Hace
unas semanas escribí unas líneas sobre el desarrollo profesional en psicología clínica y psicoterapia, señalando lo que los expertos
habían descubierto sobre este tema. Hoy reflexionaré sobre mi caso
particular, mi propia historia profesional y los cambios que he
notado ha medida que he ido adquiriendo más experiencia. Y, para
finalizar, algo que llevo tiempo queriendo compartir públicamente:
mis resultados actuales, es decir, la respuesta a la pregunta “¿cómo
la va, por término medio, a la gente que acude a mi consulta y
participa en psicoterapia?”.
Mi
desarrollo profesional comienza antes de tener ningún tipo de
experiencia clínica (más allá del prácticum, en una unidad de
hospitalización psiquiátrica). Lo hace en el momento en el que,
tras unos años dedicándome a otras cosas, decido que quiero volver
a apostar por la carrera que estudié y llegar a ser psicólogo
clínico. Haber pasado años en un par de trabajos que no me
satisfacían me ayudó a darme cuenta de lo importante que es poder
dedicarte a algo con lo que te sientas a gusto (o incluso te
apasione). Tomar la elección de dejar de trabajar y gastarme todos
mis ahorros (literalmente) en pagarme una academia para preparar el
examen de acceso al PIR fue toda una declaración de intenciones y
una forma de compromiso implícito con el trabajo duro, el esfuerzo
(que podría no haber sido recompensado) y la aceptación de la
incertidumbre, la frustración, etc.
Creo
que estudié y aprendí más de psicología clínica estudiandoel
PIR que en los cinco años que estuve en la Universidad. Me vino bien
preparar el examen para afianzar conocimientos y, sobre todo, para
empezar a reflexionar sobre
lo que es la salud mental, el rol del psicólogo y mi propio papel en
todo esto. ¿Sería capaz de trabajar como especialista? ¿Podría
sentirme competente y desarrollar habilidades básicas para ser un
buen profesional? ¿Cómo entendía esto a lo que llamamos
“psicopatología”? ¿Y lo que llamamos “terapia” o
“tratamiento”? Hasta hace poco no sabía que lo estaba haciendo,
pero se podría decir que el germen de la práctica reflexiva había
empezado a crecer. Las
charlas y debates con otros aspirantes al PIR en los descansos de las
maratonianas jornadas de estudio afianzaron también este aspecto.
Cuando
obtuve plaza, me esforcé por conocer un poco de cada uno de los
enfoques de terapia. Cuando
estudiaba, me consideraba un firme “creyente” de los principios
del aprendizaje, fan de la terapia de conducta. Pero quería conocer,
tenía curiosidad y estaba motivado por saber más y ampliar
horizontes. Así que en las semanas previas al comienzo de la
residencia me puse a leer cosas muy variadas: Skinner, Beck, Adler,
Selvini-Palazzoli, Watzlawick… A algunos los dejé a medias porque
no lograba entender nada (el caso de Adler), mientras que la terapia
sistémica empezó a seducirme irremediablemente. En
fin, que en lugar de criticar sin conocer, fui directamente a las
fuentes y las abordé con sentido crítico y respeto (psicólogos del mundo, probadlo alguna vez: no es tan díficil).
De
esta manera comencé el PIR, pensando en esto de que uno debe tener
un modelo de referencia, lo cual parecía mostrar el hecho de que en
diferentes rotaciones una de las preguntas iniciales de algunos
profesionales fuera: “Y tú, ¿de qué orientación eres?”. Como
era un novato, caía en la trampa y respondía. Hoy en día he
desarrollado un poco más de desparpajo y repito la misma respuesta:
“Orientación Noroeste” (de ahí vengo yo). Bromas a parte, la
residencia de psicología clínica te da la maravillosa oportunidad
de estar en contacto con clínicos que trabajan desde diferentes
enfoques. Yo he estado en contacto con sistémicos,
cognitivo-conductuales, psicodinámicos, integradores… y diría que
de todos aprendí un poco. Hace escasos días leía con pena un
comentario en Twitter de una joven psicóloga (que no había hecho el
PIR) diciendo que eso de encontrarte con diferentes modelos teóricos
en cada rotación era algo negativo e indeseable (más bien, creo que
usaba la palabra “gymkana”). Como
ya señalé, precisamente hay pruebas de lo contrario: tener un
bagaje más amplio y conocimientos de diferentes modelos teóricos es
algo que caracteriza a los mejores profesionales. Conocer
ideas y planteamientos que van un poco más allá de nuestra zona de
confort me parece algo imprescindible para ser un buen psicólogo
clínico. Por supuesto, siempre de una forma crítica, pero humilde.
En
mis primeros meses, me preocupé en exceso por la técnica: tenía la
idea de que toda sesión debía terminar con alguna prescripción o
indicación por mi parte, creyéndome en la posición del que
soluciona los problemas humanos con ideas brillantes capaces de hacer
cambiar al más “resistente”. Creo que es habitual y, en parte,
normal para los que se encuentran comenzando su formación en
psicoterapia. Abrir el manual y utilizar todo tipo de técnicas da
sensación de seguridad. Por otro lado, las enseñanzas habituales en
facultades, escuelas de formación y parte de la divulgación
científica se centran en los procedimientos técnicos como clave
para ayudar a las personas. Esto no es del todo problemático, las
técnicas están ahí y son útiles, por lo que todo profesional que
se precie tiene que aprender a utilizarlas en algún momento. Con el
tiempo fui descubriendo que no marcan la diferencia con tanta
frecuencia como se les atribuye y que, al final, es difícil
diferenciar
lo que es técnica de lo que no. ¿Construir una alianza terapéutica
sólida es técnica o es otra cosa? ¿Y mostrar empatía de una forma
determinada y en el momento preciso? Hoy en día lo tengo claro: la
diferencia entre técnica, factores comunes o relaciones y
habilidades terapéuticas es artificial y no hay una manera clara de
aislar la influencia de unos y otros elementos. En fin, que recuerdo
haberle comentado a mi supervisor del primer año, tiempo después de
haberme ido de aquel centro de salud mental, que si hubiese vuelto
atrás en el tiempo habría hecho las cosas de manera muy diferente;
él me miró con cara de sorpresa y me dijo que lo había hecho muy
bien. Pero no se trataba de si lo había hecho bien o mal (creo que,
efectivamente, lo hice tan bien como cualquier otro residente de
primer año), si no de un cambio en mi forma de ver las cosas.
Lo
conté en público cuando expuse mi trabajo de fin de residencia y lo
expongo de nuevo aquí. Una situación que marcó mi desarrollo
profesional sucedió precisamente durante mi primer año como especialista en formación. Atendí a un hombre joven que había acudido a salud
mental por problemas con su pareja y en el trabajo. Lo primero se
había solucionado antes de la primera sesión y lo segundo de una
forma inesperada.
Así que en la tercera sesión acordamos el alta. Lo que recuerdo muy bien fueron
sus palabras de agradecimiento (y su expresión sincera) hacia mi y
como yo me quedé pensando: “¡pero si no he hecho nada!”. Claro, yo si que había hecho cosas que son terapéuticas, solo que no era consciente de ello y seguía ofuscado con la técnica. Este
hecho contribuyó a mi creciente interés en las variables de proceso
en psicoterapia: ¿qué es lo que hace que funcione? ¿Qué sucede en
la interacción psicólogo-consultante que hace que las personas
logren cambios importantes en sus vidas? Para mi, aquí está la
clave, en el “cómo” se hace, en un sentido amplio. La
rotación externa en una unidad de psicoterapia me sirvió para
aprender mucho de estas cuestiones y de otras que no había tenido en
cuenta hasta ahora, como el auto-cuidado del clínico, del que escribí
hace poco.
Por
cierto, en el párrafo anterior mencioné el trabajo de fin de
residencia y esto es importante también para el desarrollo
profesional. Aprender cuestiones básicas sobre investigación, hacer
tus pinitos en ello, leer mucho y desarrollar capacidad crítica para
analizar artículos y publicaciones varias. En
ese sentido, a mi me ha ayudado mucho escribir unos pocos artículos,
lo que te empuja a hacer búsquedas rigurosas sobre el tema,
enfrentarte a las modificaciones sugeridas por los revisores de las
revistas, etc.
Me
queda mucho camino por recorrer, sin duda, pero hay detalles que me
hacen darme cuenta de que me he desarrollado progresivamente como
psicólogo clínico. Por ejemplo, recuerdo cómo me frustraba cuando
iba a congresos, cursos o talleres, ávido de aprender cosas nuevas,
sobre todo herramientas que al día siguiente me hicieran sentirme un
psicólogo más eficaz; me frustraba, porque eso nunca sucedía. Lo
mismo me pasaba con muchos libros y artículos. Sin embargo, hoy en
día siento que disfruto mucho más y saco más provecho a este tipo
de actividades, a pesar de que tengo mucha más experiencia que hace
años. Mi hipótesis personal es que esto tiene que ver con que ya
tengo una base de conocimiento robusta y amplia que
me permite dejar de lado las ansias por encontrar certezas; en su
lugar, trato de integrar lo que escucho o leo con mi comprensión de
la materia.
En
definitiva, de mi historia personal de desarrollo profesional (hasta
la fecha actual) puedo sacar algunos elementos, a mi humilde parecer,
que son claves y que he ido mencionando a lo largo de esta entrada:
compromiso con el propio trabajo y con el esfuerzo que supone hacerlo
de forma eficaz (y esto es algo que sucede hasta la jubilación,
nunca puedes bajar la guardia); capacidad de reflexión acerca
de la propia especialidad, del campo de conocimiento y de uno mismo;
curiosidad y apertura a conceptos, ideas y aportaciones de otros
profesionales (¡y sobre todo de los consultantes!); aprender y
dominar las técnicas, pero sin darles un lugar privilegiado
inmerecido; interés por las variables de proceso y los principios
que favorecen el cambio en terapia; conocer cuestiones básicas sobre
investigación y desarrollar la capacidad de lectura crítica. Y
añado: interés por seguir mejorando y por poder ayudar a más
personas.
¿A
dónde me han llevado todas estas experiencias? Al siguiente lugar:
Este
es un pantallazo de mis resultados (hasta el mes pasado) en los casos
de personas que comenzaron conmigo el proceso de psicoterapia y de los cuales tengo medidas válidas para comprobar si hubo progreso en sus
metas o no. Hay muchas variables en esta imagen, pero quizás lo más
importante se halle en las tres últimas líneas. parara cada una de las
columnas (que reflejan casos que todavía están en terapia, casos
cerrados y los 30 últimos episodios terminados). Lo que muestran
estos números es que hasta el 67.8% de las personas que han
pasado hasta la fecha por mi consulta habían
experimentado en la última sesión una mejoría significativa.
Si de estos nos fijamos en los 30 más recientes, los resultados
fueron todavía mejores (lo que es un indicio de que mi rendimiento está mejorando): el 79.2% mejoró más de lo esperado
por azar (es decir, la probabilidad de atribuir ese cambio positivo a
la terapia es elevada). Si comparamos estos resultados con la
literatura especializada, se puede decir que están a la altura de
los hallados en los ensayos clínicos aleatorizados, un tipo de
estudio de la más alta calidad.
En
cualquier caso, quiero ser honesto y matizar algunas cosas. No tengo
medidas de seguimiento que permitan comprobar si los resultados se
mantuvieron pasados varios meses, un criterio importante a la hora de
valorar la efectividad de la terapia psicológica. El número
promedio de sesiones que aparece aquí (donde pone “media de
reuniones”) es muy bajo porque incluye también casos que
“abandonaron” la terapia. Cuando una persona deja de acudir
(porque no ve mejoría, no “conecta” con el clínico o por
circunstancias externas), lo suele hacer muy pronto: raro es el caso
de alguien que después de 2 o 3 sesiones sin obtener algún tipo de
beneficio decida continuar asistiendo a más sesiones, especialmente
si tiene que pagar por ellas. Además, aunque utilice escalas
validadas para este tipo de cuestiones, el concepto de mejoría y
progreso en psicoterapia a veces es discutible, como muestra este
excelente artículo: Five types of clinical difference to monitor in practice. Por último, el número de casos incluídos en estos cálculos es pequeño; normalmente, aumentar el tamaño de la muestra hace que los resultados sean algo más humildes. Pero esto es algo que podré ir viendo con el tiempo (y compartir por aquí), a medida que el número de personas atendidas vaya creciendo.
Estoy
convencido de que si todos los psicólogos clínicos (y residentes)
monitorizaran sus resultados, sus números no serían muy diferentes a los míos. Recuerdo mi satisfacción y sorpresa al comprobar los datos de los residentes cuando hice mi trabajo sobre la empatía
de los terapeutas: el 50% de las personas atendidas habían mejorado
de forma significativa, según la información obtenida con el CORE-OM, ¡y en
menos de 5 sesiones!
De todo lo comentado aquí, la “gymkana” de
la residencia ha sido sin duda la piedra angular de mi desarrollo
profesional. Es una pena que siga habiendo personas que critiquen el
PIR y traten de saltarse este eslabón fundamental de la formación
en psicología clínica.
Ahora
toca seguir trabajando. Y creciendo.
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