lunes, 20 de febrero de 2023

Confrontando a los confrontadores

Cuando en psicoterapia se habla de “confrontación”, se está haciendo referencia a un tipo de intervención que tiene una finalidad terapéutica y que consiste en hacer ver a la persona “la realidad” de una situación, especialmente en lo que tiene que ver con la responsabilidad que tiene sobre su propio comportamiento. Por ejemplo, a veces se trata de ayudarle a darse cuenta de una contradicción entre lo que dice y lo que hace o señalarle cómo ciertos hábitos de conducta o formas de responder ante determinadas situaciones no solo no le benefician, sino que, incluso, le pueden estar perjudicando. Todo esto con la expectativa de que esta confrontación suponga un incentivo, por decirlo así, para que la persona cambie lo que sea necesario.

Tiene sentido que un profesional de la psicología clínica haga este tipo de intervenciones en momentos específicos. La cuestión es que, a mi juicio, muchas veces algunos profesionales de la salud mental abusan de la idea de la confrontación y la terminan utilizando como excusa para decir cosas poco deseables. Es decir, se rotulan como “confrontaciones” expresiones que realmente son críticas, juicios de valor hacia la persona, invalidaciones, formas de dejar salir la frustración ante la dificultad para manejar ciertas conductas del consultante. “Le confronto con el hecho de que se queja, pero no está haciendo nada por cambiar”, podría ser una fórmula de este tipo, bastante habitual. La cuestión es: ¿esto a quién ayuda?

Cuando era residente de psicología clínica tuve la oportunidad de pasar una tarde en una prisión, visitando un módulo terapéutico en el que se encontraban algunos reclusos que aceptaban el compromiso de no consumir ninguna droga. Dio la casualidad de que ese día estaba en marcha un grupo “terapéutico” en el que pude estar observando parte de la sesión. Al parecer, se acababa de descubrir que un hombre había tomado alguna droga, hecho que él negaba. La dinámica del grupo consistía en, delante de todo el mundo, ir confrontándole con los hechos: varios de los participantes le repetían el mismo mensaje, una y otra vez, insistiéndole para que admitiera el consumo; el recluso en cuestión, lejos de reconocerlo y entrar en un estado catártico de arrepentimiento, no hacía otra cosa que defenderse. ¡Y no me extraña! Piensa por un momento en la situación: un grupo de personas a tu alrededor, dirigiéndose a ti en un tono desagradable, pidiéndote que confieses algo que te puede traer consecuencias negativas. Una situación verdaderamente aversiva, desagradable, más generadora de vergüenza y humillación que de “sanación”. Este ha sido el proceder clásico de grupos como los de Alcohólicos Anónimos, caracterizados por un estilo abiertamente confrontativo, algo que criticaron con firmeza los autores de la Entrevista Motivacional, de la que ya hablé en su momento. Un enfoque (el de la confrontación como bandera) que, al menos cuando se usa de forma generalizada y sin tacto, no aporta nada de valor ni resulta terapéutico. Las pruebas empíricas así lo demuestran: un estilo confrontativo no produce buenos resultados en terapia; incluso podría ser perjudicial, en ocasiones.

Este asunto de la confrontación toca un tema nuclear de la terapia, tratado de diferentes formas por parte de cada uno de los modelos teóricos disponibles: el de la responsabilidad del consultante. Prácticamente nadie duda que es importante ayudar a la persona a que se responsabilice de aquella parte de su comportamiento que le corresponde, al menos cuando trabajamos con adultos. Lo que pasa es que esto tiene que ir ligado a la comprensión de sus circunstancias y contexto, de lo que le ha pasado y lo que le sucede en el presente, de la influencia de otros factores significativos en su vida. Que la terapia requiera un papel activo por parte del consultante no justifica que, cuando esto no sucede, reaccionemos de forma desagradable y poco empática con la persona, cruel en ocasiones, bajo la excusa de estar haciendo una confrontación y devolviéndole la responsabilidad de su proceso, o alguna frase por el estilo. No todo vale. Hay que ser consciente, antes de nada, con que intención se va a hacer una intervención de este tipo: ¿es para ayudar o para castigar? ¿Es probable que sea el impulso que se necesita para producir cambios o solo sirve para que el profesional exprese de forma sibilina sus frustraciones ante la falta de avances? Después hay que saber qué, cuándo, cuánto, por qué, para qué y cómo confrontar. Exactamente como con cualquier otra intervención en terapia, a la medida de las necesidades de cada caso particular y bajo unas hipótesis basadas en la información de la que dispongamos.

Quizás solo sea una impresión mía, pero es que me parece que sucede con demasiada frecuencia. Es toda una paradoja: el terapeuta confronta de manera inadecuada a la persona por no hacerse responsable de su conducta y se queda tan tranquilo, sin darse cuenta de que es él quien no se está haciendo responsable de su actuación, al considerar que todo se reduce a un fallo del otro, sin llegar a plantearse otras posibilidades, incluidas aquellas que tienen que ver con su propia influencia en la interacción.

Si quieres confrontar como es debido, hay un par de lecturas que te podría recomendar. Por un lado, los trabajos sobre Entrevista Motivacional han tratado este asunto, sobre todo en el caso de personas en fases pre y contemplativas. Por otro, un libro que enseña muy bien a decir las cosas de tal manera que puedan ser más fácilmente aceptadas por las personas, a confrontar de manera comprensiva, empática y cuidadosa: La Comunicación Terapéutica, de Paul Wachtel; un clásico que nunca pasa de moda.

 


 

martes, 20 de diciembre de 2022

Familia y esquizofrenia: Los chicos de Hidden Valley Road

La biología es cosa del destino, hasta cierto punto; eso no se puede negar. No obstante, ahora Lindsay comprendía que se trata de algo más que nuestros simples genes. De un modo u otro, somos producto de las personas que nos rodean, la gente que la que nos toca crecer y la gente con la que elegimos estar más adelante.

Nuestras relaciones pueden destrozarnos, pero también pueden cambiarnos y restaurarnos, y nos definen, aunque nunca lleguemos a ver cómo sucede.

Somos humanos porque las personas que nos rodean nos hacen humanos”.

 


Se acerca las vacaciones, al menos para los afortunados que podemos tenerlas en estas fechas navideñas. ¿Qué mejor momento que este para dedicarle un tiempo a la lectura? Si te apetece, pero no tienes ningún libro en mente, te voy a recomendar uno (ya hacía mucho tiempo que no hablaba de libros en este blog): “Los chicos de Hidden Valley Road.

Se trata de una obra escrita por el periodista Robert Kolker; no es ningún profesional de la salud mental, pero aborda uno de los temas estrella de este campo: la esquizofrenia. En este libro, Kolker se dedica a describir la historia real de una familia norteamericana, formada por los padres y 12 hijos, en la que se da la circunstancia de que la mitad de los hermanos fueron diagnosticados de esquizofrenia en algún momento de su vida, lo que se convierte en el tema central y motivo de este escrito.

La manera en que se narra la historia de la familia resulta muy interesante: se intercalan capítulos que abordan este asunto desde dos ópticas distintas. Por un lado, la parte más amplia (y, en mi opinión, la más interesante) describe la historia familiar (de dónde vienen los padres, cómo se forma el matrimonio, el nacimiento de los hijos y su desarrollo) y cómo se van desplegando los problemas psicológicos que muestran cada uno de los afectados, lo cual va dando lugar a una descripción muy rica de todas las situaciones que atraviesa esta familia, en la que van a ir apareciendo muchos momentos de marcado interés, incluyendo el descubrimientos de secretos ocultos hasta entonces. Por otro lado, tenemos capítulos en los que se habla de lo que discutía la comunidad científica acerca de la esquizofrenia en el mismo momento en que se desarrollan los acontecimientos narrados, comenzando por el debate (todavía vigente) acerca de hasta qué punto es un problema biológico, de los genes o neurotransmisores o tiene más que ver con el ambiente (la historia vivida de la persona, su contexto, circunstancias particulares y otras variables sociales). Es interesante ver como en ciertos instantes ambos relatos (el de la familia y el de los investigadores) se cruzan y cómo se va tratando a los diagnosticados en función de las explicaciones que existían en cada momento sobre el origen y la terapia de la esquizofrenia.

Creo que merece mucho la pena la lectura de este libro, sobre todo por lo que respecta a la parte en la que se detalla la historia de cada miembro de esta familia, todo muy bien documentado mediante entrevistas con los propios protagonistas, tratados con mucho respeto y compasión por el autor. Y, aunque no se hace en ningún momento un análisis desde una óptica sistémica, me parece un libro perfecto para aquellos que conocemos dicho enfoque (el estudio de cómo las relaciones con otras personas influyen en la aparición de los problemas psicológicos), ya que permite observar ciertos aspectos teóricos propuestos por dicho paradigma. De hecho, si yo fuera docente en un programa de formación en terapia sistémica propondría la lectura y análisis de este libro como ejercicio práctico para los alumnos, siempre pensando en utilizarlo como recurso didáctico, por supuesto, ni como la “verdadera” conceptualización de este caso.

Lo que menos me ha gustado es que la parte en la que se van describiendo las teorías y tratamientos de la esquizofrenia deriva (de forma sesgada) hacia una posición claramente biologicista de este trastorno. Al llegar a la mitad del libro, las hipótesis centradas en los genes y similares se tratan casi en exclusiva, dejando de lado otras teorías y tipos de intervenciones más psicosociales y contextuales, que sí están más presentes al principio de la obra, aunque de forma anecdótica. Me preocupa que esto pueda dar lugar la falsa impresión de que, efectivamente, a día de hoy es compartida la hipótesis de que la esquizofrenia y los trastornos psicóticos en general tienen un origen genético o biológico. Yo, desde luego, me declaro escéptico en este campo (el de el origen de la esquizofrenia), no por capricho, si no basándome en lo que la ciencia ha demostrado (o, más bien, no ha demostrado) en el momento actual. Lo qué si que sé es que ciertos eventos, experiencias que los seres humanos vivimos, influyen en la aparición de este tipo de problemas. De la misma manera que es sabido que existen tratamientos psicológicos que han demostrado ser eficaces para ayudar a las personas con este tipo de diagnósticos (véase, por ejemplo, este libro publicado recientemente). Entiendo, en cualquier caso, que Kolker es periodista y se ha basado en la información proporcionada por algunos psiquiatras que trabajan desde ese enfoque; es difícil para alguien lego en la materia acceder a información y a profesionales que ofrezcan otra versión de la historia, debido a la preponderancia que tiene en los medios y en la creencia popular la idea de la esquizofrenia como una “enfermedad del cerebro”. He echado en falta escuchar esas otras voces en las páginas del texto, las de personas que pudieran hablar, de forma respetuosa y no culpabilizadora, de explicaciones e hipótesis psicosociales.

También desluce un poco el contenido el ver una afirmación (creo que hecha con buena intención, aunque no por ello menos equivocada), repetida en dos ocasiones, que señala que “nunca” se ha demostrado que exista una relación entre haber sufrido abusos sexuales y ser diagnosticado/a de esquizofrenia. Precisamente, la evidencia científica indica, con claridad, que hay una asociación muy alta entre ambas variables, por lo que los abusos sexuales conforman un factor de riesgo claro de sufrir un trastorno psicótico (y de otros tipos). Por supuesto, sufrir ese tipo de experiencias no lleva inevitablemente a la esquizofrenia, del mismo modo que no todas las personas con este diagnóstico han sufrido abusos. Lo constatado es que aumentan el riesgo.

 

Aún con lo negativo, si uno se acerca a “Los chicos de Hidden Valley Road” con curiosidad e interés por ver, estudiar y conocer de forma compasiva a la familia Galvin, así como tratando de comprender, con empatía, lo que supone verse envuelto en un problema en el que no está claro su origen, probando diferentes tratamientos (algunos de ellos bastante perjudiciales para la salud), sintiéndose señalados o culpabilizados (en ocasiones) podrá disfrutar de una lectura muy estimulante.

martes, 29 de noviembre de 2022

Humildad y escepticismo en terapia

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Me declaro escéptico de la psicoterapia. Entiéndaseme bien: no dudo que la psicoterapia funcione; eso lo tengo más que claro. Su utilidad es innegable, tanto desde el punto de vista científico (que es lo que cuenta) como del de mi propia experiencia profesional. Mi escepticismo está más bien relacionado con la duda acerca de cómo funciona la psicoterapia (no tanto respecto a qué hay que hacer, el método a seguir y las acciones que un buen psicólogo tiene que llevar a cabo para ser eficaz), con lo que hace que tenga (o no) éxito, que ayude a la gente (lo que en investigación, a menudo, se llama “mecanismos de cambio”, la explicación última de por qué la terapia funciona).

Lo reconozco: aunque sea extraño y difícil admitirlo, no puedo decir con total seguridad por qué funciona lo que hago en las terapias que son eficaces. Esto es así no porque yo sea un completo ignorante (solo lo soy parcialmente), sino porque es algo común a todos los modelos y métodos para trabajar en terapia. Todos. A día de hoy, todavía se nos escapa la confirmación definitiva acerca de qué hace que una terapia funcione. Hipótesis, hay unas cuentas; teorías, tenemos para repartir; ¿evidencias? Bueno, hay quienes afirman que existen las suficientes como para comprobar que su enfoque o visión de qué es lo que hace que la terapia ayude a cambiar a las personas es el correcto. Sin embargo, estamos lejos de llegar a un consenso, debido, en parte, a la ausencia de datos que confirmen definitivamente este asunto. Así que me gusta pensar que soy un escéptico informado, informado por la ciencia, por las investigaciones más actuales.

Por ello considero que es importante adoptar una actitud de humildad, especialmente relativa a nuestro propio trabajo. Una nota tranquilizadora para el público que no conoce este tema: hay muchas cosas en psicoterapia que sabemos que son útiles y que producen resultados favorables. Tenemos técnicas y procedimientos para aburrir, no es que trabajemos a ciegas. La cuestión que quiero resaltar aquí es la de la humildad del psicólogo ligada a su actitud científica, en el sentido de reconocer que hay muchas cosas que no sabemos (incluidas algunas relativas a nuestro modelo o forma de trabajar) y que las que sabemos que son útiles, a veces no sirven. Este tipo de humildad también implicar reconocer la presencia de datos que descarten o pongan en entredicho algunas de las prácticas que hemos estado llevando a cabo, estando dispuestos a desecharlas cuando sea recomendable, por mucha confianza que tengamos en su efecto terapéutico.

La humildad y el escepticismo se unen cuando se trata de intentar estar actualizado respecto al conocimiento científico más actual y vigente, siendo conscientes de que la ciencia, en nuestro campo, no funciona como una información incuestionable e inmodificable, sino que se van añadiendo nuevos conocimientos a los anteriores, otros se modifican y quizás algunos se desechen. Y seguimos siendo humildes cuando no usamos la anterior afirmación como excusa para aferrarnos a lo que hemos estado haciendo como la mejor opción posible, argumentando que todavía no se ha demostrado que sea así (pero ya se hará en el futuro) y que hay cosas que no se pueden comprobar, por ejemplo.

Creo que la humildad también llega en el momento en que reconocemos que nuestro trabajo en consulta, haciendo terapia, tiene un efecto pequeño. Tenemos muy poca influencia en la vida de las personas: estas están rodeadas de otras circunstancias y factores que tienen un peso enorme en lo que les sucede y que, por desgracia, desde la consulta no podemos cambiar. Por supuesto, a veces esa pequeña influencia que tenemos es suficientemente significativa como para cambiar su vida (y este es, quizás, el aspecto más satisfactorio de nuestro trabajo). Pero aún ese caso, de nuevo debemos ser humildes y conscientes de que quienes producen esos cambios, afrontan sus dificultades, resuelven sus problemas, etc., son los consultantes. Con nuestra ayuda y orientación, si se quiere ver así, pero son ellos los protagonistas de la terapia. Ojo, por tanto, a ponernos demasiadas medallas y considerarnos clínicos excepcionales (que puede que lo seamos, aunque más excepcionales son las personas con las que trabajamos).

¿Pueden tener la humildad y el escepticismo un efecto terapéutico? Yo creo que sí. Por ejemplo, el escepticismo nos puede servir para no dar por sentado que exista “una verdad” absoluta a la que se debe llegar (que, casualmente suele ser la nuestra), si no hipótesis que compartimos con las personas, trabajando con sus problemas no en la búsqueda de esa supuesta verdad objetiva, si no de una verdad que sea útil, una verdad en la que los conflictos de las personas puedan tener solución. Está bien, entonces, exponer nuestras hipótesis acerca de lo que está pasando (basadas en nuestros conocimientos aplicados a la información que nos da la persona) de una forma humilde, dispuestos a modificarlas si se comprueba que es necesario, validando la visión que el consultante pueda tener de la situación si esto es lo mejor que se puede hacer. Se trata de encontrar una idea compartida, razonable y éticamente admisible acerca de sus problemas y de la solución a los mismos, no de actuar como sujetos que saben mejor que la propia persona cómo encarar sus dificultades. Y aquí volvemos al escepticismo respecto a nuestras propias teorías sobre el comportamiento y el sufrimiento humano.

La humildad como factor terapéutico hace su aparición cuando el psicólogo clínico tiene en cuenta, respeta y se aprovecha de los recursos personales, ideas, y características de la persona la que trata de ayudar, recordando que este es el principal factor de cambio en psicoterapia. También cuando se evita imponer los propios valores del profesional, o dar por sentado que se entiende a alguien de una cultura diferente (incluyendo aquí su género, raza, ideología, valores, identidad sexual, nivel socioeconómico, etc.) y se decide respetarla y aceptar sus diferencias frente a nosotros.

El escepticismo también es beneficioso en la medida en que nos lleva a comprobar si la intervención que estamos realizando da resultados o no, en lugar de dar por sentado que estamos haciendo lo que debemos hacer y que, si no funciona, es culpa de otros factores ajenos a nuestras acciones. Lo mismo se podría decir de nuestras habilidades terapéuticas y desarrollo profesional a lo largo del tiempo.

No es fácil, quizás, operativizar estos conceptos en el sentido en el que he escrito sobre ellos, pero creo que os podéis hacer una idea general de a lo que me refiero cuando hablo de ser humilde y escéptico en terapia. Para mi son, sin duda, dos actitudes necesarias para poder realizar un trabajo eficaz en mi práctica diaria.