Hace
tiempo que no me paso por aquí. Ya sabes, lo de siempre: muchas cosas que hacer
y el poco tiempo que me queda libre prefiero dedicarlo a cuidarme. Después de
meses sin escribir en el blog, podrías pensar que hoy vengo a explicar algún aspecto
“profundo” de la psicoterapia. Y no sé si es profundo o superficial, pero hoy
te voy a contar el problema que tuve para colgar una tele en la pared de mi
salón y de cómo esta anécdota me sirve para apuntar algunos de los aspectos
clave que se dan en las terapias eficaces.
Primero,
contaré mi problema y su solución, poniendo números entre paréntesis para resaltar
aquellas cosas en las que veo una analogía con la terapia. Después,
desarrollaré brevemente los puntos que haya ido señalando en la primera parte
del texto.
La
anécdota del televisor.
Hace
algo más de tres años que me mudé al piso en el que vivo ahora, una vivienda
amueblada y completamente equipada; tanto, que incluso tenía en el salón una
estructura preparada para colgar una tele en la pared. Así que mi pareja me
propuso hacerlo. Sin embargo, yo fui rechazando la posibilidad. ¿Sabes por qué?
Bueno, en mi cabeza me imaginaba que poner la tele ahí iba a ser costoso;
suponía que tendría que hacerle cosas raras al aparato y a la pared, quizás
algún agujero, manejar herramientas desconocidas para mí; me preocupaba hacerlo
mal y terminar estropeando la tele o, peor aún, la pared de un piso que no es
mío. Todo estos estos pensamientos, claro está, se fundamentaban en mi escaso
conocimiento sobre el tema (1). Uno de los motivos que teníamos para colgar la
tele era que estábamos esperando el nacimiento de nuestro hijo y nos parecía
más seguro para él que el aparato estuviera anclado, para evitar posibles
accidentes. Pero como era una posibilidad, no una realidad actual, aquella
motivación no era suficientemente fuerte. Tampoco lo fue cuando nació el niño:
al principio, porque no se desplazaba independientemente y no había peligro;
después, porque se movía solo pero no llegaba a donde se encontraba la tele; y cuando
ya llegaba y tenía suficiente movilidad como para tirarla, descubrimos que
teníamos un hijo muy colaborador y que había aprendido bien el mensaje de que
ese extraño electrodoméstico que siempre estaba apagado en su presencia, no se
tocaba y había que tener cuidado con él.
Así
estuvimos tres años, hasta que pasó algo que reavivó el asunto. Una noche que
mi madre se encontraba de visita en nuestra casa, esta se quedó mirando a la
pantalla, apagada y silenciosa, y me dijo: “qué baja está esa tele, ¿no?”. Al
poco tiempo me quedé solo, con mis pensamientos, mirando aquel objeto y dándole
vueltas. Empecé a verlo con otra perspectiva y a plantearme cómo sería tenerla
a mayor altura. Lo visualicé y comencé a darme cuenta de algunas ventajas que
podría encontrar (2): de nuevo, mayor seguridad para mi hijo, que está en un
momento en el que desborda energía; pero se añadieron beneficios extra, como
disfrutar más del tiempo que hacemos uso de la tele, una postura corporal más cómoda
y algo de espacio en el mueble del salón. Casi de inmediato, me puse a investigar
qué tenía que hacer para ponerla en la pared, algo que había evitado hasta ese
momento. Así descubrí que las cosas no eran como me había dicho mi mente, sino mucho
más sencillas. Esa misma noche terminé colgando la tele en la pared, pero… estaba
todavía más baja que cuando estaba colocada en su soporte. Y era incapaz de
descubrir como subirla.
Al
día siguiente, cuando llegué a mi consulta, busqué soluciones hablando con uno
de mis compañeros de despacho, a quien considero una persona la que se le dan
bien ese tipo de reparaciones caseras (3). Cuando le expliqué la situación,
tuve que esforzarme bastante para que entendiera mi atasco: describirle la
estructura que había atornillada en la pared no fue fácil, incluso cogí un
folio para dibujarla (bueno, “pseudo-dibujarla”, porque mis habilidades pictóricas
son bastante pobres). Él se esforzó también por entender el dibujo y lo que yo
le planteaba (4). No me pudo dar ninguna solución, pero el hecho de estar
hablando de ello, la propia conversación, propició que se me ocurriera algo que
hacer. Así que me fui a casa contento, esperanzado y con expectativas de
resolverlo (5).
Por
desgracia, cuando investigué con calma mi idea, vi que aquello no era posible
(6). Al día siguiente, mi compañero sacó el tema. Me preguntó de nuevo por la estructura,
ahondando en su descripción y proponiendo un nuevo punto de vista. Y ahí
apareció una sensación de ¡Eureka! o algo asimilar, un “esto tiene todo el
sentido del mundo”. Llegué a casa emocionado y me puse manos a la obra.
¡Funcionó! Tele colgada a una altura ideal. Y aquí se acaba la historia, no hay
giros de guion ni nada parecido.
Las
analogías con la terapia.
1) 1) Sucede a menudo, ¿verdad? Nuestra mente
se dedica a anticipar una situación desconocida y la incertidumbre alimenta la
ansiedad. La propia respuesta del organismo nos pone en alerta, lo que hace que
estén más presentes pensamientos sobre los posibles riesgos. En fin, que nos
intentamos proteger de algún peligro poniéndonos en lo peor, dudando incluso de
nuestra capacidad para afrontar un problema determinado. Y cuando valoramos algo
así como que “no merece la pena el esfuerzo”, fácilmente podemos tender a la
evitación. Al menos, así me pasó a mí: me sentía incapaz y decidí no hacerlo. Esto
es algo que me ha sucedido en otras ocasiones, y disculpa que te cuenta otra anécdota.
Hace unos cuantos años, el coche que tenía por aquel entonces empezó a
funcionar mal. En concreto, cuando iba por la autovía y me encontraba una
pendiente pronunciada, no lograba superar la velocidad de 80 Km/h, a pesar de
que esto me sucedía en un tramo por el que conducía con cierta frecuencia y en
el que no me solía costar llegar al límite de velocidad permitido (120 km/h).
Sin tener ni idea de mecánica, de nuevo mi mente me jugó una mala pasada: me convenció
de que eso debía ser un problema del motor y de que si lo llevaba al taller iba
a tener que pagar una reparación muy costosa; no me parecía que mereciera la
pena: al fin y al cabo, el coche funcionaba perfectamente, con excepción del
problema mencionado. Otra vez, los costes anticipados superaban a los
beneficios. Con el tiempo, cuando mi situación económica fue más favorable,
terminé llevando el coche al taller. El fallo estaba en el “turbo” (sea lo que
sea eso) y la reparación fue bastante económica, sencilla y rápida. Nada que
ver con lo que había imaginado durante muchos meses. Y me arrepentí de no haberlo
llevado antes y haberle hecho caso a nuestra mente. En terapia, veremos a
menudo que lo que dicen nuestros pensamientos no tienen que ser necesariamente
la realidad; experimentar en el presente, sentir, es más importante.
2) 2) Cuando te habitúas a ver las cosas de
una determinada manera, a veces ayuda encontrarte con otra perspectiva; pero
una perspectiva que te haga reflexionar y darte cuenta de cosas novedosas. Mi madre
no criticó cómo teníamos puesta la tele; lo que hizo fue aumentar mi conciencia
sobre un asunto pendiente y estimular buenos motivos para afrontar aquello que
me parecía tan complicado. Aquí está la analogía para la terapia: cuando uno se
plantear cambiar algo que resulta costoso, difícil, doloroso, ansiógeno, es
importante tener buenos motivos para hacerlo, cosas que uno valora, tan
importantes como pueden ser la seguridad de personas a las que se quiere, el
cuidado de uno mismo, etc. Para estar dispuesto a sufrir, ese sufrimiento debe
tener algún sentido. Por eso hay enfoques de psicoterapia que explícitamente se
centran, en algún momento, en encontrar esos valores o motivos que puede tener
la persona para cambiar algo. Y, generalmente, motivos que tengan que ver con
evitar cosas desagradables no suelen ser tan movilizadores como otros
relacionados con las cosas que uno valora y desea.
3)
3) La analogía más evidente: buscar a una
persona que te asesore para resolver un problema. Pero no te diriges a
cualquiera, si no a quien consideras cualificado para ayudarte, papel que ocupa
el psicólogo clínico, en el contexto de la terapia. Quieres resolver un
problema, los has intentado por tu cuenta, pero te encuentras atascado; como ya
has tomado la determinación de resolverlo, estás dispuesto a explorar otras
opciones, siendo la terapia una de ellas. Por eso es importante dirigirse a un
profesional al que se le supone el conocimiento y habilidades adecuadas para
colaborar contigo.
4)
4) En psicoterapia, esta suele ser una
parte fundamental: la curiosidad de mi compañero (que también es psicólogo
clínico, pero que no actuaba como tal en ese momento) era como el interés que
muestra el terapeuta, haciendo preguntas para tratar de entender la experiencia
del consultante; la dificultad para expresar cosas de una manera en la que no
te sientes suficientemente hábil (en este caso, mi dificultad para dibujar o
describir verbalmente la estructura) genera cierta ansiedad (no faltaban en mi
cabeza pensamientos del tipo “qué mal me explico”, “qué mal dibujo”, etc.). Sin
embargo, el hecho de encontrarte con un psicólogo que se muestra paciente, que
no critica tus dificultades para expresarte ni te presiona, en el que percibes
un interés genuino por entenderte, ayuda a seguir haciendo esos esfuerzos, a afrontar
lo ansiógeno de la situación. Aquí estamos hablando de una tele, pero imagínate
tener que describir situaciones de abuso, de desesperanza, de deseos de morir,
de gran angustia… La terapia es exposición en gran parte, exposición a hablar
de cosas que duelen, pero dándole un sentido. Pero también es importante que la
conversación no gire solo entorno a lo que es “problemático”, sino que haya
(mucho) espacio dedicado a hablar sobre cómo se puede afrontar.
5) 5) No siempre es así, pero, en muchos casos
las condiciones descritas en el punto anterior favorecen que el consultante se dé
cuenta de algo o vea las cosas desde otra perspectiva que le permita plantearse
soluciones que, hasta entonces, no había contemplado. El estar haciendo algo
con la intención de resolver un problema (y estar hablando de ello con un
profesional cualificado es “hacer algo”) puede activar recursos personales que
abran el camino para el cambio. En la conversación/interacción que se da en las
sesiones suele estar la terapia, porque es una conversación basada en principios
que propician el cambio. Aquí también este presente la “remoralización”, la
recuperación de la esperanza y las expectativas de autoeficacia, cuestiones que
se deben transmitir en las sesiones si queremos que se den las condiciones
necesarias para que haya una buena evolución.
6) 6) En la terapia no hay certezas: en
ocasiones, es un proceso de “ensayo y error”. Se van probando cosas diferentes,
lo que en sí mismo es un avance (por dejar de hacer “más de lo mismo”, de las
cosas que no estaban funcionando), con la intención de descubrir lo que puede
servir y lo que no, y con la idea de aprender de todo ello. No hay una solución
única para todos los problemas parecidos; cada uno encuentra la suya.
Por
supuesto, cambiar una tele no es un problema comparable a estar deprimido,
tener crisis de ansiedad, conflictos familiares, etc. No es mi intención poner
al mismo nivel mi ridícula anécdota y el tipo de situaciones que traen a las
personas a terapia, mucho más relevantes, serias, limitantes y angustiantes. Lo
que trato de resaltar es esos procesos que se producen en la conversación terapéutica
y que pueden ser de tanta ayuda para mucha gente.