miércoles, 25 de mayo de 2016

Crónica de las III Jornadas SOPCA

El pasado sábado se desarrollaron en Oviedo las III Jornadas de la Sociedad de Psicología Clínica Asturiana (SOPCA), centradas este año en el papel del psicólogo clínico en los programas de atención a los trastornos mentales graves, con (me atrevería a decir) bastante éxito.

Desde el 2013, SOPCA no organizaba unas jornadas de este tipo; somos una sociedad pequeña (aunque hemos crecido durante el último año) formada por personas ocupadas con muchos otros asuntos. Esta ha sido la primera ocasión en la que los miembros de la actual junta directiva ha funcionado como comité organizador de un evento de este tipo. Y lo cierto es que nos hemos quedado muy satisfechos con el resultado. Más de 60 personas nos inscribimos en las jornadas: psicólogos clínicos, psicólogas, estudiantes... a pesar de ser un sábado. Los asistentes mostraron un gran interés en las ponencias, lo cual quedó en evidencia por el número de preguntas e intervenciones que se produjeron durante los minutos dedicados al debate. Creo que uno de los aciertos de la organización fue, precisamente, el dejar un tiempo amplio al final de cada ponencia para que el público pudiera interactuar y compartir sus impresiones. No podemos estar más que agradecidos por su participación y el feedback que recibimos al finalizar el evento. En las hojas de evaluación se repitieron mensajes de enhorabuena y de lo ajustado del tiempo (muchas personas indicaron que les hubiese gustado que la jornada fuera más larga).

Ha sido curioso observar la sinergia que se produjo entre los ponentes. Aunque algunos de ellos se conocían y mantienen una amistad, fueron contactados de forma independiente y trataron temas diferentes. Y, a pesar de ello, mostraron muchos puntos en común en su forma de entender el papel de la psicología clínica. La importancia del contexto, a la hora de comprender los problemas de estas personas, quedó de manifiesto en cada una de las exposiciones, así como el papel fundamental de la relación terapéutica y de una atención individualizada, centrada en la persona. Quedó claro que el psicólogo clínico tiene mucho que aportar, y no solo porque lo digamos los especialistas en psicología clínica, si no porque la evidencia así lo demuestra y porque guías nacionales e internacionales recomiendan la terapia psicológica como tratamiento de primera elección.

Al mismo tiempo que estuvimos todos de acuerdo en esto último, también coincidimos en denunciar la falta de recursos dedicados a las intervenciones psicológicas en los servicios públicos. Por ejemplo, los ETAC (Equipo de Tratamiento Asertivo Comunitario) de Oviedo y Avilés no tienen psicólogo clínico, incomprensiblemente.


La inauguración de la jornada corrió a cargo de Elena Cubero (en representación del Colegio Oficial de Psicólogos del Principado de Asturias, entidad colaboradora en esta edición) y de José Ángel Arbesú (responsable de la Unidad del Programa Marco de Salud Mental de la Consejería de Sanidad). Este último mencionó algunas de las líneas estratégicas del Plan de Salud Mental de Asturias 2015-2020, en el que se contempla la contratación de 19 psicólogos clínicos y el refuerzo de los programas de trastorno mental severo.

Marino Pérez, catedrático de la Universidad de Oviedo, propuso un modelo de psicopatología centrado en la persona, en el que lo fundamental es la intervención psicológica, vehiculizada a través de la relación terapéutica, principal herramienta de actuación. Recordó la importancia de atender a la experiencia subjetiva de la persona aquejada de síntomas psicóticos y aportó una amplia bibliografía científica que demuestra la falta de evidencia de que trastornos como la esquizofrenia constituyan una “enfermedad del cerebro”. Así mismo, la medicación antipsicótica no parece ser el remedio a este problema, en base a los resultados de diversas investigaciones.

Óscar Vallina, psicólogo clínico del Servicio Cántabro de Salud, nos contó su experiencia en el programa de intervención temprana en psicosis. Vimos los buenos resultados que se pueden obtener con poca inversión y supimos de las dificultades con las que se encuentra la psicología clínica a la hora de abrirse hueco en un sistema donde sigue predominando el modelo médico. Comprobamos también como en España seguimos atrasados en cuanto a programas de prevención de psicosis: el aumento de dispositivos de este tipo ha sido considerable en países vecinos como el Reino Unido, mientras que aquí siguen escaseando.

Continuamos la jornada con una mesa redonda en la que participaron todos los ponentes y, por supuesto, el resto de los asistentes. Aquí se trataron los temas señalados en los primeros párrafos: la importancia de las intervenciones psicológicas, la necesidad de aumentar este tipo de prestaciones en los servicios públicos, mantener un enfoque contextual y hacer algo de autocrítica (algunos especialistas en psicología clínica apegados a un modelo médico que poco favor hacer a la profesión y a los pacientes).


Después del descanso para comer, continuamos con la ponencia de Javier Fernández, psicólogo clínico del Servicio de Salud del Principado de Asturias, que nos habló de todas las intervenciones psicológicas recomendadas para los trastornos mentales graves y cómo muchas de ellas no se están aplicando, dando lugar a situaciones como la del Centro de Tratamiento Integral de Montevil (Gijón), en la que la proporción de psiquiatras y psicólogos clínicos es de prácticamente 4 a 1. Terminó dejándonos con dos preguntas bastante interesantes: “¿Y tú, a qué habrías dedicado el millón de euros que costó el Xeplion?”; y “Contexto médico o social: ¿dónde deberíamos estar los psicólogos clínicos?”.

La última exposición, a cargo de Marco Luengo (psicólogo clínico y Director del Área de Promoción Social del Ayuntamiento de Avilés), también suscitó mucho interés. Versó sobre un tema poco tratado pero de gran importancia: los trastornos mentales graves en personas sin hogar. Nos mostró los resultados del programa Housing First en España y respondió a la pregunta de “¿para qué sirve la psicología clínica aquí?”: para no sorprenderse de la situación, para tener una visión funcional y contextual de la psicopatología, para diseñar una atención adecuada y para ser crítico en cuanto a cómo abordamos la salud mental de las personas, entre otras cosas.

En definitiva, el resultado de las III Jornadas de SOPCA ha superado nuestras expectativas. La psicología clínica sigue reclamando su sitio, y no tanto por intereses personales, si no en base a la aportación que puede hacer a la hora de ayudar a que las personas afronten las dificultades de su vida, conservando su autonomía y capacidad de desarrollo personal.

Gracias a todas las personas que lo hicieron posible: comité organizador (Almudena, Antía, Carlos, María y Teresa), COPPA, Marino, Óscar, Javier, Marco, Nacho y a todas y todos los asistentes. Esperamos volver a veros pronto.

domingo, 15 de mayo de 2016

La (nueva) Entrevista Motivacional

La Entrevista Motivacional (EM, en adelante) es un tipo de abordaje psicológico que surgió, inicialmente, como una forma novedosa y eficaz de tratar con el problema del alcohol y otras adicciones. La primera descripción del procedimiento se publicó en 1983, en un artículo de William Miller, uno de los principales autores de la EM junto con Stephen Rollnick. Casi una década después, en 1991, llegó la primera edición del libro, donde se describe pormenorizadamente su manera de trabajar. Aunque inicialmente la EM se centró en tratar conductas adictivas, en 2002 presentaron una segunda edición en la que se abordaban también otro tipo de problemas que no tenían que ver con las adicciones. Ahora acaba de llegar a España la tercera edición, en la que dan una nueva vuelta de tuerca a su modelo.

¿En qué consiste la EM?

No debemos tomarnos el nombre de este enfoque de forma literal: la EM no consiste en motivar o dar ánimos a una persona para que cambie. Más bien se trata de algo muy diferente. Se trata de ayudar a sacar a la superficie las propias motivaciones de los clientes, sus razones personales para llevar a cabo o no una determinada conducta o cambio. Por ejemplo, si estamos conversando con una persona que quiere dejar de beber pero no lo tiene del todo claro, nuestro papel no es darle nuestros motivos para que lo haga, si no explorar, escuchar reflexivamente y propiciar que ella hable de sus propias motivaciones para llevar a cabo tal cambio en su vida. La motivación ya está ahí, en algún lugar de nuestro interlocutor; nuestro papel consiste en organizar la conversación de tal manera que aquel se acabe convenciendo a sí mismo de que va a cambiar. Y ese cambio irá siempre en función de los valores personales de cada uno. Como bien señalan Miller y Rollnick: “La EM no puede usarse para crear motivación que no está ahí desde el principio”.

Es un enfoque particularmente pensando para uno de los obstáculos más habituales con los que una se encuentra cuando quiere cambiar algo: la ambivalencia. Esta puede tener multitud de matices: la conducta que se quiere abandonar, por ejemplo, suele tener ventajas y desventajas y, además, aunque una persona quiera cambiar, puede no sentirse capaz de hacerlo o tener poca esperanza en que eso sea posible.

Podemos decir que la EM es un abordaje integrador, en el sentido de que es compatible con tratamientos psicológicos procedentes de diferentes modelos teóricos. De hecho, aunque en muchas ocasiones puede ser suficiente para conseguir los objetivos terapéuticos propuestos, se define como un tratamiento que favorece la aplicación posterior de otras técnicas psicoterapéuticas. Ayuda a superar la ambivalencia y a comprometerse con un plan de tratamiento, que entonces podría ser cualquiera que se haya mostrado eficaz.

El espíritu de la EM descansa sobre cuatro pilares fundamentales: colaborar con el cliente, aceptarlo de forma incondicional, ser compasivos y activar lo que la persona necesita y que ya tiene en su interior, sus propios recursos. La influencia de la psicoterapia centrada en la persona de Carl Rogers es clara y explícita. Las necesidades de los clientes son la prioridad, respetando y fomentando en todo momento la autonomía y capacidad de decisión. No se trata de que sea el psicólogo el que proporcione las ideas acerca de lo que se debe hacer, sino que se confía en que el paciente aporte sus propias ideas y saque provecho de sus puntos fuertes.



Los cuatro procesos fundamentales

En la última edición del libro de Miller y Rollnick sustituyen conceptos e ideas clásicas de su modelo por una nueva manera de entender la EM. Actualmente, proponen trabajar siguiendo cuatro procesos secuenciales que se pueden ver como escalones que hay que ir subiendo para poder alcanzar los objetivos, volviendo a escalones previos cuando sea necesario. Las conductas adictivas ya no son el único foco de atención, si no que se propone la utilidad del modelo para cualquier tipo de problema psicológico.

Vincular

El primer paso, común a prácticamente cualquier procedimiento terapéutico (y no solo en el caso de los psicológicos), es el de establecer una relación colaborativa con la clienta. Recordemos que la relación terapéutica es un factor claramente relacionadocon los resultados del tratamiento. Sin una buena alianza de trabajo es casi imposible avanzar en el proceso de proporcionar ayuda a otra persona. En este punto son fundamentales habilidades como la empatía, la aceptación del cliente, el interés por comprender su punto de vista, etc.

Enfocar

El segundo paso consiste en centrar la conversación sobre aquello que preocupa a la persona que tenemos delante y que se convierte en el centro de la terapia. Consiste, por lo tanto, en aclarar los objetivos, la dirección en la que quiere ir la persona. Se la atribuye a Séneca una frase que me parece aplicable a este proceso: “no hay viento favorable para el marinero que no sabe a dónde va”. Aquí es importante que haya un acuerdo acerca de qué es lo importante tratar, ya que paciente y psicóloga pueden tener opiniones diferentes respecto a este punto.

Evocar

Este es quizás el proceso más específico de la EM: buscar y reforzar el discurso de cambio del cliente, ayudarle, mediante preguntas y reflejos, a que verbalice aquellos motivos propios que tiene para hacer los cambios que se ha propuesto. No se trata de forzarlo, si no de propiciar la aparición de esos motivos mediante preguntas y reflejos que lleven a la persona a comprometerse con la decisión de cambiar. En este punto también es fundamental que la persona se sienta capaz de conseguirlo y tenga esperanza en que se puede lograr. Al igual que los motivos para el cambio, la confianza y la esperanza no las aporta el psicólogo, si no que parten del propio cliente.

Planificar

El último paso es el de preparar un plan de acción. Idealmente, es la persona interesada en hacer cambios quien aporta sus propias ideas acerca de cómo hacerlo. En muchos casos, cuando se llega a este proceso, los clientes siguen por si mismos el camino que les lleva a la consecución de sus objetivos. En otras ocasiones, la terapeuta puede proponer algunas alternativas técnicas (tratamientos psicológicos disponibles, por ejemplo) y dejar la decisión de con cuál probar a la otra persona. Lo importante no es tanto la técnica empleada como el compromiso con el plan y la promoción de la persistencia en la ejecución del mismo.

Evidencia y conclusiones

A lo largo de las tres últimas décadas se han realizado una amplia cantidad de estudios sobre la EM, hallándose buenos resultados en general que avalan su eficacia, aunque existen unos pocos resultados en contra. La investigación ha mostrado que hay una serie de factores que afectan a los resultados. Por ejemplo: algunos terapeutas obtienen, de manera consistente, mejores datos de eficacia; factores comunes como la calidad de la relación terapéutica influyen en el desarrollo de la terapia; cuando se sigue un manual estructurado se obtienen peores resultados; en clientes que ya están preparados para cambiar, la aplicación de este enfoque no es eficaz e incluso, en algunos casos, resulta contraproducente.

Aunque la mayoría de estudios se han centrado en las conductas adictivas, podemos concluir que la EM es un abordaje psicológico basado en la evidencia que se puede aplicar en diferentes áreas, complementario a otros tratamientos y que requiere pocas sesiones para reportar beneficios (entre 1 y 4).

viernes, 6 de mayo de 2016

No reflexionamos

No reflexionamos. Esta es la conclusión a la que llego estos días tras participar y observar una serie de debates sobre diferentes cuestiones relacionadas con la psicología clínica, pero que también es apropiada para otro tipo de temas. Tengo la fuerte impresión de que nos cuesta pararnos, dar un paso atrás y, por un momento, poner en tela de juicio nuestras propias ideas y concepciones de la vida. Ante algunas cosas importantes para nosotros adoptamos una postura rígida y no aceptamos argumentos en contra de nuestros puntos de vista, ni siquiera momentáneamente.

Hace unos días mantenía una interesante conversación sobre el sistema educativo. En las escuelas, institutos y universidades se imparten amplios e importantes contenidos teóricos, la mayor parte de ellos apropiados y significativos. Nuestros docentes están bien preparados y se esfuerzan por ayudar a los alumnos a asimilar una buena cantidad de conocimientos. Todo eso está bien. Sin embargo, se queda fuera de las aulas la enseñanza del pensamiento crítico y reflexivo. Los alumnos no aprenden a debatir, a adoptar una actitud de cierto escepticismo frente a determinadas cuestiones. Y esto no me parece saludable.

Partiendo de la hipotética posibilidad de que exista una “realidad objetiva” más allá de nuestros propios sentidos, a veces llegamos al extremo de tener la firma convicción de que todo aquello que tiene nombre y aparece escrito en los libros existe. Por ejemplo, recientemente una estudiante de 2º de psicología, discutiendo sobre la existencia de un determinado trastorno psicológico, decía algo así como “si aparece en el DSM (manual diagnóstico de referencia de los trastornos mentales), es que existe y, por lo tanto, es un trastorno”, a la vez que condenaba a todos aquellos que no pensaban igual, sugiriendo que habría que censurarles y que eran “poco científicos”. Nuestra querida amiga no tuvo en cuenta que hace no muchos años, en anteriores ediciones de ese mismo manual, la homosexualidad aparecía categorizada como un trastorno mental.

No nos paramos a reflexionar. Tendemos a leer libros y artículos que confirmen nuestras propias opiniones e ignoramos selectivamente aquellos datos que no encajan con nuestra visión del mundo. Curiosamente, este es un sesgo muy habitual en aquellas personas que presumen de tener un “pensamiento científico” y que enarbolan la bandera de la racionalidad y la objetividad. Personas que dan clases magistrales no solicitadas sobre lo que es lo correcto y lo que no, ajenos a que ellos también son víctimas de aquellos errores de razonamiento de los que acusan a los demás. 
 

En otra discusión reciente, alguien defendía que la supuesta superioridad de la terapia cognitivo-conductual sobre el resto de psicoterapias, basándose en los resultados de diferentes investigaciones, postura que fue incapaz de abandonar aún al presentársele otra serie de investigaciones que indican, como ya he comentado en otra ocasión, que no hay un modelo de terapia que sea superior a otro y que los resultados de los tratamientos psicológicos dependen muy poco del tipo de enfoque teórico o la técnica específica empleada. Pero ni unos ni otros nos detenemos unos minutos a leer los datos que apoyan la posición contraria o a criticar las ideas que nos han inculcado (o que hemos adoptado libremente).

Así que caemos en discusiones muy poco fértiles en las que solo se logra extremar y reafirmar las propias convicciones, confundiendo opiniones con realidades, el mapa con el terreno, los platos que aparecen en el menú del restaurante con la comida en si misma.

El debate, la discusión y la auto crítica son muy necesarios en un terreno espinoso como es el de la psicología. Las etiquetas diagnósticas, la psicopatología, no son objetos que están en la naturaleza esperando ser descubiertos por el hombre. Los síntomas y demás problemas psicológicos son, por supuesto, experiencias reales, y eso no se pone en duda. Otra cuestión es hasta qué punto es cierto afirmar que un conjunto determinado de síntomas es una enfermedad llamada “depresión”. Hemos decidido llamarla así por consenso social, porque un grupo de profesionales necesitaron ponerle nombre a las cosas para facilitar la comunicación entre especialistas, o por cualquier otro motivo (cuya validez también puede ser discutible). Prueba de ello es el hecho de que diferentes experiencias a las que en un momento determinado se les da el estatus de “trastorno” o “enfermedad”, con el tiempo dejan de ser consideradas como tal (valga el anterior ejemplo de la homosexualidad), y al revés: circunstancias de la vida relacionadas con determinadas dificultades de repente se transforman, como por arte de magia, en problemas de entidad clínica (véase los intentos de considerar la “depresión post-vacacional” como una enfermedad).

Tampoco reflexionamos sobre el método científico en si mismo. De acuerdo, es nuestro deber investigar lo que hacemos, de manera que encontremos la mejor manera de ayudar a los que lo necesitan. Pero para ello no hace falta perder la perspectiva. Aquello a lo que denominamos ciencia es algo que las personas decidimos, también por consenso, que lo era. Los seres humanos no llegamos al mundo y nos encontramos con un manual donde explicara lo que es ciencia. Es imposible separar el método de nuestras características, porque depende totalmente de nuestras capacidades, intelecto y modalidades perceptivas. Aún así, no estoy negando que sea inútil ni propugnando un nihilismo radical. A donde quiero llegar es a que no podemos dejar de lado una actitud más humilde y crítica. No tomemos los datos como realidades inmutables, porque la evolución y la historia nos acabará, muy probablemente, quitando la razón.

Debatir, discutir, reflexionar, la auto crítica... son los motores del conocimiento, precisamente. Si desde el principio de los tiempos nos hubiésemos conformado con lo que nos transmitían los “expertos”, sin cuestionar nada, todavía pensaríamos que hay dragones más allá de los océanos, que los problemas de salud mental son debidos a posesiones demoníacas o que la homosexualidad es un trastorno mental. Y si censuramos opiniones contrarias a las nuestras, que ponen en duda nuestras creencias, y tratamos de acallar a toda costa esas voces, el resultado puede ser volver a metafóricos campos de concentración, quemas de brujas y represión dictatorial.

Instituciones como las escuelas, las universidades, las administraciones y la familia pueden aportar mucha riqueza al desarrollo cognitivo, emocional e incluso ético de las personas, fomentando el respeto y la flexibilidad, la crítica y la reflexión. Y creo que también puede ser una función importante de los profesionales de la salud mental. Al fin y al cabo, las terapias psicológicas buscan fomentar, de uno u otro modo, la flexibilidad en las personas.

miércoles, 27 de abril de 2016

La terapia familiar



Durante la primera mitad del siglo XX, el desarrollo de la psicoterapia estuvo ligado principalmente al tratamiento individual de la persona que presentaba síntomas relacionados con la salud mental. Freud, por ejemplo, pionero en el uso de la terapia psicológica, desaconsejaba directamente el contacto del psicoanalista con los miembros de la familia de los pacientes. La terapia de conducta, el otro modelo predominante durante aquellas décadas, estaba más centrado en los síntomas de cada persona, dejando a un lado su contexto (incluyendo en este tanto sus relaciones familiares como otro tipo de influencias sociales).

Al mismo tiempo, algunos clínicos fueron introduciendo de forma gradual la importancia de la familia en la psicoterapia. Autores como Ackerman, Fromm-Reichman, Rosen, Whitaker o Bowen señalaban cómo las actitudes de los familiares podían influir en la psicopatología del paciente. Desgraciadamente, algunos de estos especialistas daban a entender que el desarrollo de los síntomas eran causados por la familia, la cual terminaba siendo culpabilizada, de forma injusta. Conceptos como el de “madre esquizofrenógena” dan cuenta de ello. Afortunadamente, esta idea de la familia como causante de trastornos psicológicos en un miembro en concreto se ha ido superando y desechando y en la actualidad no es compartida por la mayoría de los profesionales.

Durante los años 60 la terapia familiar experimenta su mayor desarrollo, expandiéndose sus modelos y consolidándose en la década siguiente. Habitualmente, la terapia familiar va ligada al modelo sistémico, aunque se puede hacer este tipo de terapia siguiendo otro tipo de paradigmas (conductista, cognitivo, etc.).

Los modelos sistémicos de terapia familiar basan sus fundamentos en la teoría general de sistemas, la teoría de la comunicación humana y, más recientemente, en el constructivismo.

A grandes rasgos, la teoría general de sistemas propone que en la naturaleza los organismos estamos organizados en sistemas. Un sistema es un conjunto de elementos que están relacionados entre si, de tal forma que los cambios en uno de ellos afectan a los otros y viceversa. En ese sentido, el modelo sistémico entiende la familia como un sistema abierto, una red comunicacional en el que todos los miembros influyen en el sistema y son, a su vez, influidos por este. Cada uno de nosotros puede pertenecer a diversos sistemas, no solo a la familia: el grupo de amigos, nuestra pareja e hijas, compañeros de trabajo, el grupo de personas con las que hacemos algún deporte... La terapia familiar sistémica se centra en la familia porque es uno de los sistemas más importantes (si no el que más) a los que pertenecemos. Desde este enfoque, no se trata de encontrar patologías individuales, sino que se habla de disfunciones familiares, que se manifiestan porque uno de los miembros es el que porta o presenta algún síntoma (el “paciente identificado”), que comunican que el sistema familiar tiene algún tipo de problema que no logra solucionar de otra manera.

La teoría de la comunicación humana, explicada en un clásico libro que lleva el mismo nombre, presenta los problemas de salud mental como problemas de comunicación, principalmente familiar. Los síntomas son interpretados como mensajes que surgen en respuesta a una situación en la que la comunicación es incongruente o confusa. Esta incongruencia tiene que ver con los dos niveles de comunicación descritos por el modelo: el digital (el contenido de lo que decimos) y el analógico (el que indica la relación entre las personas que se comunican). Un ejemplo de incongruencia típico sería una situación en la que una persona dice a otra “No me pasa nada, estoy bien” (nivel digital), al tiempo que lo dice llorando (nivel analógico). La persona que recibe este mensaje se encuentra en una situación en la que recibe dos mensajes contradictorios, con el consiguiente malestar que esto le puede generar.

Por último, podríamos definir el constructivismo como una teoría del conocimiento que propone que no podemos llegar a conocer una realidad objetiva que sea común a todas las personas. Más bien, cada persona tiene su propia percepción del mundo, sus creencias, ideas, actitudes... adquiridas a través de sus propias experiencias del mundo. Es decir, la realidad se construye. Lo que consideramos “realidad” no es más que una serie de acuerdos sociales, consensos entre personas. La experiencia, por tanto, se puede construir o interpretar de maneras diferentes, sin que eso signifique que una sea patológica y la otra no, o que exista una forma de pensar “adecuada” o “más racional” y otra que lo sea menos. Es una cuestión mucho más subjetiva.


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La terapia sistémica no ha sido ajena a la tendencia de los modelos de psicoterapia hacia la diversificación y aparición de diferentes escuelas. Estas escuelas, aún partiendo desde un enfoque sistémico, difieren en su manera de entender los problemas humanos y las maneras de abordarlos:

  • El grupo del Mental Research Institute (Watzlawick, Fisch, Weakland...), por ejemplo, se basó en la premisa de que eran las soluciones ineficaces que ponían en marcha las personas las que, inintencionadamente, mantenían el problema. A modo ilustrativo, las fobias se mantienen porque el intento de solución de muchas personas consiste en evitar el estímulo o situación que desencadena la ansiedad. Si la afectada dejara de intentar solucionarlo de esa forma (es decir, dejar de evitar), el problema se podría resolver.

  • Otras escuelas, como la estructural (representada por Minuchin) o la estratégica (Haley es el autor más conocido, dan especial relevancia a la cuestión del poder y la jerarquía en las relaciones. Por ejemplo, cuando existe un problema en una familia en la que una hija realiza funciones que le corresponderían a uno de los padres, o cuando dos miembros de la familia mantienen una coalición en contra de un tercero.

  • La escuela de Milán, desarrollada por Mara Selvini y sus colegas, puso el énfasis en lo que denominó “juegos familiares”, que podríamos definir como una serie de relaciones familiares y las reglas que las rigen. Su trabajo con familias de chicas diagnosticadas de anorexia ha sido muy influyente en psicoterapia.

  • La terapia centrada en soluciones parte de las aportaciones de autores como Steve de Shazer para convertirse en un modelo de terapia que pone su atención en los recursos de los clientes y en los momentos en los que los síntomas o el problema no están presentes.

  • En los últimos años se ha extendido la influencia del enfoque narrativo, principalmente representado por Michael White. La terapia narrativa también aprovecha al máximo los recursos de las pacientes y presta mucha atención al tipo de historias o relatos que construimos sobre nosotros mismos y nuestra relación con los problemas que nos afectan.

Las aportaciones de las diferentes escuelas han facilitado la integración de diferentes elementos y el desarrollo de un enfoque con base sólida y buenos resultados. La terapia familiar ha demostrado ser un tratamiento psicológico eficaz y es aconsejado por organismos tan importantes como la Asociación de Psicología Americana, que lo recomienda como tratamiento de elección en casos de anorexia y bulimia, por ejemplo.

En síntesis, desde este paradigma los problemas de salud mental no se interpretan como trastornos que afectan a una persona. Se entiende que los individuos y las familias tienen ciclos vitales en los que afrontan una serie de etapas y crisis en las que se pueden quedar “atascados” cuando se intentan superar empleando soluciones que sirvieron para otro tipo de situaciones, pero que ya no resultan eficaces. En estos casos, uno de los miembros de la familia comenzaría a mostrar síntomas como respuesta a un problema del sistema (el por qué esto le pasa a una persona y no a otra no se ha aclarado todavía con certeza). Por lo tanto, el trabajo terapéutico se llevaría a cabo con toda la familia, para ayudarlos a salir de aquel atasco y recuperar la normalidad. Un ejemplo podría ser un niño que empieza a comportarse mal como reacción a un problema entre los padres. Precisamente, en los trastornos infantiles es fundamental poder contar en las sesiones con la presencia de la familia, quienes suelen ser los más preocupados e interesados en que la terapia llegue a buen término, así como los mejores co-terapeutas que podemos encontrar.

Conviene volver a mencionar y subrayar la idea de que la terapia familiar sistémica actual no señala a los familiares como culpables o causantes del malestar del miembro del sistema que presenta el síntoma. Tal planteamiento solo puede obedecer a una mala interpretación de los fundamentos de este tipo de terapia. Muy al contrario, la terapia familiar fomenta la colaboración de todos los miembros con el fin de aprovechar sus propios recursos, habilidades y capacidades para afrontar los problemas que les preocupan. El hecho de poder contar con más personas en consulta (física o simbólicamente), además del paciente identificado, multiplica las posibilidades de lograr una mejoría. En el ejemplo anterior del niño que se portal mal, no se trata de culpar a los padres. La inmensa mayoría quiere lo mejor para sus hijos y no querría provocarles ningún malestar. Se trataría de establecer una relación de colaboración con los miembros de la familia que ayudara a alcanzar los objetivos que se propusieran, ayudándoles a ayudar a su hijo.

domingo, 24 de abril de 2016

El principal factor terapéutico: el cliente.

Llevo unos días reflexionando sobre una cuestión interesante, reforzada por la lectura de un artículo escrito por Alberto Rodríguez-Morejón: el papel fundamental de los recursos de los clientes / pacientes en los resultados de la terapia psicológica.

Ya expliqué en otra ocasión que los resultados de la psicoterapia sepueden atribuir a diversos factores como, por ejemplo, los elementos comunes a los diferentes modelos de terapia psicológica, principalmente la alianza terapéutica. Rodríguez-Morejón cita los estudios de Wampold que cifran la influencia del tipo de modelo seguido en solo un 1%. Es decir, cuando una persona alcanza sus objetivos tras unas sesiones de psicoterapia (por ejemplo, recuperarse de un estado depresivo), si hacemos una separación de los diferentes factores que han contribuido a tal resultado y la importancia que han tenido cada uno de ellos en el mismo, veríamos que el modelo teórico que haya seguido la psicóloga clínica tendría muy poco que ver con que la terapia haya llegado a buen puerto. Esto no significa que se pueda trabajar sin un modelo o que valga cualquier cosa (siempre hay que basarse en modelos de largo recorrido y reconocida eficacia), si no que el mayor poder terapéutico reside en otros elementos. Uno de ellos, probablemente el principal, es la propia persona que acude a consulta.

Cuando yo empecé mi formación como residente de psicología clínica (y creo que lo que voy a contar es muy común en todos los que nos dedicamos a esto cuando damos nuestros primeros pasos profesionales) estaba más preocupado en utilizar la técnica más adecuada con cada caso que en otras cosas. Me costaba concebir la idea de terminar una consulta sin prescribir algún tipo de tarea para realizar entre sesiones, pensando que en dicha sugerencia descansaba la eficacia de la terapia. Nada más lejos de la realidad. Las técnicas concretas y algunos tratamientos estandarizados pueden ser muy útiles en determinados casos. Sin embargo, los mecanismos de cambio más importantes no residen en ellas.

Recuerdo uno de mis primeros casos en los que el motivo de consulta se resolvió en solo tres sesiones y en las que yo tenía la sensación de que no había aportado nada. A pesar de ello, el último día, la persona a la que atendí se mostró muy agradecida con mi trabajo, afirmando incluso lo siguiente: “mucho de esto te lo debo a ti”. Con el paso del tiempo, interpreté que lo que había hecho yo fue interesarme por sus experiencias, sin juzgarlas ni criticarlas, mostrándome lo más empático que pude. Hoy en día lo vuelvo a pensar y creo que hubo algo más: sin darme cuenta, mi papel consistió en confiar en su propia capacidad para resolver su problema, en potenciar los recursos que ya traía de casa, en lugar de ponerme en el papel de experto y señalarle la dirección a seguir que yo podría haber extraído de alguno de mis libros de referencia.

Poco a poco, me he ido volviendo menos “prescriptor” y más “confiado”. Confiado en la disposición de la gente a hacer los cambios necesarios para lograr los objetivos que se proponen. Ahora escucho más las ideas que tienen las personas acerca de cómo resolver sus problemas y dejo a un lado los manuales. No dejo de sorprenderme de cómo, cuando una situación parece atascada, los clientes acaban haciendo uso de recursos que les ayudan a seguir adelante. Y si alguna de esas capacidades extraordinarias de las personas para ser los protagonistas de la solución de sus conflictos requieren del apoyo de alguna técnica específica, no dudo en proponerla y adaptarla a las características y preferencias de cada una con tal fin.

Las investigaciones son claras al respecto: la persona que consulta es el principal factor de cambio. Por lo tanto, parece mucho más inteligente y terapéutico seguirla a ella en su proceso que hacerlo al revés. Esto es así hasta tal punto que en ocasiones me he llegado a preguntar si los psicólogos clínicos hacemos falta. ¿Somos útiles?




A pesar de las dudas, cada vez tengo más clara la respuesta a la pregunta anterior: si, lo somos. La mayoría de las personas consigue resolver sus problemas sin ayuda de un profesional de salud mental. El ciclo vital de un ser humano está lleno de momentos difíciles, de crisis, conflictos, transiciones, etc. Sin embargo, esto no impide el normal desarrollo de las personas, lo cual ya de por si es indicativo del potencial humano para salir adelante, incluso en circunstancias muy adversas. En ocasiones, se producen momentos de “atasco”, en los que cuesta algo más deshacerse de un determinado problema o alcanzar ciertos objetivos. Sin querer y con la mejor de las intenciones, lo que hacemos para salir de tal estancamiento no funciona o incluso agrava la situación, o quizás el entorno dificulta el encontrar una salida adecuada. De esta forma, el problema se va hinchando, hasta tal punto que apenas nos deja ver que hay otras cosas ocultas detrás de él: nuestros propios recursos.

Es aquí cuando el psicólogo clínico resulta de utilidad. Se requiere una serie de habilidades para llevar a cabo una conversación con la persona que pide ayuda de tal manera que se obtengan resultados terapéuticos. Cuando alguien está enmarañado en su problema o en sus síntomas, ayudar a recuperar y desarrollar la potencialidad para encontrar una solución es una tarea importante que no se puede hacer de cualquier forma. Hacen falta grandes dosis de comprensión empática, de reestructuración, de búsqueda de esos recursos olvidados o eclipsados, combinadas con un profundo respeto a la autonomía y a la capacidad de decisión de cada persona. Y esto requiere una formación especializada, siempre sin perder de vista quién es el verdadero héroe (como dirían Duncan y Miller) de esta historia.

A la consulta las personas llegan con una narrativa, una historia de si mismos en la que se ven desbordados por un problema que no consiguen solucionar. Es un relato, una forma de verse y experimentarse, pero no significa que esta sea necesariamente la realidad. Muchas veces, el trabajo terapéutico consiste en construir, junto con la persona interesada, una nueva historia donde también tienen cabida las ideas y recursos de aquella. Cuando dejamos que el consultante vuelva a ser el protagonista y deje de ser un personaje secundario al que le pasan cosas, los cambios comienzan a aparecer.

Las técnicas y los modelos de terapia son importantes, no debemos desecharlos, por muy pequeña que sea su influencia en los resultados. Cualquier factor que aumente las posibilidades de ayudar a las personas debe ser bienvenido. Pero tampoco debemos adoptarlos de forma rígida, idealizarlos y mucho menos privilegiarlos. Por muy eficaces que hayan mostrado ser, de nada van a servirnos si no contamos con el principal protagonista del cambio: el cliente, el paciente, la persona que sufre.

Hoy en día no conozco mejor herramienta terapéutica que confiar en la propia capacidad de las personas de encontrar sus propias soluciones, creando el contexto adecuado para que esto pueda suceder. Esta es, sin duda, mi técnica favorita y la más eficaz en mi trabajo.

domingo, 17 de abril de 2016

Unas notas sobre el denominado "trastorno mental grave".

El próximo 21 de Mayo vamos a celebrar en Oviedo la III Jornada de laSociedad de Psicología Clínica Asturiana (SOPCA). Tal y como consta en la web de la sociedad, SOPCA es una sociedad científico-profesional comprometida con el desarrollo y consolidación de la especialidad sanitaria de Psicología Clínica en el Servicio de Salud del Principado de Asturias (SESPA) así como en Sistema Nacional de Salud. Otro de sus compromisos es dar a conocer y difundir el rol del psicólogo clínico y las prestaciones asistenciales de nuestra especialidad al público en general.





Desde Junio de 2015 formo parte de la Junta Directiva de SOPCA, desempeñando el rol de presidente. Estas son las primeras jornadas en las que formo parte del comité organizador y estoy muy ilusionado con su desarrollo. Vamos a contar con ponentes con mucha experiencia y una gran trayectoria profesional: Marino Pérez, Óscar Vallina, Javier Fernández y Marco Luengo. Todos ellos son psicólogos clínicos y doctores en psicología. Me consta que al menos tres de ellos colaboran con la universidad, ya sea como profesores adjuntos o de otra manera. En el caso de Marino, es Catedrático de la Universidad de Oviedo. Todos han participado en investigaciones y publicado artículos en revistas científicas. Algunos, como Marino, han publicado varios libros. La mayor parte de su actividad laboral, si no toda, la desempeñan en el ámbito público. En definitiva, se trata de personas altamente cualificadas, que conocen la clínica de primera mano, así que estoy seguro de que nos van a aportar muchas cosas.





SOPCA es una sociedad bastante humilde, por lo que nuestros medios son limitados. Personalmente me hubiera gustado añadir otros contenidos al evento. Nos hemos dejado fuera, por ejemplo, alguna ponencia sobre problemas graves de la infancia. Nos ha faltado también contar con ponentes de género femenino. Además, hubiese sido deseado contar con la participación de personas diagnosticadas de trastorno mental grave. Son aspectos a mejorar en futuras ediciones.

Trastorno mental grave”... ¡Qué mal suenan esas palabras! Lo cierto es que no me quedo satisfecho con haber usado esos términos en el título de las jornadas, pero en un evento de este tipo solemos utilizar esta jerga técnica, diseñada para facilitarnos la vida a los profesionales de salud mental a la hora de comunicarnos entre nosotros. Pero, desde luego, soy consciente de que esta etiqueta no hace ningún favor a las personas a las que se les atribuye ni a sus familias.

En términos generales, la etiqueta “trastorno mental grave” (o “severo”) se utiliza para agrupar a una serie de personas con problemas de salud mental que reúnen una serie de características:

- Diagnóstico. Se incluye a aquellas personas diagnosticadas de algún tipo de psicosis, en el sentido amplio de la palabra: esquizofrenia, trastornos de ideas delirantes crónicas, trastornos esquizoafectivos, trastorno bipolar, trastorno depresivo grave recurrente, trastorno obsesivo compulsivo...

- Duración del trastorno. Aquellos problemas que persisten por lo menos dos años o en los que se observa un deterioro progresivo y marcado durante los últimos 6 meses. En definitiva, que tengan la consideración de “crónicos”.

- Discapacidad social, familiar y laboral. Este aspecto se evalúa mediante escalas diseñadas con tal propósito.

Como decía anteriormente, este tipo de clasificaciones diagnósticas se hace sobre todo para facilitarnos (teóricamente) el trabajo a los profesionales. Las Comunidades Autónomas suelen tener planes y programas específicos en los servicios de Salud Mental dirigidos a la atención de este tipo de población. Se procura promover el acceso a toda una serie de recursos que puedan ser de ayuda en estos casos.

Aunque estos programas y dispositivos están compuestos por buenos especialistas, muchas veces existen carencias organizativas, ideológicas y de recursos humanos que no favorecen la evolución de los pacientes. Algunos piensan que, a veces y sin querer, los programas de trastorno mental grave, más que atender problemas crónicos, terminan cronificando a las personas. En muchos casos se trata a las personas que acuden a buscar ayuda de forma paternalista o excesivamente directiva. Se les despoja de su autonomía y capacidad de decisión, bajo la premisa de que el profesional es el experto que sabe lo que necesita el paciente. Ciertamente, poner a este último en una posición tan pasiva no parece que pueda favorecer su mejoría. El hecho de poner una etiqueta con la palabra “grave” y que hace referencia a una supuestas “cronicidad” de por si ya crea una serie de expectativas que favorecer un contexto en el que la remisión de los síntomas se antoja prácticamente imposible.

Sin embargo, aún en casos de psicosis (generalmente considerado uno de los grupos diagnósticos más graves), hay un elevado porcentaje de personas que puede llevar una vida normalizada y desprenderse de sus síntomas, o aprender a vivir con (y a pesar de) ellos.

En España, al igual que en muchos otros países, predomina el modelo biológico (camuflado bajo el disfraz de modelo bio-psico-social) a la hora de atender a estas personas. Es un modelo basado en las hipotéticas causas orgánicas del trastorno (no demostradas hasta la fecha) y en el uso de fármacos como tratamiento principal (y, en ocasiones, único). Se usan los mal llamados “antipsicóticos”, que en realidad son relajantes mayores (no se puede decir que sean anti-psicóticos, porque no suprimen las voces, delirios, etc.; únicamente reducen el nivel de angustia). Que no se me malinterprete: la medicación puede ser de ayuda y eso ya prácticamente nadie lo niega. El problema que tenemos es que las dosis que se pautan son excesivas e injustificadas y que un abordaje que solo se base en el fármaco se queda cojo y resulta poco eficaz.

Durante los últimos años está empezando a difundirse una nueva propuesta para atender a estas personas: el modelo del diálogo abierto. Se trata de un abordaje desarrollado principalmente en una región de Finlandia y que está obteniendo muy buenos resultados. El tratamiento se basa fundamentalmente en la psicoterapia, pero no solo con el paciente, si no también con la familia y la red social del afectado. Para ello, previamente el personal es formado en terapia familiar durante varios años. Se usa medicación, si, pero a dosis mucho más bajas que las acostumbradas y, ojo a este dato, es raro que se usen “antipsicóticos”; el tratamiento farmacológico se basa más bien en antidepresivos o ansiolíticos. A los diagnosticados se les trata con respeto, trabajando con ellos de forma colaboradora, teniendo en cuenta sus ideas, respetando sus decisiones, potenciado sus puntos fuertes y habilidades. Se trabaja en la comunidad, tratando de evitar ingresos hospitalarios.

A continuación dejo el enlace al documental que se grabó sobre el diálogo abierto, en el que se explica muy bien en qué consiste. Uno puede ver que aplicarlo en nuestro país no sería más costoso que nuestros tratamientos actuales, donde la mayor parte del gasto se va en ingresos (en muchas ocasiones no imprescindibles) y en el gasto farmacológico.





martes, 12 de abril de 2016

Terapia Cognitiva Basada en la Persona

Después de unos días de ausencia (con motivo de las jornadas de la Escuela Española de Psicoterapia celebradas en Madrid, en las que pude aprender unas cuantas cosas de todo un clásico de la terapia sistémica como es Carlos Sluzki), vuelvo a escribir en este blog. En esta ocasión voy a hablar de un libro que he estado releyendo estos días y que me ha causado muy buena impresión. Se trata de Terapia Cognitiva Basada en la Persona para la Psicosis Perturbadora, de Paul Chadwick.

Chadwick es psicólogo clínico, profesor de universidad y autor de varios libros y artículos. En el mundo de la psicología clínica es especialmente conocido por su trabajo junto con Birchwood y Trower, en el que presentan un enfoque para tratar ideas delirantes, voces y paranoia mediante la terapia cognitiva. Este tipo de intervención ha mostrado su eficacia, tal y como se puede apreciar en las guías de tratamientos eficaces (véase, por ejemplo, la Guía de Tratamientos Psicológicos Eficaces, volumen I, de Marino Pérez y colaboradores).

En el libro del que hoy tratamos, Chadwick presentan una terapia a la que denomina Terapia Cognitiva Basada en la Persona (TCBP, en adelante), en su aplicación a aquellos clientes que presentan lo que podríamos llamar síntomas psicóticos. En el título de la obra, el adjetivo “perturbadora” hace referencia a que este tipo de terapia se centra en la persona que sufre ante los síntomas. Se señala explícitamente que si una persona escucha voces o experimenta ideas delirantes, pero no se ve perturbada por ello, la intervención no es adecuada. No se trata de actuar sobre una supuesta enfermedad o trastorno, si no sobre una persona que sufre miedo, ansiedad u otro tipo de malestar relacionado con sus experiencias personales. El autor incluso afirma que nunca emplea el término esquizofrenia, por ejemplo, ni cree que exista una explicación satisfactoria sobre el origen de lo que llamamos psicosis, ya sea biológica o psicológica. No es su objetivo tratar tal condición ni considera que sea necesario. Como muy bien afirma, es una falacia que el tipo de tratamiento tenga que estar en consonancia con la supuesta causa; aún en el caso de que asumiéramos que existe una anomalía orgánica, la intervención psicológica ha mostrado que también tiene efecto sobre el cuerpo (y viceversa). Pensemos, por ejemplo, como la práctica de la meditación o de la relajación puede disminuir la frecuencia cardíaca o disminuir la tensión arterial, por ejemplo.

La TCBP no es un nuevo tipo de terapia. Lo novedoso del enfoque es la manera que tiene de combinar e integrar diferentes elementos ya conocidos de la psicología clínica. Fundamentalmente se basa en dos orientaciones teóricas: la terapia cognitiva y la terapia centrada en la persona de Carl Rogers. De la primera toma el fundamento teórico y una serie de técnicas; de la segunda, la importancia central dada a la persona. Es muy agradable apreciar a lo largo de toda la obra el profundo respeto que Chadwick muestra hacia sus clientes, que se convierten, sin duda alguna, en el centro de la terapia. Se respira aceptación, confianza en la potencialidad de las personas, honestidad y respeto por la experiencia y autonomía de los clientes en cada una de las páginas del libro.



Quizás el aporte más novedoso de la TCBP sea el uso que hace del concepto de zona de desarrollo próximo (ZDP). La ZDP es un constructo muy conocido en psicología evolutiva. Fue descrita por un autor llamado Vigotsky y se refiere a la distancia que existe entre lo que una persona es capaz de hacer por si misma y lo que puede hacer con ayuda de otra. Chadwick utiliza la ZDP como una forma de conceptualizar los problemas y los puntos fuertes de la persona en cuatro dominios diferentes: el significado sintomático, la relación con la experiencia interna, los esquemas del yo y el yo simbólico.

Otras influencias del autor se observan en la aplicación de la atención plena (mindfulness), la técnica de la silla vacía y el enfoque de Yalom a la hora de hacer terapia de grupo.

A la hora de formular las dificultades de los clientes se emplea habitualmente el modelo A-B-C propuesto por Albert Ellis (una de las figuras principales de la terapia cognitiva). Este modelo propone que no son las cosas que nos pasan (A) las que nos perturban (C, los síntomas consecuentes), si no lo que pensamos de ellas o la manera de afrontarlas (B). En el caso de las psicosis perturbadoras, las voces, paranoia e ideas delirantes serían los acontecimientos activadores (A), siendo C la perturbación (miedo, ansiedad, aislamiento, etc.) y B la forma de responder a los A. La terapia trata de modificar la B de este modelo.

Se le da mucha importancia a la construcción de la relación terapéutica. Esta se basa en condiciones como la empatía, la aceptación incondicional o la congruencia. Le relación con los clientes es de “colaboración radical”: los objetivos se acuerdan con ellos, se respeta su derecho a decidir qué hacer en cada momento, a marcar su propio ritmo, sin imponer soluciones u opiniones. La principal amenaza con respecto a la relación terapéutica está sobre todo en lo que denomina “modos anticolaboradores” de los terapeutas, una especie de creencias de los profesionales que pueden alejarle del objetivo de estar con y ayudar a los clientes.

El significado sintomático se trabaja con técnicas cognitivas, como por ejemplo los experimentos conductuales. Se trata de, mediante la técnica del diálogo socrático, extraer experiencias de la propia persona que puedan poner en duda sus creencias acerca del significado de sus síntomas, siempre de una forma respetuosa y colaboradora, sin confrontaciones directas y luego llevar a cabo conductas que confirmen o desconfirmen las predicciones anticipatorias.

La atención plena se emplea como una alternativa a la manera que tiene cada persona de afrontar sus voces o paranoia. Ante experiencias muy angustiantes, las personas acostumbramos a responder de tres formas: evitando la experiencia, luchando contra ella o dándole vueltas de forma obsesiva. El acercamiento a estas experiencias que se ofrece desde mindfulness es el de la aceptación de las mismas, dejándolas pasar sin evitarlas, luchar para que desaparezcan, viéndolas como lo que son: fenómenos más o menos transitorios que cruzan nuestra conciencia. En el caso de la TCBP no se trata simplemente de practicar con la parte experiencial de la atención plena, si no que es importante añadir una parte más cognitiva, en la que lo experiencia sirva para dar pie a aprendizajes acerca de los propios pensamientos, reglas y esquemas subyacentes. Es interesante la aplicación de la meditación ya que tradicionalmente se ha considerado que este tipo de prácticas estaba desaconsejada en el caso de pacientes psicóticos. Sin embargo, la práctica es más breve que en otro tipo de casos y la parte hablada de los terapeutas mayor, para evitar que aumenten los síntomas y la ansiedad.

Los esquemas negativos del yo (una especia de creencias sobre uno mismo, globales, estables y negativas) se trabajan, por lo tanto, mediante mindfulness, pero también con otros métodos: los “ataques de vergüenza”, el role-playing mediante el diálogo socrático y la técnica de las dos sillas.

La técnica clásica de la silla vacía se adapta y modifica en TCBP, convirtiéndose en la técnica de las dos sillas. En este caso las sillas no se colocan frente a frente, si no una al lado de la otra, un poco separadas, de manera que se señale que tanto las experiencias negativas como las positivas forman parte de la persona. Se trata de “dejar” en una silla los esquemas negativos del yo y encontrar en la otra los esquemas positivos del yo, momentos en los que las reglas implícitas en los esquemas negativos no se cumplieron y que dan otra visión del potencial del cliente.

Las sesiones de terapia individual se pueden combinar con sesiones grupales. Los grupos en TCBP se basan en los mismos principios que la terapia individual: colaboración radical, objetivos marcados por los clientes, intervenciones centradas en la persona (no en el problema). Se usan técnicas similares: diálogo socrático, modelo A-B-C, mindfulness...

En general, la duración de la terapia puede ser de unos dos años, con sesiones semanales durante los primeros 8 meses, quincenales durante los 4 meses siguientes y pasando a una segunda fase de apoyo durante el segundo año, con sesiones cada 4 o 6 meses.

Existen pocas publicaciones sobre la utilidad de la TCBP, mucho menos en español. Sin embargo, la experiencia de su autor, la validez de los principios expuestos en el libro y el exquisito trato mostrado hacia los clientes lo convierten un enfoque a tener muy en cuenta para aquellos profesionales que trabajen con personas que escuchan voces, tienen ideas extrañas o sienten una paranoia que les produce un profundo malestar.