Déjame que te cuente una historia que me ha confiado un psicólogo al que conozco bien, quien me ha dado permiso para compartirla públicamente. Los hechos tienen lugar en tres momentos temporales diferentes y todos ellos comparten un nexo común: la visita a una consulta de psicología.
- Primera experiencia: cuando tenía alrededor de 10 años, este futuro psicólogo empezó a pensar en su propia existencia y a ser consciente de que algún día se moriría. El hecho de pensar en su propia muerte le angustiaba tanto que no podía centrarse en otra cosa. Sus padres, preocupados por su estado anímico y no sabiendo bien qué hacer, decidieron llevarlo a la psicóloga clínica de salud mental infantil. Aquel niño recuerda que fueron pocas sesiones, pero muy intensas para él. No era fácil hablar de cosas que daban miedo, y menos con una desconocida que le miraba detrás de la mesa con una cara más bien inexpresiva. En su memoria ya no queda prácticamente nada del contenido de sus conversaciones. Solo puede visualizar con total claridad una escena: la psicóloga haciéndole muchas preguntas sobre su relación con un amigo que tenía entonces, un chico con el que había pasado malos momentos. Nuestro protagonista no entendía por qué aquella mujer indagaba con tanto interés en este punto, “¡si a mi lo que me pasa no tiene nada que ver con este chico! ¡Yo lo que tengo es miedo a morir!” Recibió pronto el alta, puesto que no había ningún problema clínico que tratar.
- Segunda experiencia: al poco de empezar la licenciatura en psicología, recibió la triste noticia de que un familiar cercano había sido diagnosticado con una enfermedad grave y con muy mal pronóstico. Y, aunque más adelante la enfermedad sería superada, en el momento aquello supuso un duro golpe para él. Unido a otras circunstancias que ha preferido no compartir, nuestro amigo cayó en una depresión, lo que le llevó a la consulta de otra psicóloga. De aquella nueva terapia, muy breve, recuerda también pocas cosas: el estar sentado durante horas cubriendo un cuestionario de personalidad que parecía interminable; un comentario de la psicóloga con el que pretendía convencerle de que una de las cosas que temía que le sucedieran no era negativa, si no al contrario, lo mejor que le podía pasar; y la sonrisa y el afecto con el que le trataba. Sobre todo, esto último.
- Tercera experiencia: años después, una ruptura de pareja le volvió a dejar tocado y no dudó en buscar ayuda profesional. En esta ocasión dio con un psicólogo de su seguro médico que le dedicaba unos 20 minutos por sesión (no fue a muchas, dice que cree que no volvió después de la segunda) y del que recuerda básicamente dos cosas: que no parecía haberse enterado o no recordaba el motivo de consulta, porque apenas le preguntó por ello; y, lo peor de todo, la siguiente escena: “una vez le estaba contando que me sentía solo y que eso era muy duro para mí y su respuesta fue algo así como que él, muchas veces, se iba a su casa en coche después de ver muchos pacientes, se encontraba con su mujer y sus hijos y que deseaba poder estar solo un rato. Vamos, le faltó decirme ¡Uy, pues que suerte! ¡Cómo me gustaría a mi estar solo un rato y que me dejaran en paz la gente pesada, como tú y mi familia”.
Ahora, años después de estos hechos y con 10 años de experiencia a sus espaldas, mi amigo es capaz de mirar atrás, analizar estos sucesos y utilizarlos como experiencias de aprendizaje que indican cosas que es importante tener en cuenta de cara a tratar con personas en su trabajo diario.
- Primera experiencia: de aquí se pueden destacar dos cosas. La primera, la importancia de calibrar la intensidad de la sesión, más aún en el caso de los niños. Los profesionales debemos crear unas condiciones que sean lo más amables posibles para las personas, favoreciendo el hablar de cosas que generan ansiedad, difíciles de expresar y de escuchar. Una cara inexpresiva y una configuración del espacio poco amigable no ayuda a sentirse cómodo. Quizás mejor retirar la mesa de en medio y esbozar una sonrisa. Por otro lado, a menudo hacemos preguntas que no parecen relacionadas con el motivo de consulta. Para nosotros puede estar claro por qué las hacemos, basadas en nuestros conocimientos; pero, a menudo, su sentido no es tan evidente para quienes acuden a consulta. Bastaría con hacer una serie de comentarios que contextualizaran dichas preguntas y comprobar que la persona lo entiende y está de acuerdo. Tampoco está de más pedir permiso: “Ahora te voy a hacer unas preguntas sobre otros aspectos de tu vida, para conocerte mejor a ti y a tus circunstancias y poder ver si hay algo que influye en lo que te ha traído a consulta, o al menos poder descartar otros factores. Empezaremos por hablar un poco de tu familia. ¿Te parece bien que le dediquemos unos minutos?”. “Si te extraña que te pregunte por alguna cosa en particular, ¿serías tan amable de hacérmelo saber? Estaré encantado de explicarte cuanto necesites y resolver todas tus dudas”.
- Segunda experiencia: “Si vas a pedirle a alguien que cubra un test de 500 preguntas, y no estoy exagerando, mejor dale la opción de que lo haga en casa o en donde quiera, con calma. Quedarte solo en un despacho durante horas no es agradable”, dice en este punto mi compañero. Además, destaca lo agradable que le resulta recordar la sonrisa de su psicóloga. “Que alguien te sonría, incluso después de haberlo contados aspectos que para ti son muy oscuros, es liberador. Hace que no te sientas un bicho raro por sentir lo que sientes; te transmite aceptación. Imagínate hacer un esfuerzo enorme por abrirte, siendo una persona muy introvertida, y encontrarte con un semblante serio o cara de susto. Se te quitarían las ganas de volver a hablar, ¿no? Podrías pensar: ¿tan raro o malo es lo que me pasa? ¿Es así de grave?”. Sin embargo, un sabor amargo acompaña al recuerdo del comentario poco empático, aunque bien intencionado, de esta psicóloga: “¡eso que temes es lo mejor de la vida!”. Un mensaje, sin duda, que trata de ayudar pero que falla de pleno: provoca una sensación de incomprensión y de invalidación de las propias emociones.
- Tercera experiencia: “esta fue la peor de todas, con diferencia. Primero, el psicólogo no se interesó por aquello que me había pasado, las circunstancias. Iba solo al síntoma, por así decirlo. Segundo, lo hacía de forma poco personalizada, mandándome tareas para casa de manual (un autorregistro ABC de toda la vida). Tercero, lo más sangrante: lo de decirme que ojalá el a veces se sintiera solo me pareció uno de los comentarios menos empáticos que escuchado en toda mi vida. Me parece increíble que no se diera cuenta de lo desagradable que era que me dijera que él se pasaba el día rodeado de gente y que terminaba la jornada en su casa rodeado de su familia”. Y así es, siguiendo la línea de la anterior experiencia: intentar convencer a una persona para que vea las cosas de otra manera es contra-terapéutico en muchos sentidos. Además, aunque pueda tener sentido no hablar del motivo de consulta de la persona, si esto no se explica adecuadamente el resultado es negativo. Las personas llegan a consulta con sus preocupaciones y no tienen que saber si deben centrarse en una cosa u otra en la terapia. Es lícito que quieran sentirse escuchadas, que al menos hayan percibido que pudieron expresarse hasta donde necesitaban, que nos interesamos por ellas y por sus vivencias. Es después de esto cuando podremos ir, al ritmo que sea adecuado, focalizando la conversación en lo que puede llevar a conseguir los cambios deseados. Pero esto debe hacerse de forma consensuada, explicando, negociando los temas y metas a trabajar.
Una última nota de mi amigo: dice que él no está libre de caer en estos y otros errores; y que, de hecho, le ha pasado en más de una ocasión. Incluso está bastante convencido de que le seguirán pasando cosas similares. Sin embargo, es firma su creencia en que pararse a reflexionar y hablar sobre estos asuntos, revisar sus propias sesiones, lo que hizo bien y lo que hizo mal, es una práctica fundamental para seguir creciendo como profesional. Y yo estoy bastante de acuerdo con él. Al fin y al cabo, compartimos las mismas experiencias desde hace ya 40 años.
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