Cuando en psicoterapia se habla de “confrontación”, se está haciendo referencia a un tipo de intervención que tiene una finalidad terapéutica y que consiste en hacer ver a la persona “la realidad” de una situación, especialmente en lo que tiene que ver con la responsabilidad que tiene sobre su propio comportamiento. Por ejemplo, a veces se trata de ayudarle a darse cuenta de una contradicción entre lo que dice y lo que hace o señalarle cómo ciertos hábitos de conducta o formas de responder ante determinadas situaciones no solo no le benefician, sino que, incluso, le pueden estar perjudicando. Todo esto con la expectativa de que esta confrontación suponga un incentivo, por decirlo así, para que la persona cambie lo que sea necesario.
Tiene sentido que un profesional de la psicología clínica haga este tipo de intervenciones en momentos específicos. La cuestión es que, a mi juicio, muchas veces algunos profesionales de la salud mental abusan de la idea de la confrontación y la terminan utilizando como excusa para decir cosas poco deseables. Es decir, se rotulan como “confrontaciones” expresiones que realmente son críticas, juicios de valor hacia la persona, invalidaciones, formas de dejar salir la frustración ante la dificultad para manejar ciertas conductas del consultante. “Le confronto con el hecho de que se queja, pero no está haciendo nada por cambiar”, podría ser una fórmula de este tipo, bastante habitual. La cuestión es: ¿esto a quién ayuda?
Cuando era residente de psicología clínica tuve la oportunidad de pasar una tarde en una prisión, visitando un módulo terapéutico en el que se encontraban algunos reclusos que aceptaban el compromiso de no consumir ninguna droga. Dio la casualidad de que ese día estaba en marcha un grupo “terapéutico” en el que pude estar observando parte de la sesión. Al parecer, se acababa de descubrir que un hombre había tomado alguna droga, hecho que él negaba. La dinámica del grupo consistía en, delante de todo el mundo, ir confrontándole con los hechos: varios de los participantes le repetían el mismo mensaje, una y otra vez, insistiéndole para que admitiera el consumo; el recluso en cuestión, lejos de reconocerlo y entrar en un estado catártico de arrepentimiento, no hacía otra cosa que defenderse. ¡Y no me extraña! Piensa por un momento en la situación: un grupo de personas a tu alrededor, dirigiéndose a ti en un tono desagradable, pidiéndote que confieses algo que te puede traer consecuencias negativas. Una situación verdaderamente aversiva, desagradable, más generadora de vergüenza y humillación que de “sanación”. Este ha sido el proceder clásico de grupos como los de Alcohólicos Anónimos, caracterizados por un estilo abiertamente confrontativo, algo que criticaron con firmeza los autores de la Entrevista Motivacional, de la que ya hablé en su momento. Un enfoque (el de la confrontación como bandera) que, al menos cuando se usa de forma generalizada y sin tacto, no aporta nada de valor ni resulta terapéutico. Las pruebas empíricas así lo demuestran: un estilo confrontativo no produce buenos resultados en terapia; incluso podría ser perjudicial, en ocasiones.
Este asunto de la confrontación toca un tema nuclear de la terapia, tratado de diferentes formas por parte de cada uno de los modelos teóricos disponibles: el de la responsabilidad del consultante. Prácticamente nadie duda que es importante ayudar a la persona a que se responsabilice de aquella parte de su comportamiento que le corresponde, al menos cuando trabajamos con adultos. Lo que pasa es que esto tiene que ir ligado a la comprensión de sus circunstancias y contexto, de lo que le ha pasado y lo que le sucede en el presente, de la influencia de otros factores significativos en su vida. Que la terapia requiera un papel activo por parte del consultante no justifica que, cuando esto no sucede, reaccionemos de forma desagradable y poco empática con la persona, cruel en ocasiones, bajo la excusa de estar haciendo una confrontación y devolviéndole la responsabilidad de su proceso, o alguna frase por el estilo. No todo vale. Hay que ser consciente, antes de nada, con que intención se va a hacer una intervención de este tipo: ¿es para ayudar o para castigar? ¿Es probable que sea el impulso que se necesita para producir cambios o solo sirve para que el profesional exprese de forma sibilina sus frustraciones ante la falta de avances? Después hay que saber qué, cuándo, cuánto, por qué, para qué y cómo confrontar. Exactamente como con cualquier otra intervención en terapia, a la medida de las necesidades de cada caso particular y bajo unas hipótesis basadas en la información de la que dispongamos.
Quizás solo sea una impresión mía, pero es que me parece que sucede con demasiada frecuencia. Es toda una paradoja: el terapeuta confronta de manera inadecuada a la persona por no hacerse responsable de su conducta y se queda tan tranquilo, sin darse cuenta de que es él quien no se está haciendo responsable de su actuación, al considerar que todo se reduce a un fallo del otro, sin llegar a plantearse otras posibilidades, incluidas aquellas que tienen que ver con su propia influencia en la interacción.
Si quieres confrontar como es debido, hay un par de lecturas que te podría recomendar. Por un lado, los trabajos sobre Entrevista Motivacional han tratado este asunto, sobre todo en el caso de personas en fases pre y contemplativas. Por otro, un libro que enseña muy bien a decir las cosas de tal manera que puedan ser más fácilmente aceptadas por las personas, a confrontar de manera comprensiva, empática y cuidadosa: La Comunicación Terapéutica, de Paul Wachtel; un clásico que nunca pasa de moda.
Muy buen artículo 👍🏽
ResponderEliminarGracias
EliminarGenial. Tal y como nos tienes acostumbrados.
ResponderEliminarGracias, Bernat
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