experiencias no lleva inevitablemente a la esquizofrenia, del mismo modo que no todas las personas con este diagnóstico han sufrido abusos. Lo constatado es que aumentan el riesgo.

 

Aún con lo negativo, si uno se acerca a “Los chicos de Hidden Valley Road” con curiosidad e interés por ver, estudiar y conocer de forma compasiva a la familia Galvin, así como tratando de comprender, con empatía, lo que supone verse envuelto en un problema en el que no está claro su origen, probando diferentes tratamientos (algunos de ellos bastante perjudiciales para la salud), sintiéndose señalados o culpabilizados (en ocasiones) podrá disfrutar de una lectura muy estimulante.