En
el campo de la psicoterapia hemos ido observando como a lo largo de
la última década han ido teniendo un gran desarrollo lo que se
conoce como Terapias de
Tercera Generación. Son
planteamientos teóricos y prácticos que parten de la terapia de
conducta pero van unos pasos más allá. Generalmente se considera
que los planteamientos cognitivo-conductuales han pasado por tres
fases o generaciones: la primera fue la aparición del conducticio
clásico; la segunda se caracterizó por el desarrollo de modelos
cognitivos y su integración con los modelos conductuales; por
último, surge la tercera generación de terapias, con una serie
de características
particulares.
A
grandes rasgos, este grupo de tratamientos supone un replanteamiento
contextual de la psicología clínica. Esto quiere decir que el
contexto en el que aparecen los problemas (y las soluciones de los
mismos) cobra mayor importancia. Pasamos de una postura en la que se
pensaba que el síntoma es algo propio del que lo padece, una
condición suya más o menos interna que resulta anormal o
disfuncional, a otra postura en la que se entiende que los síntomas
son respuestas comprensibles que cumplen una determinada función en
su contexto. En muchas ocasiones, el síntoma es un intento de
solucionar el problema que no da resultado (incluso puede ser la
causa de que el problema se mantenga). El enfoque contextual
cuestiona el modelo médico-psiquiátrico tradicional y toda la
estructura clasificatoria de los trastornos mentales. Es decir, el
sufrimiento humano no se achaca a una condición tipo enfermedad, a
un trastorno que padece el individuo, causado por sus genes o alguna
condición biológica, un enfoque que deja de lado un poco a la
persona y se centra en un diagnóstico. Las terapias de tercera
generación, por el contrario, se centran en la persona, en sus
características particulares y en
las de su entorno. No buscan
luchar
contra los síntomas, si no ayudar al cliente a reorientar su vida de
acuerdo a sus valores; vivir a pesar de los problemas.
La
mayoría de las terapias enmarcadas bajo este rótulo están
obteniendo muy buenos resultados en los estudios de investigación,
en cuanto a su eficacia. Así, por ejemplo, en el caso del trastorno
límite de la personalidad, está ampliamente reconocida la utilidad
de la Terapia Dialéctica
Conductual, desarrollada
por Marsha Lineham. Forman parte también de este enfoque la Terapia
Analítico Funcional (de
Kohlenberg y Tsai), la Terapia
Cognitiva Basada en Mindfulness
(Segal, Teasdale y Williams), la Terapia
Integral de Pareja
(Jacobson y Christensen), la Terapia
de Activación Conductual
(Jacobson, Martell y Dimidjian) y la Terapia
de Aceptación y Compromiso
(Hayes, Stroshal y Wilson), de la que hablaremos hoy.
Terapia
de Aceptación y Compromiso (ACT)
Aunque
ya conocía algo a nivel teórico de esta terapia, no ha sido hasta
que leí el libro Terapia
de Aceptación y Compromiso: práctica
y proceso del cambio consciente,
de Steven C. Hayes, Kirk Strosahl y Kelly G. Wilson que pude
comprender a fondo en que consiste este enfoque de psicoterpia.
La
lectura del libro resulta muy interesante y recomendable,
independientemente de la orientación teórica del que lo lea (los
que me conoce saben suelo trabajar desde otro enfoque diferente).
Aporta muchas ideas y técnicas que se pueden adaptar a otras formas
de trabajar. En el primer
capítulo, El dilema del
sufrimiento humano, ya
se hace toda una declaración de intenciones, desde la misma
frase inicial (“ninguna
cosa externa nos asegura de la liberación frente al sufrimiento”).
Critica el hecho de etiquetar bajo el
rótulo diagnóstico
psiquiátrico el sufrimiento humano, como si este fuera algo anormal,
y nos advierte sobre el peligro de la sobremedicalización (“hay
cantidades medibles de antidepresivos en nuestros ríos e incluso en
los peces que comemos”).
La primera parte del capítulo debería ser leída tanto por todos
los profesionales que se dediquen a la salud mental, así
como por todos aquellos que
acuden a los servicios como pacientes. De la falsa idea que nos
venden la publicidad y ciertos sectores la propia salud mental de que
“podemos (y debemos) ser felices a toda costa” surge en parte lo
que denominan evitación
experiencial, y que
viene a ser algo así como los esfuerzos que hacemos las personas por
librarnos del sufrimiento, por luchar contra él en lugar de
aceptarlo de forma activa y comprometida. De aquí viene lo de
“aceptación y compromiso”.
La
ACT se fundamente en la Teoría de los Marcos Relacionales, algo
compleja como para resumir en unas pocas líneas, por lo que remito a
la lectora interesada a las páginas del libro en las que se trata.
En el aspecto clínico,
introduce un concepto muy interesante como es el de flexibilidad
cognitiva, una especie
de manera
de estar en el mundo de las personas y que adquiere forma de
continuo, encontrándose en un extremo la rigidez máxima y en el
otro la flexibilidad (que sería lo que se considera más sano).
Desde la ACT se proponen seis procesos que contribuyen a la rigidez y
que son: atención
inflexible, quiebra de los propios valores, inactividad o
impulsividad, identificación con un yo conceptual y fusión
cognitiva. Frente a
ellos, la terapia describe otros seis procesos que pueden generar
flexibilidad psicológica: atención
flexible al momento presente, valores personales, compromiso con la
acción, yo-como-contexto, defusión y aceptación.
Es
un enfoque que presume de ser “a medida”, de adaptarse la
idiosincrasia de cada cliente. No se trata, por lo tanto, de un
tratamiento rígidamente manualizado que se aplique de la misma
manera para todo el mundo. Cuando hablan de aceptación,
no se refieren a resignación, ni a un elemento pasivo, como a veces
podemos malinterpretar. En este caso hablamos de una aceptación
activa, en la que la persona, por propia voluntad, es consciente del
sufrimiento; no trata de huir de él, si no que lo integra en su vida
y con sus valores. Sabe que cuando acepta algo lo hace en base al
compromiso que adquiere con aquellas acciones que le pueden llevar a
alcanzar sus metas.
En ACT se da mucha importancia
al momento presente y las prácticas de mindfulness o atención
plena. Se trabaja mucho en el aquí y ahora, procurando que la
terapia se base no tanto en lo intelectual y si más en lo
experiencial, empleando para ello toda una serie de ejercicios y
técnicas activas, así como el uso de metáforas. En ese aspecto, el
libro incluye multitud de ejemplos y de viñetas clínicas,
convirtiéndose en un manual bastante práctico que aporta un buen
puñado de ideas de cara al trabajo clínico.
Quizás
la parte menos agradable, para mi gusto, de la obra es el
proselitismo que los autores hacen de
su
enfoque. Es verdad que no es algo exclusivo de la ACT y que por
desgracia es muy habitual, pero me sigue chirriando el tener que leer
continuamente cosas como “el terapeuta ACT” (como para que quede
bien claro el apellido, no vaya a ser que se confunda con otros que
también se llaman “terapeuta” pero que no son de su familia), o
que si dices “A-C-T” en vez de pronunciar “ACT” (todo junto,
sin leer las siglas) es que no has entendido bien de qué va el
enfoque. Algunas cosas que presentan como si fuera novedosas, no lo
son tanto. Por ejemplo, que “la solución es el problema”
(refiriéndose a que veces lo que uno intenta hacer para librarse del
malestar es precisamente lo que, sin querer, lo mantiene) ya era el
lema de el enfoque sistémico del Mental Research Institute hace unas
cuantas décadas. Así mismo, el trabajo con los valores de la
persona y con el aquí y ahora lo venían haciendo terapeutas
humanistas y existenciales mucho antes de que existiera la ACT.
Igualmente, la importancia del contexto y de la función del síntoma
está reflejada en otros enfoques anteriores.
En cualquier caso, dejando a un
lado las críticas, la ACT resulta un tratamiento atractivo. Las
terapias de tercera generación están aportando una parte más
humanista e interaccional que creo que no tenían los enfoques
cognitivo-conductuales más tradicionales, preocupados por tratar
trastornos en lugar de personas y dejando un poco de lado la
importancia fundamental de la relación terapéutica.